Las diatribas de Francisco Irreverente. Aporofobia (parte ii).




Vivimos en sociedad porque, de una u otra forma, confiamos ciegamente, de eso trata la fe, en los principios que hacen que mantengamos una suerte de equilibrio más o menos estable que facilita la convivencia y seguridad —que conste que esto no es exclusivo de las democracias, existe en cualquier sistema político por injusto que nos pueda parecer, aunque se base en el sometimiento y es especialmente sentido en los imperialismos— y por el que tenemos cubiertas nuestras necesidades a cambio de nuestro esfuerzo, de nuestro trabajo, que nos proporciona un rédito en forma generalmente de dinero —cuyo valor es otro acto de fe— para poder sufragar aquello que nos permite seguir viviendo dentro de la sociedad en unos términos considerados, con un vocablo poco preciso pero suficientemente comprensible, como normales. Todo aquello que provoque una alternación de este equilibrio nos importa y preocupa porque, valga la paradójica redundancia, nos desequilibra. Así pues, la introducción de elementos desestabilizadores nos produce reparos. Ahora bien, si estos elementos provocan un incremento de nuestra riqueza económica, por más que pueda generarnos cierto nerviosismo inicial, serán asumidos más pronto que tarde con no sé si gratitud pero seguro que con júbilo y algo de ligereza. De este modo, si nos dicen que viene a nuestro entorno más cercano —ciudad, región o país— un grupo de inversores millonarios, nuestra actitud, salvada la desconfianza inicial provocada por el comportamiento, en ocasiones generalizado, de las clases más privilegiadas, generará en nosotros una abierta aceptación ante estos migrantes. Querremos creer, aunque asumamos que pueden existir ciertas prebendas, que el Sistema, sea el que sea, velará porque se cumpla la ley, incluso a pesar de que puedan producirse situaciones de aplicación de la legalidad, digamos, laxas.  

Ahora bien, si el grupo que se acerca a nuestro entorno más o menos cercano es un grupo de migrantes pobres —estos pueden incluso encontrarse dentro de nuestro propio país—, de forma abierta o velada mostraremos nuestro rechazo, aunque entendamos real y sinceramente que es necesario ofrecer cobijo a este grupo de desamparados, pero nuestro egoísmo social, que no natural e intrínseco a nuestra naturaleza individual, terminará imponiendo en conjunto dicho rechazo. El motivo es sencillo: ese equilibrio social al que hacía referencia anteriormente cobra sentido por el hecho de que cada uno de nosotros —entendidos como unidades sociales— aporta al conjunto su porción de riqueza en forma de conocimiento, habilidades, capacidades e incluso en forma económica para que el resto se vea beneficiado. Se trata de una relación de simbiosis no parásita, pero, claro, cómo es posible que un desamparado y pobre haga su aportación a nuestro grupo. La respuesta, a priori, es sencilla, no puede. Por tanto, lejos de aportar, supondrá una carga que, objetivamente provocará una disminución de la riqueza del conjunto y consecuentemente de la de cada uno de los individuos que conforman el conjunto, esto es, de cada uno de nosotros. No queremos ser más pobres, incluso aunque culturalmente —y posiblemente moralmente— consideremos necesario ofrecer ese cobijo. Se produce, por tanto, en un gran sector de la sociedad un sentimiento contradictorio, al margen de que algunos sientan de forma real —y estúpida— xenofobia y racismo, incluso en sus niveles más sutiles, que opone al probable incremento de nuestra pobreza, el comprensible ofrecimiento de amparo al necesitado. Comenzarán, para justificar nuestro dilema, las acusaciones directas y poco veladas de que esas gentes son ladrones, violadores, borrachos, drogadictos, etc. Sería deseable, en primer lugar, añadir a la poco equitativa acusación, el término tan utilizado en otros contextos de “presuntos” o, como poco, “potenciales”, por injusta que sea esa incriminación, al menos hasta que se produzca algún hecho que permita realizar la correspondiente denuncia. En segundo lugar, si esa pobre gente llega con necesidad y no se le ofrece oportunidad alguna, ¿no parece coherente que se busquen la vida de la forma que puedan —o se les deje—? ¿No es esa la misma actitud que tienen algunos de los que ya cohabitan en nuestra sociedad? Es este el punto en el que aparece el discurso demagógico: «Pues si no vienen con trabajo que no vengan», «Vienen para quitarnos el poco trabajo que tenemos», «Vienen para aprovecharse de nuestra “humanidad” y se inflan a recibir subsidios y prebendas que nosotros no obtenemos», «Tienen más posibilidades que nosotros para acceder a los recursos que el estado pone al servicio de los desamparados», y así toda la consabida retahíla de clichés que subrepticiamente les aplicamos para justificar nuestra aporofobia y tranquilizar nuestras conciencias —para quien la conserve—. Esta es nuestra predisposición, la que de forma natural mostramos como individuos a los más necesitamos y es que, como se ha comentado anteriormente, no queremos ser más pobres y esa posibilidad manifiesta de manos de los migrantes está ahí como si de una espada de Damocles se tratase procurando imponer su certeza auspiciada por el discurso interesado de ciertos sectores de la sociedad.

Imagen de origen desconocido.


Entre Madrid y Atenas a 16 de julio de 2018.
Francisco Irreverente.
https://encabecera.blogspot.com.es/


No hay comentarios:

Publicar un comentario