domingo, 17 de junio de 2018
Las diatribas de Francisco Irreverente. Pequeñas maldades.
Sí, ya sé que lo que voy a contar no es,
digamos, políticamente correcto, lo sé, pero si de algo sirve que mi apellido
sea Irreverente es para permitirme esto. También soy perfectamente consciente
de que lo que les voy a decir provocará en más de uno una sonrisa cómplice pero
recóndita y oculta, porque nadie querrá que nadie se dé cuenta de que está de
acuerdo con lo que digo, con lo que cuento. En cierto modo, ni tan siquiera yo
me siento demasiado a gusto contándolo porque entiendo —y en mi caso es
bastante sufrido, créanme— que es una actitud fea y, sobre todo, dejando al
margen un adjetivo tan pueril como el que acabo de expresar, es deshonesta para
con el resto de la sociedad. No me vengan, eso sí, con la clásica demagogia
populista a la que tanta afición le han tomado nuestros políticos porque negaré
cualquier tipo de argumento que me ofrezcan para convencerme, si es que eso es
posible, de que mi diatriba además de ser irreverente es inapropiada y probablemente
injusta. Entiendan que con este planteamiento lo que realmente quiero es ser
convencido para dejar de actuar del modo en que paso a contarles.
Debo comenzar lanzando un mensaje de
comprensión a todos aquellos que se sienten engañados por este nuestro sistema
en el que la mayor parte de nosotros debemos agachar la cabeza y continuar
soportando el peso de la injusticia, que no falta de justicia, debemos
diferenciarlo bien. A ellos, entre los que me incluyo, les ofrezco un fútil
sentimiento de compasión porque, cuando la frustración se impone, asociada a la
impotencia de ver cómo cualquier hecho que nos incumbe desde el punto de vista
institucional o administrativo, por poner un ejemplo nada baladí, se superpone
al sentido común, por no decir a un sentimiento innato de Justicia, cualquier
reacción puede ser aceptable —nótese que en esta ocasión la palabra “Justicia”
lleva la primera letra en mayúscula para diferenciarla de la otra, la que
ejercen los jueces al amparo de las leyes que elaboran los legisladores, en
apariencia siguiendo mandatos de la gente, a través de los políticos electos—.
Esa “reacción aceptable” a la que me refería
puede tener muy variada naturaleza. Y, seguramente, en esa variabilidad,
debemos encontrar el límite de lo justificable, aunque de partida ningún hecho
pueda serlo cuando la causa provocada por el efecto vaya contra nuestras leyes.
Me explico: todos estamos sumamente cansados de comprobar cómo una y otra vez
se repite la escena de algún político corrupto, malversador o deshonesto, gracias
a dios la falta de puritanismo en nuestra sociedad —para algo tendría que valer
el catolicismo rancio— me permite no incluir en el listado la palabra inmoral,
sale del espacio público salvaguardado bajo una suerte de inmunidad truculenta
para retornar a su vida ordinaria con las prebendas conseguidas durante su
etapa filiada. Pero no es necesario llegar al límite de lo legal y superarlo para
que ciertos hechos produzcan en nosotros un frustrante odio y profundo rencor.
Solo es necesario comprobar cómo el supuesto sacrificio al que se ven sometidos
ciertos personajes cargados de cargos se ve recompensado de forma casi
sempiterna por el mero hecho de haber ocupado dicho cargo. Es a todas luces
injusto porque no creo que nadie piense que ese sacrificio es mayor que el que
uno mismo hace cada día enfrentándose a su puesto de trabajo, de tener la
suerte de tenerlo. Así pues, claro, es razonable pensar que uno desee ser
político si piensa que recibirá más, mucho más, de lo que dará. Como todo en la
vida, nada es generalizable ni extrapolable y estoy seguro, de hecho, conozco a
algunos, de que hay grandes políticos, aun en pequeñas circunscripciones, que
se vuelcan con sus gentes y que realmente hacen bien su trabajo que, solo por
recordar, les está encomendado por la ciudadanía por delegación.
Volviendo a las reacciones… Uno ve que existe
un evidente agravio comparativo entre los ciudadanos de a pie, la gran mayoría
de nosotros, y los elegidos, en sentido electo,—dejemos de lado por ahora a los
agraciados, aunque en la hemeroteca podemos localizar elegidos agraciados, lo cual,
a pesar de contradecir las más básicas leyes estadísticas, parece posible— y
esto provoca gran frustración agraviada con la ansiedad que produce verse,
verbigracia, sumido en algún tipo de procedimiento administrativo de cualquier índole
en el que, a pesar de la aparente sencillez de dicho acto, puede convertirse en
una auténtica pesadilla y llevarnos a situaciones de extrema tensión. ¿Qué
hacer en tal circunstancia si se presenta la posibilidad de cometer una
“pequeña maldad”? Pues la respuesta parece evidente, llevarla a cabo, más aún
cuando nos enteramos por los medios —aunque debemos ser muy cautos con las
“noticias” que nos ofrecen— que aquellos que tienen el poder de gestionar
nuestras vidas también se atreven a cometer esas maldades, aunque seguramente
no sea por ansiedad o frustración, sino porque se saben impunes. El caso es que
necesito que arreglen el fregadero de la cocina y mis artes en el bricolaje son
escasas, o el tiempo que mi esclavizante
empleo me otorga es insuficiente, así que no me queda más remedio que recurrir
a un especialista que se presenta en mi casa con el objeto de llevar a cabo
dicha reparación. A nadie, y digo nadie sin ánimo de equivocarme, se le ocurre
pedir factura para que el impuesto correspondiente sea declarado por el
profesional y nosotros lo asumamos como consumidor finalista. Pues lo entiendo.
Por más que me duela reconocer que no es justo, que no es lo que se debe hacer,
por más que me duela el hecho de que ese pequeño, o no tanto, porcentaje del
trabajo remunerado que serviría para que las carreteras que utilizo puedan
mantenerse convenientemente o los hospitales ofrezcan mejor servicio —si somos tan
crédulos como para confiar en el hecho de que la finalidad de ese dinero es la
mejor posible para la sociedad—, se va a quedar en mi bolsillo.
A veces la frustración que uno siente es tan
profunda que, incluso, los que hemos recibido una encomiable educación,
sentimos la tentación de cometer maldades, pequeñas maldades, que, incluso nos
hacen sentir mal, pero es más fuerte el rencor que sentimos para con el sistema
gobernado impunemente por ciertos adalides de la corrupción, de forma que,
sintiéndolo mucho, acabamos sucumbiendo a la tentación de cometerlas para
sentir, por absurdo que sea, un pequeña dosis de venganza que en realidad no
conduce a nada excepto a aplacar sutil y temporalmente nuestro odio… y líbresenos
del mal de esas pequeñas maldades, amén.
Imagen de origen desconocido.
Entre Plasencia y Mérida a 16 de junio de
2018.
Francisco Irreverente.