Aquella esquina.




Siempre quedábamos en el mismo sitio. Era una esquina como cualquier otra, como la de cualquier ciudad, pero era nuestra esquina. Al principio éramos pocos, solo dos, los que comenzamos a caminar juntos hacia nuestro destino. Íbamos de la mano, asustados, temerosos por no saber qué nos íbamos a encontrar. Luego, poco a poco, fuimos siendo más, tal vez diez, tal vez doce, el tiempo ha borrado ya el número exacto, pero recuerdo que éramos un grupo numeroso, tanto como para no tener miedo, miedo a lo desconocido y miedo a lo conocido.

La esquina estaba muy próxima a nuestro destino, tan cerca que lo veíamos perfectamente desde donde nos juntábamos. Era grande, imponente, nosotros pequeños, insignificantes. Sin embargo, con el tiempo, y tras acercarnos a él cada día, fue perdiendo su magnífico aspecto y, según fuimos creciendo, en número y en edad, le perdimos el respeto. Ese fue nuestro error: comenzamos a creernos más importantes, no que nuestro destino, sino más importantes que los demás, que aquellos que lo afrontaban —el destino— de forma autónoma, salvando como podían sus temores y afrontando con valentía las consecuencias de sus decisiones que cada día les mostraba esa formidable marabunta de acontecimientos que era la vida que tenían por delante. Creímos que todo lo podríamos y no era cierto. Confiamos tanto en nosotros que nos olvidamos de que éramos precisamente nosotros, todos, todos juntos, quienes habíamos logrado superar el miedo a nuestro devenir acompañándonos unos a otros cada día desde nuestra esquina. Supusimos que uno podría tanto como diez y dejamos de juntarnos, poco a poco, en aquella esquina según nos acercábamos más a nuestro final. La soledad se apoderó de nuestra esquina, de aquella esquina, la soledad se apoderó de nosotros.

Al final solo yo llegaba a la esquina puntual, incluso desapareció mi primer compañero: yo esperaba paciente a que alguien más se acercase para afrontar el breve camino hasta nuestro destino; era una espera inútil. Lo sabía, pero a pesar de todo, prefería esperar mientras contemplaba cómo el tiempo había hecho estragos en nuestra esquina que, por aquel entonces, ya ni siquiera era mía. Estaba descascarillada, llena de desconchones tan profundos que podía verse el ladrillo, muy debilitado, quebrado por muchas partes, que soportaba lo que para nosotros fue, y aún para mí era, una esquina sólida, fuerte, segura, que ofrecía su cobijo para que iniciásemos confiados nuestro camino. El tiempo había hecho magníficamente su trabajo: o había destrozado nuestra esquina, o había desdibujado el recuerdo que teníamos de ella. Tanto da, el caso es que la última vez que la visité con el ánimo de encaminarme a mi destino acompañado no me pareció tan robusta e incluso por primera vez sentí miedo por estar allí solo. Pensé que en cualquier momento se podría venir sobre mí y terminar conmigo como si de un insignificante bicho se tratase. Aguanté cerca de ella un instante esperando absurdamente que alguien, alguno de mis compañeros de entonces, llegase para caminar juntos, seguramente ya no de la mano, pues los prejuicios de la edad no son fácilmente superables, hacia nuestro destino. No soporté mucho tiempo la espera y me largué avergonzado. Avergonzado porque ya no era un crío, aunque mis sentimientos bien podrían asociarse a los de un niño, y, a pesar de ello, esperé a que alguien viniese para iniciar un camino que, ahora así lo quería entender, debía haber recorrido yo solo. Si estaba equivocado o no aún no lo sé. Lo que es cierto es que en ese instante decidí que aquella esquina ya no sería para mí el inicio de un recorrido hasta mi destino como lo había sido antaño y como, supuse, habían concluido todos los que hoy ya no estaban.

Tiempo después regresé a la esquina. Me sorprendió ver cuán cambiada estaba. Apenas la podría haber reconocido de no ser porque sabía perfectamente dónde se encontraba. Alguien la había reparado, pintado, revestido de materiales llamativos, atractivos me atrevería a decir, tanto que incluso sentí la tentación de acercarme y esperar, pero no lo hice. El motivo: estaba abarrotada de niños, muchos, decenas de ellos, todos dados de la mano esperando pacientemente no supe muy bien qué. Así que decidí quedarme a comprobar qué iban a hacer. Se les veía despistados, desorientados, distraídos, algunos asustados, los más conscientes del destino que se cernía ante ellos. Estuvieron un buen rato gritando, jugando, cantando, hasta que llegó alguien y de repente todos guardaron silencio y se detuvieron. Al principio no le reconocí, había pasado mucho tiempo, pero según le vi moverse y su rostro se mostró frente a mí, supe quién era: él, justo él, aquel niño con el que comencé a caminar, dado de la mano, hacia mi destino desde la esquina, desde aquella esquina. Estaba mayor, envejecido, las canas ensuciaban sus cabellos y su cuerpo parecía doblado por el peso de la edad. Supongo que él, de haberme visto, tal vez lo hizo, pero no me reconoció o puede que sí, pero como yo no me atreví a saludarle, él habría pensado lo mismo de mí. Les estaba hablando, pero desde donde yo estaba no escuchaba bien qué les decía, lo que sí podía comprobar era que todos le miraban muy atentos, circunspectos, con una seriedad que no parecía corresponder con sus edades, eran niños al fin y al cabo. El caso es que al cabo de un rato iniciaron el camino que les llevaría ese día a su destino. Se les veía feliz, seguros de sí, caminado alegres hacia lo que les depararía sus vidas. Sonreí. Al día siguiente regresé a contemplarles desde mi soledad.


Imagen: www.meridadeyucatan.com 


En Orense a 17 de agosto de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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