España, una comedia de equívocos.




En una comedia puede pasar de todo, desde lo más inverosímil hasta lo más evidente sin que por ello la capacidad de sorpresa del espectador se vea mermada o sin que las escenas cargadas de histrionismo puedan resultar absurdas por retorcidas que puedan llegar a ser. Así es la vida en realidad y las comedias procuran esconder esas realidades tras equivocaciones cómicas que hacen cómplice al espectador al presentarlas de forma furtiva y ocultándolas al resto de personajes hasta que el desenlace sobreviene, pero, así es la vida en realidad. Hay una serie, demasiado larga como para ser enumerada en su totalidad, de hechos que convierten a España en una triste comedia de equívocos que, de ser obra teatral nos conmovería llevándonos de la risa al llanto pasando por todo tipo de emociones, pero al tratarse de hechos reales nos llenan —o deberían— de vergüenza y oprobio.

Hace no mucho tiempo, de hecho, la condición redundante del tiempo por el tiempo impide precisar más allá, en España vivió un dictador; decir vivió es ser demasiado escueto y benévolo con lo que hizo en su periplo vital.

Hace no mucho tiempo, me di cuenta —no me llamen sabio por ello— de que dictadores los ha habido siempre en todos los países y durante todas las épocas —volvemos a la maldita linealidad temporal que tanto me preocupa y que es incompatible con mi ansia vital— y, salvo que mi capacidad predictiva sea escasa —quién sabe—, mucho me temo que volverán a existir, incluso también aquí en España o como quiera que se llame esta tierra cuando acontezca, que acontecerá. El motivo es sencillo: aunque el tiempo es lineal, nuestra historia se repite cíclicamente porque forma parte de nuestra controvertida realidad que es, a su vez, el mejor reflejo de nuestra idiosincrasia. Con suerte espero no tener que conocer este hecho porque, a pesar de que últimamente está en boca de ciertos políticos —y por ende sectores de la sociedad— acusar de fascistas a otros políticos —y por el mismo motivo a otros sectores de la misma sociedad— la realidad es que por lo que he podido leer y en consecuencia aprendido, aunque no lo haya vivido —entiéndase que estudiar es, en cierto modo, un sustituto acelerado de experimentar—, la situación que tenemos en España actualmente no es, ni de lejos, un estado totalitario. Podrán gustar más o menos ciertas leyes, podrán gustar menos o más ciertos políticos, pero aún puedo salir a la calle disfrazado, un día cualquiera, con una bandera de republicano rodeando mi cuerpo o con una bandera estelada o con una bandera monárquica, incluso puedo cantar la versión picante de una saeta en Semana Santa o blasfemar contra el Corán —arriesgándome, eso sí, a las represalias en nombre de dios de algún extremista musulmán… o cristiano, que de ambos hay, aunque se manifiesten de forma diferente—. Lo tengo más difícil, sin embargo, si quiero meterme con algún personaje histórico reciente, mejor dicho, que hace historia, pudiendo incluso condenarme o “amordazarme” si algún juez lo considera oportuno. Sabré mantener un comportamiento educado y respetable, lo prometo, para que ningún fiscal, ni acusación particular supuestamente ofendida pueda llevarme a los tribunales por manifestar mi opinión, que, de otra parte, a quién podría interesar. En fin, quería llegar a este punto porque este hecho basado en la redacción de una ley que la judicatura debe interpretar y que da pie a posibles condenas que parecen atentar contra el sentido común —o, tal vez, contra la libertad de expresión— es un indicio, puede que muy sutil, pero un indicio al fin y al cabo de esa repetición cíclica a la que me refería antes. Espero que este nuevo gobierno sepa matizar esa ley porque también debe defenderse la honorabilidad de las personas y no debe ser gratuito difamar a según quién por el mero hecho de que, por ejemplo, caiga mal, así de pueril, aunque ocurre. Pero esto no es lo único, cómo iba a serlo si estamos frente a una comedia de equivocaciones.

Hace no mucho tiempo que parece que los migrantes, antes llamados inmigrantes —así son las modas—, son mal recibidos porque vienen a violar a nuestras mujeres, a contagiarnos de enfermedades extrañas, a robar y a beneficiarse con las prebendas que les ofrecen nuestros servicios sociales, pero, claro, si tampoco los quieren en otro sitio, por qué íbamos a querer recogerlos nosotros. Estos hechos comenzaron a extenderse rápidamente por un territorio que trascendía la nación, el estado o al pueblo denominado español en el que ciudadanos con nombre y apellidos conviven del mejor modo posible, esto es, como pueden, los unos con los otros, los de una región con los de otra y los de este país con los de otros. Estos hechos comenzaron a producirse por otros territorios vecinos, europeos, supuestamente más civilizados que nosotros, quienes todavía quieren advertir en nosotros —incluso los que viven más al norte— influencias africanas —y a mucha honra—. El caso es que no queremos inmigrantes por los hechos enumerados anteriormente y olvidamos con suma facilidad que históricamente nosotros también sufrimos los motivos que hacen que estas gentes quieran huir de sus países. Ahora bien, alguien podría decir que aquellos que tuvieron que marchar de su país tampoco lo tuvieron fácil en el país de acogida, sin embargo, esto justifica precisamente el desacertado comportamiento de los críticos con estas acciones humanitarias. Y no me vengan con la absurda demagogia: ¡pues quédatelos tú!, ya que esto no es una acción individual, sino de la sociedad, que es quien acoge poniendo los medios necesarios.

Seguramente nosotros no fuimos los primeros en mostrar estos comportamientos, por más que los españoles tengamos fama de algarabosos, más bien los importamos, porque lo malo es sencillo de absorber y asimilar. En cualquier caso, y, como es propio de una comedia, siempre tiene que haber un personaje en el que caiga el peso de la tragedia —no hay comedia sin tragedia—, lo que hace suponer que seguirán aconteciendo equivocaciones sobre el español para que, lejos de poder reírnos soltando alguna lágrima emocionada de forma ocasional, como ocurriría en una comedia auténtica, solo podamos llorar porque estamos viviendo algo muy real.


Imagen: www.timetoast.com


En Mérida a 23 de junio de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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