Las diatribas de Francisco Irreverente. Venga, vale: lazos amarillos en el Valle de los Caídos.





Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Yo ni siquiera había nacido; no lo pillé por los pelos. Una lástima no haber coincidido en vida con él, ¿no? Pues no. La verdad es que eso habría sido algo anecdótico, circunstancial y, para mí, poco deseable, aunque no sea más que una opinión un tanto pueril ya que no le veo ninguna gracia a compartir con un dictador un minuto de tiempo en vida —como tampoco se la veo a la situación contraria— por más que esa circunstancia no sea otra cosa que un cúmulo de azares temporales. Lo que sí es importante es lo que la Historia nos cuenta de él. Y no es bueno, objetivamente no es bueno, a pesar de que se trata de un hecho bastante reciente —no soy tan viejo, seguramente ese es el problema— y el poso del tiempo todavía no ha filtrado la Historia con suficiente presión como para que la lectura que podamos hacer de su vida esté limpia de toda mácula de malintencionalidad y subjetividad. Desgraciadamente esto tampoco es bueno, objetivamente tampoco es bueno, porque hay gente a la que le conviene hacer una lectura torticera y manipulada de nuestra Historia reciente y, sobre todo, hay gente, mucha gente que cree esa interpretación. Y la cree porque es bien sencillo creer aquello que alguien quiere creer por más que no sea cierto: solo hay que saber qué decir y a quién. Y para eso nada mejor que mirar a la gente y esperar el momento oportuno, que siempre surgirá. No quiero decir, quede esto claro, que la Historia que yo me crea sea la verdadera, sería muy vanidoso por mi parte. Lo que quiero decir es que la Historia, que suele ser escrita por los vencedores, y en esta historia fueron unos los que vencieron y otros los derrotados, está llena de hechos objetivos que no pueden ser manipulados por nadie; ahora bien, pueden ser contados de una u otra forma. La clave del éxito para conocer una historia de la Historia, sobre todo la reciente, está en saber discernir entre el hecho y el cuento con el que se puede adornar —léase como interpretar o tergiversar—, y hay gente experta en rodear de cuentos un hecho histórico. Que cada cual soporte su propia historia de la Historia.

Franco fue enterrado en el Valle de los Caídos, allí está junto a José Antonio Primo de Rivera, hecho mártir para el Movimiento Nacional tras su ajusticiamiento por el bando republicano en el 20 de noviembre —menuda coincidencia— del 36 y ensalzado por Franco para beneficio propio, pese a su manifiesta enemistad —¿sería necesaria también su exhumación?—. Ese monumento nacional que fue concebido para «...perpetuar la memoria de los caídos en nuestra Gloriosa Cruzada», es decir, para ensalzar a los vencedores, según rezaba el Decreto de 1 de abril de 1940, y cuyo propósito posteriormente se modificó mediante Decreto-Ley en 1957, no sé si porque Franco consideró una posible rectificación o alguien así se lo aconsejó, intentando que en dicho monumento se encontrase un «… sentido de unidad y hermandad entre los españoles...». Difícil de asimilar y de creer, especialmente para los vencidos, que un símbolo así pueda significar unidad para todos, y así se viene demostrando desde la transición. El caso es que históricamente —sin letra capital— aquel lugar sirve para rememorar ciertas fechas simbólicas —20N— para seguidores franquistas y falangistas; conclusión: no sirve decir que algo es para todos si una parte no lo siente como propio y, hasta donde sé, no se ha producido allí ninguna reunión conmemorativa del bando republicano. Así pues, con la herida abierta, es comprensible que ese monumento resulte ofensivo para muchos en este santo y aconfesional país —era necesaria la paradójica contraposición de términos, hablamos de España—.

