Un par de zapatos.




La suela deformada, consecuencia ingénita de mi amorfo caminar, junto con el tacón nivelado al cuarto terminaron por convencerme: debía deshacerme de los zapatos. Había sido un par de zapatos estupendos para mí.  Realmente buenos y bastante caros, pero ahora estaban destrozados, agujereados, la piel desprendida en la puntera y las palas y el empeine absolutamente hecho jirones; casi no quedaba talón. Esos zapatos me traían grandes recuerdos, algunos dolorosos, pero la mayoría gratos o, al menos, todo lo grato que podía ser un recuerdo teniendo en cuenta la situación que vivía desde antes de adquirirlos. De hecho, ellos fueron mi último desembolso importante, antes de caer en la más profunda miseria. No puedo decir que haya pasado hambre estos años, al menos nunca me ha faltado la comida por escasa o poco apetecible que haya sido, pero penurias he sufrido todas las imaginables. Mi insolvencia transformó mi cómoda vida en un cúmulo de despropósitos que terminó por provocar mi mudanza, física y psíquica, a un cuarto desastroso en una asociación de ayuda a desamparados, cuyo nombre no recuerdo bien, aunque sé que tenía cierta vinculación con la iglesia, motivo por el cual, añadido al hecho de que cada mañana me obligaban a escuchar misa antes del desayuno, provocó que huyese de aquel sitio como alma, ya no creyente, que lleva el diablo. Recuerdo, sin embargo, la última frase que le dije a la madre superiora —creo que era ella— cuando me reprochó que me fuese sin más, sin ni siquiera agradecer la compasión que habían mostrado por mí: «Madre —le dije— me voy porque esto es una fábrica de ateos y a mí aún me queda algo de fe»; poco después la perdí.

Anduve refugiándome donde pude, descubrí que los soportales son un lugar confortable y en consecuencia cotizados. Nunca me había peleado antes, aunque reconozco una innata mala leche en mí, pero la primera vez que me pegué con alguien —me dieron una soberana paliza— fue por un soportal al que, al parecer, no tenía derecho. No es sencillo hacerse con uno, especialmente los de los bancos —los de otros tipos de establecimientos no son factibles— que son muy agradecidos en invierno porque desprenden un calor confortable bajo las puertas de entrada —supongo que porque dejan la calefacción encendida por la noche para que esté caliente la oficina por la mañana— que ayuda a conciliar el sueño si esa noche fría no has conseguido un cartón de vino peleón. En verano es mejor buscar el portal de un bloque de viviendas. La verdad es que no entiendo muy bien el porqué, pero los portales de viviendas son frescos, tampoco me importa demasiado. En fin, cosas de la vida. En cualquier caso, siempre es importante retirarte de los mismos por la mañana temprano. Antes de que comiencen a salir los propietarios o comiencen a llegar los trabajadores. Cuando no puedes, porque la resaca o la borrachera todavía no desaparecida no te lo permite, la cosa se complica. Mucho. Normalmente la gente no es amable ni paciente con los indigentes. Entiendo que la primera sensación que puede producir ver un hombre tumbado en el portal de tu casa o de tu trabajo no debe ser fácil de digerir, pero imagino que un «Por favor» debería ser suficiente. En realidad, sé que no, si sigo tumbado es porque no puedo levantarme y posiblemente el «Por favor» haya sido pronunciado en más de una ocasión, pero mis oídos aún atontados por el efecto del alcohol son incapaces de mandar señal alguna a mi cerebro. El caso es que normalmente llega la policía y recibo un primer toque con la punta de las botas del agente de turno. Son botas maravillosas, lustrosas, se las ve robustas y, a pesar de ello, cómodas. Ya quisiera para mí un par de ellas, seguro que no se desgastan ni con mis andares. Tras el primer aviso del que soy consciente a medias, llega un segundo algo más fuerte, sin llegar a un puntapié que, con semejante calzado, me provocaría un moretón de dimensiones gloriosas que me induciría un intenso dolor acompañado, tal vez, de algún hueso roto. En principio, las dos costillas rotas que tengo —ya curadas— no fueron provocadas, hasta donde puedo recordar, gracias a la intervención policial. Después de los dos primeros avisos, probablemente acompañados de palabras —que nunca alcanzo a percibir—, si el agente va acompañado, me levantan violentamente y me sostienen en vilo para alejarme del portal. Las pocas veces que ofrecí resistencia demostraron saber tratarme con contundencia y terminé en comisaría. No es algo que me importe, la verdad, pero pasar la noche en el calabozo, lejos de que alguien pudiera pensar para alguien como yo, no es agradable. No te tratan bien, nada bien, no la policía, sino el resto de presos. Huelo mal, y eso no gusta. Así que me dejo hacer hasta que deciden soltarme en la acera y a base de patadas impías —aquí sí— sacan del portal mis escasas pertenencias y yo me arrastro por la acera, ya que apenas tengo fuerzas para sostenerme, para alcanzarlas antes de que se terminen de romper.

¿Han pensado alguna vez la cantidad de cosas que almacenamos? Cuando tuve que marcharme de mi casa —creo que nunca llegó a ser mi hogar— el primer problema con el que me enfrenté fue la decisión de qué llevarme. No es cierto que saliese, como suele decirse, con una mano delante y otra detrás. Tenía muchas cosas que eran mías y que, sin saber dónde iría, tenía que escoger cuáles tomar. Hice un hatillo con una manta que saqué del ropero y envolví lo que iba a abandonar, lo bajé al contenedor y lo tiré; no quería dejar nada mío en esa casa. Después, en una mochila deportiva de marca conocida —y cara—, metí una docena de cosas que ya no conservo, ni siquiera la mochila. Cuando vives desamparado te das cuenta de que realmente no necesitas nada, salvo comer y dormir. Ojalá hubiese podido dejar en ese contenedor de basura mis pensamientos, ojalá pudiese evitar pensar, pero por ahora eso no he conseguido hacerlo. Mi mayor sufrimiento son mis pensamientos, no ya tanto mis recuerdos; bueno, ahí están. Supongo que uno aprende a vivir con ellos. Sobre todo, es la capacidad de pensar, de reflexionar, de escudriñar en mi vida, en lo que ahora es mi vida. Ese es mi mayor pesar. Lucho contra él cada día y solo he logrado un aliado que ni de lejos es infalible, solo a veces funciona: el alcohol. Pero es un analgésico muy caro para el cerebro; no me lo puedo permitir la mayoría de las veces.

El caso es que finalmente me decidí por tirarlos; yo, que estaba acostumbrado a buscar entre la basura mi ropa y muchas veces mi comida, me acerqué a un contenedor y, tras haber buscado concienzudamente otros nuevos, desde luego lo eran para mí, me quité mis zapatos, aquellos a los que tanto amaba y descalzo, pisando un charco de un líquido pestilente que goteaba desde el contenedor, los deposité con suma delicadeza junto al resto de basura. Me calcé mi nueva adquisición y salí corriendo de allí a toda prisa sumido en mis malditos pensamientos. Al día siguiente me crucé con un señor mayor, bien vestido en la distancia, pero harapiento en la cercanía. Cuando nos cruzamos, me fijé: llevaba mis zapatos.


Imagen: «Zapatos» Vincent Van Gogh, 1888


En Mérida a 25 de agosto de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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