Las diatribas de Francisco Irreverente. Pequeñas maldades.




Sí, ya sé que lo que voy a contar no es, digamos, políticamente correcto, lo sé, pero si de algo sirve que mi apellido sea Irreverente es para permitirme esto. También soy perfectamente consciente de que lo que les voy a decir provocará en más de uno una sonrisa cómplice pero recóndita y oculta, porque nadie querrá que nadie se dé cuenta de que está de acuerdo con lo que digo, con lo que cuento. En cierto modo, ni tan siquiera yo me siento demasiado a gusto contándolo porque entiendo —y en mi caso es bastante sufrido, créanme— que es una actitud fea y, sobre todo, dejando al margen un adjetivo tan pueril como el que acabo de expresar, es deshonesta para con el resto de la sociedad. No me vengan, eso sí, con la clásica demagogia populista a la que tanta afición le han tomado nuestros políticos porque negaré cualquier tipo de argumento que me ofrezcan para convencerme, si es que eso es posible, de que mi diatriba además de ser irreverente es inapropiada y probablemente injusta. Entiendan que con este planteamiento lo que realmente quiero es ser convencido para dejar de actuar del modo en que paso a contarles.

Debo comenzar lanzando un mensaje de comprensión a todos aquellos que se sienten engañados por este nuestro sistema en el que la mayor parte de nosotros debemos agachar la cabeza y continuar soportando el peso de la injusticia, que no falta de justicia, debemos diferenciarlo bien. A ellos, entre los que me incluyo, les ofrezco un fútil sentimiento de compasión porque, cuando la frustración se impone, asociada a la impotencia de ver cómo cualquier hecho que nos incumbe desde el punto de vista institucional o administrativo, por poner un ejemplo nada baladí, se superpone al sentido común, por no decir a un sentimiento innato de Justicia, cualquier reacción puede ser aceptable —nótese que en esta ocasión la palabra “Justicia” lleva la primera letra en mayúscula para diferenciarla de la otra, la que ejercen los jueces al amparo de las leyes que elaboran los legisladores, en apariencia siguiendo mandatos de la gente, a través de los políticos electos—.

Esa “reacción aceptable” a la que me refería puede tener muy variada naturaleza. Y, seguramente, en esa variabilidad, debemos encontrar el límite de lo justificable, aunque de partida ningún hecho pueda serlo cuando la causa provocada por el efecto vaya contra nuestras leyes. Me explico: todos estamos sumamente cansados de comprobar cómo una y otra vez se repite la escena de algún político corrupto, malversador o deshonesto, gracias a dios la falta de puritanismo en nuestra sociedad —para algo tendría que valer el catolicismo rancio— me permite no incluir en el listado la palabra inmoral, sale del espacio público salvaguardado bajo una suerte de inmunidad truculenta para retornar a su vida ordinaria con las prebendas conseguidas durante su etapa filiada. Pero no es necesario llegar al límite de lo legal y superarlo para que ciertos hechos produzcan en nosotros un frustrante odio y profundo rencor. Solo es necesario comprobar cómo el supuesto sacrificio al que se ven sometidos ciertos personajes cargados de cargos se ve recompensado de forma casi sempiterna por el mero hecho de haber ocupado dicho cargo. Es a todas luces injusto porque no creo que nadie piense que ese sacrificio es mayor que el que uno mismo hace cada día enfrentándose a su puesto de trabajo, de tener la suerte de tenerlo. Así pues, claro, es razonable pensar que uno desee ser político si piensa que recibirá más, mucho más, de lo que dará. Como todo en la vida, nada es generalizable ni extrapolable y estoy seguro, de hecho, conozco a algunos, de que hay grandes políticos, aun en pequeñas circunscripciones, que se vuelcan con sus gentes y que realmente hacen bien su trabajo que, solo por recordar, les está encomendado por la ciudadanía por delegación.

Volviendo a las reacciones… Uno ve que existe un evidente agravio comparativo entre los ciudadanos de a pie, la gran mayoría de nosotros, y los elegidos, en sentido electo,—dejemos de lado por ahora a los agraciados, aunque en la hemeroteca podemos localizar elegidos agraciados, lo cual, a pesar de contradecir las más básicas leyes estadísticas, parece posible— y esto provoca gran frustración agraviada con la ansiedad que produce verse, verbigracia, sumido en algún tipo de procedimiento administrativo de cualquier índole en el que, a pesar de la aparente sencillez de dicho acto, puede convertirse en una auténtica pesadilla y llevarnos a situaciones de extrema tensión. ¿Qué hacer en tal circunstancia si se presenta la posibilidad de cometer una “pequeña maldad”? Pues la respuesta parece evidente, llevarla a cabo, más aún cuando nos enteramos por los medios —aunque debemos ser muy cautos con las “noticias” que nos ofrecen— que aquellos que tienen el poder de gestionar nuestras vidas también se atreven a cometer esas maldades, aunque seguramente no sea por ansiedad o frustración, sino porque se saben impunes. El caso es que necesito que arreglen el fregadero de la cocina y mis artes en el bricolaje son escasas, o el tiempo que mi esclavizante empleo me otorga es insuficiente, así que no me queda más remedio que recurrir a un especialista que se presenta en mi casa con el objeto de llevar a cabo dicha reparación. A nadie, y digo nadie sin ánimo de equivocarme, se le ocurre pedir factura para que el impuesto correspondiente sea declarado por el profesional y nosotros lo asumamos como consumidor finalista. Pues lo entiendo. Por más que me duela reconocer que no es justo, que no es lo que se debe hacer, por más que me duela el hecho de que ese pequeño, o no tanto, porcentaje del trabajo remunerado que serviría para que las carreteras que utilizo puedan mantenerse convenientemente o los hospitales ofrezcan mejor servicio —si somos tan crédulos como para confiar en el hecho de que la finalidad de ese dinero es la mejor posible para la sociedad—, se va a quedar en mi bolsillo.

A veces la frustración que uno siente es tan profunda que, incluso, los que hemos recibido una encomiable educación, sentimos la tentación de cometer maldades, pequeñas maldades, que, incluso nos hacen sentir mal, pero es más fuerte el rencor que sentimos para con el sistema gobernado impunemente por ciertos adalides de la corrupción, de forma que, sintiéndolo mucho, acabamos sucumbiendo a la tentación de cometerlas para sentir, por absurdo que sea, un pequeña dosis de venganza que en realidad no conduce a nada excepto a aplacar sutil y temporalmente nuestro odio… y líbresenos del mal de esas pequeñas maldades, amén.

Imagen de origen desconocido.


Entre Plasencia y Mérida a 16 de junio de 2018.
Francisco Irreverente.

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