Franco no habría tolerado ni un solo lazo amarillo, ni que alguien se hubiera atrevido a ponerlo en el Valle, a escondidas, claro está, ya que con semejante gesto habría demostrado ser poco temeroso de perder su vida, porque Franco habría encontrado, aunque no le hubiese hecho falta, cualquier excusa para terminar con ese movimiento social de forma beligerante —ejemplificante que diría él— que defiende la independencia de Cataluña y que invade el espacio público adueñándose de él sin dejar sitio para los demás y coadyuvado por el poder político ejercido subrepticiamente. Es decir, que hemos mejorado, ¿o no? Evidentemente sí. Por más que los dichosos lazos, cargados de una simbología nacionalista —aunque la escondan tras una inteligente simplificación independentista— provoquen una crispación, ya acumulativa, tan grande en la sociedad catalana, y también en la española, que dificulte inmensamente la convivencia, pero, al igual que hay gente que quiere vender una historia de la Historia de la España franquista que se aleja de la realidad de los hechos y que interpreta la actuación cobarde de un caudillo, más afortunado que inteligente, como un conjunto de buenas acciones para el país, existe un grupo bastante numeroso de personas que cree firmemente que una nación, España, tiene como fin único explotar y expoliar la riqueza de una de sus regiones, la catalana, para beneficio del resto de regiones o, al menos, de alguna de ellas. Es que, en sí mismo, el planteamiento es absurdo, pero, como me gusta jugar, vamos a suponer, antes de explicar el quid de la cuestión, que es cierto, es decir, que un grupo de españolitos —tanto da que sean de la izquierda, radical o no, o de la derecha, independientemente de lo casposa que creamos que sea— quiere arruinar, literalmente, ¡oiga!, una región concreta de España para enriquecer al resto, por no se sabe qué razones de odio o egoísmo: ¡por dios! ¿Alguien puede creerse esta absurda idea? Yo, lo siento, difícilmente.

Pero no me quedo ahí e indago en las circunstancias históricas alegadas por ciertos sectores que son capaces de defender con vehemencia lo contrario de aquello que ya el tiempo consolidó en la Historia y se atreven a inventar una nueva. —recuerden aquello de La Nueva Historia— para legitimar el independentismo cuando la realidad es que se trata de un discurso nacionalista. Esto es lo grave, lo verdaderamente grave, porque nos sitúa, como ha ocurrido tantas veces en la Historia, a las puertas del fanatismo en el que reverbera el fascismo que tanto daño ha hecho al mundo —y lo que te rondaré morena—. Detrás de la máscara independentista pulula un movimiento nacionalista, como los gestados a finales del siglo xix y nacidos en el primer tercio del xx, que esconde, tal vez, una mala gestión, un expolio interno, un odio incomprensible a los demás, un victimismo que oculta el supremacismo, egoísmo sin paliativos, en fin, se podrían enumerar todos y cada uno de los argumentos bajo los que se gestaron los nacionalismos que la Historia ha visto nacer recientemente y que seguimos sufriendo en la actualidad. Y ojo, quede claro que considero un derecho la autodeterminación, por más que me parezca triste que en los tiempos que corren, alguien quiera separarse para no compartir su riqueza, su cultura, su sociedad con otros por el mero hecho de que se consideren más ricos en todos esos aspectos —si existen otros argumentos los desconozco, lo siento—. Me apena, me entristece y me preocupa ver que esto esté ocurriendo en un ámbito sociocultural tan cercano al mío por razones geográficas e históricas, como no podía ser de otro modo. Creo que no saldrá nada bueno de aquí —así, expresado de forma tan escueta— porque históricamente nada bueno salió de allí, aunque antes no hubiese lazos amarillos, pero sí otros símbolos que prefiero no describir aquí.



Imágenes de origen desconocido. Tal vez lo deseable hubiera sido manipularlas incorporando el lazo amarillo en la cruceta de la cruz, pero no esa provocación no es de mi cometido —la dejo para vanagloria de otros— ni es esa una de mis habilidades.


En Plasencia a 31 de agosto de 2018.
Francisco Irreverente.

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