domingo, 1 de julio de 2018
Las tres revoluciones sapiens. Parte i.
Nuestros antepasados sapiens nunca vivieron
en armonía con la naturaleza, la esquilmaron provocando desde hace ya muchos
miles de años la extinción de numerosas especies, pero tranquilos porque la
culpa de la desaparición de los dinosaurios no es nuestra. Al menos en esa
extinción nuestra responsabilidad está claramente dirimida.
La naturaleza nos diseñó, como al resto de
animales, con matices, con diferenciaciones que fueron producto en la mayoría
de las ocasiones de mutaciones genéticas que la fortuna quiso que provocasen
una mejora de carácter físico en nuestra adaptación al medio induciendo un
progreso en nuestra evolución. Pero, en un momento dado —hablamos de muchos
cientos de miles de años—, esas mutaciones derivaron, seguramente por nuestra
debilidad como especie, aunque hace millones de años éramos más fuertes y más
ágiles que ahora, en una extraña suerte de progreso mental que estimuló nuestra capacidad
inductiva y desvió el natural proceso de adaptación física al medio hacia un
sistema de adaptación de carácter intelectual único en la naturaleza.
Así nos convertimos en cazadores-recolectores
provocando la primera revolución. Es verdad que por aquel entonces, hace más de
200.000 de años, cuando nos transformamos en sapiens, nuestra intromisión en la
naturaleza fue escasa, lo que no quiere decir que fuese buena expresado en
términos absolutos —y algo pueriles— porque en nuestro entorno, los animales,
especialmente los que estaban al frente de la pirámide trófica, no estaban
acostumbrados, ni temían, a unos seres pequeños y peludos cuyas crías no podían
valerse por sí mismas que, sin embargo podían utilizar el fuego a su antojo,
habían desarrollado el lenguaje para comunicarse, eran capaces de cooperar para
cazar animales mucho más fuertes que ellos —de ahí que estos fueran los
perjudicados de esta primera gran oleada de extinción— y, otra característica
nada desdeñable, fueron capaces de crear vínculos sociales de carácter místico
lo que les permitía creer en lo sobrenatural, entendido como animismo, que no
divino —aún—, llegando a sacrificarse por lo que pudieran recibir tras su
muerte. Esto nos convirtió en los auténticos capos de la creación.
Sin embargo, una suerte de acontecimientos,
seguramente muchos de ellos azarosos y otros fundamentados en la observación de
los cazadores-recolectores, hicieron que hace en torno a 12.000 años se
produjese una segunda gran revolución que ha marcado el desarrollo actual de la
humanidad. Se trata de la revolución agrícola que produjo la domesticación de
animales y plantas. A partir de esta se gestó una profunda transformación en
las condiciones de vida de los sapiens: aparecieron asentamientos en forma de
ciudades; se introdujeron nuevas formas de colaboración —no todas voluntarias—
fundamentadas en mitos tan variados como la religión o las constituciones,
antiguas o modernas, y basadas en principios supuestamente universales y
eternos como la justicia, la libertad o la jerarquía establecida en el orden
social; se creo una necesidad de acumulación de bienes impensable para un
cazador-recolector nómada; se desarrolló la especialización, aunque en un
porcentaje muy reducido de habitantes; y, como colofón, se generaron conflictos
sociales que buscaban el exterminio de poblaciones vecinas lo que no impidió un
crecimiento exponencial de la población. Esto provocó que la sociedad
evolucionase gracias al excedente de comida existente como consecuencia de la
agricultura —y la ganadería— que, curiosamente, no supuso de facto una mejora
en las condiciones de vida de los sapiens, más bien al contrario, constituyó
una merma en la calidad de vida de los hombres que pasaron a dedicar todo su
tiempo y esfuerzo al cuidado de las plantas y animales para que la creciente
población pudiera tener algo, poco en general, que llevarse a la boca, con lo
que la malnutrición impuso su ley provocando una hecatombe en los nacimientos,
incrementando la mortalidad infantil consecuencia no solo de la falta de alimento,
sino también de las carencias en el sistema inmunitario que provocó el pronto
destete necesario ante las nuevas condiciones vitales, que fue compensada con
la gran natalidad que vivir en un asentamiento permanente facilitaba. En los
siguientes estadios de la revolución apareció la escritura, la religión —politeísta
ya que, por aquel entonces, todavía ningún dios tenía el monopolio de la fe— y,
sobre todo, el dinero que se convirtió en el catalizador de la destrucción de
la naturaleza y, por ende, de nuestra propia sociedad con la aparición de
estratos sociales inventados diferenciados por su riqueza… económica.
Esta revolución supuso una radical
transformación del medio y de las relaciones sociales. En el primer caso,
provocó la desaparición progresiva, llegando hasta nuestros días, de grandes
extensiones de terrenos con la consiguiente merma en las especies,
especialmente animales. La segunda desembocó en la aparición de un nuevo orden social
imaginario, desde luego no programado en nuestro ADN, e impensable hacía unas
decenas de miles de años por innecesario. Sin embargo, esta revolución supuso
el mayor de los éxitos en lo referente al fin último de cualquiera de las
especies que habitan la tierra: la perpetuación de la especie humana —por ahora—
esto es, de su ADN, gracias al crecimiento y extensión de su población, y con
ella la de las plantas y animales domesticados como el trigo, el maíz, el
arroz, la gallina, la oveja o la vaca, por muy alejados que pudieran estar de
sus condiciones naturales —en el sentido estricto del término— y originales de
vida, sin lugar a dudas mejores que las recién generadas a partir de la
revolución agrícola.
Desde entonces el ser humano se ha visto
obligado a utilizar toda suerte de artificios ficticios, imaginarios, irreales para
convencer a sus propios genes de que ese nuevo orden social, que permite organizar
a miles de seres, es óptimo para la perpetuación de la especie y lo ha hecho
contra su propia idiosincrasia física, aquella para la que la evolución lo había
preparado, esto es, para ser un cazador-recolector. La evolución racional del
ser humano sapiens se ha contrapuesto a su evolución natural provocando un conflicto
en el que el más perjudicado es el propio sapiens quien, paradójicamente,
resulta ser la especie que mejor preserva su ADN asegurando su persistencia, al
menos hasta la tercera revolución.
Imagen: Mano en la Cueva de El Castillo en
Puente Viesgo, www.turismodecantabria.com.
En Mérida a 28 de junio de 2016.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
Las tres revoluciones sapiens.,
Política y sociedad.