No es sencillo encontrar una justificación
que se oponga a la actitud aporofóbica que ya forma parte intrínseca de la
sociedad, gracias a la acción nacionalista desmedida. Menos aún si está cargada
de matices xenófobos o racistas, porque, seguramente, nadie quiera escucharla ni
aceptarla, pero, sin embargo, es sencillo encontrar parámetros que permitan
comprender que la llegada de gente con ganas de vivir en paz —esto obviamente
es una valoración subjetiva, pero que considero relevante porque no creo que
nadie quiera emigrar para provocar conflictos— es positiva para las naciones
desarrolladas que apenas tienen población joven que ofrezca nuevas capacidades
al conjunto.
Por tanto, una primera razón evidente es la
demográfica. Uno podría pensar que esa circunstancia puede, si no se produce
una integración suficientemente profunda, terminar con nuestra cultura. Por mí,
genial, nunca creí que nuestra aportación actual a la historia de la humanidad
fuese memorable, aunque bien cierto es que habría que analizar si, en
contrapartida, la aportación de los migrantes, o de esa gente necesitada, es igualmente
merecedora de perpetuarse. No me corresponde a mí criticar esta circunstancia; a
pesar de ello, me atrevo a valorar como la mejor opción de integración la del
mestizaje. Palabra que seguramente provoque urticaria en más de uno, pero que
históricamente se ha mostrado como el mejor sistema para alcanzar grados de
convivencia que permitan el desarrollo pacífico y estable de una sociedad,
incluso aunque se busque esta convivencia a la fuerza por paradójico que pueda
parecer, y si no que le pregunten a los imperios que han venido imponiendo su
ley, pero absorbiendo, asimilando y adaptando culturas y razas a lo largo de la
historia de la humanidad. El exterminio, por otra parte, nunca fue la solución
por más que los fascistas se empeñen en intentarlo una y otra vez. En este
punto, creo necesario hacer una matización: la pirámide poblacional ya podría conformar
una justificación más que suficiente para que la inmigración fuese considerada como
un movimiento poblacional necesario. Antes bien, debemos hacer una
consideración previa y es la de si los recursos existentes en la tierra son
suficientes para soportar la población humana que la habita, pues la naturaleza
no tiene medios, a priori, para regular la demografía humana como, sin embargo,
es capaz de hacer mediante la propia evolución con el resto de especies, puesto
que su adaptación es física y la nuestra, la de los sapiens, intelectual y
consecuentemente mucho más rápida y adaptativa que la del resto, ofreciéndonos
una ventaja competitiva desequilibrante que nos permite enarbolar la bandera
del exterminio con gran solvencia —para con el resto de las especies y
ocasionalmente para con nosotros mismos— por encima de las posibilidades de
control que puede ejercer la naturaleza.
Una segunda razón es la solidaridad entendida
en una doble vertiente: histórica y humana. Empezaremos por la histórica, mucho
más sencilla de asimilar por obtusa que algunos quieran mostrarla para defender
intereses particulares. No ha habido ni habrá nación que no haya ocupado un
lugar de privilegio económico con respecto a las demás en algún momento, por
tanto, en algún momento, nosotros, ricos ahora, podremos estar en condición de
desventaja con respecto al resto. Esta circunstancia no nos asegura que, si
ahora ofrecemos ayuda, en el futuro nos la vayan a ofrecer a nosotros, pero es
más probable que, de mostrar solidaridad en la actualidad, en el futuro nos la
muestren. Es una sencilla derivada de la memoria social histórica, aunque
ofrezca una visión interesada de nuestra predisposición a ofrecer cobijo;
recordemos que nuestra sociedad sufre la enfermedad del egoísmo social. Al
menos así no nos hacemos serviles de ella. La segunda interpretación de la
solidaridad como argumento para ofrecer ayuda a los desamparados es más
compleja de entender porque parte de principios inventados por los seres
humanos para alcanzar un cierto nivel de equilibrio en la convivencia social
que debemos mantener. Además, este principio de solidaridad lo absorben como
propio ciertas confesiones religiosas que lo utilizan con variantes para
ofrecer creencias variopintas a sus seguidores doblegando desde la moral manipulada
la conducta de los humanos mediante el uso rituales y sacrificios. En realidad,
es mucho más sencillo y no requiere demasiada explicación más allá de la
asunción de una condición no natural, pero sí racional propia en exclusividad
del ser humano. La humana es una especie social, no puede vivir de forma
aislada pues pierde su capacidad de desarrollo que le ha permitido, por ahora,
extenderse y perpetuarse como ninguna otra especie lo ha hecho en la historia
de la naturaleza por más que nuestra presencia en el mundo sea realmente breve
con respecto a la edad de la tierra. Por tanto, mientras que seamos seres
sociales que necesitemos de la colaboración entre nosotros para mejorar en nuestro
desarrollo —seguramente sería necesario plantear cuál es el desarrollo que
queremos o que necesitamos—, la solidaridad es prácticamente una obligación
para nosotros, sin duda lo es en su carácter social, pues como la historia se
ha encargado de demostrar solo las sociedades en las que sus miembros han
coadyuvado en su desarrollo —descontando los elementos parásitos que siempre
existen— son las que han prosperado más, aunque lo hayan hecho bajo sistemas
políticos totalitarios. En consecuencia, la solidaridad es necesaria para
perpetuar nuestra especie, si es que eso es algo que queramos.
Otro argumento interesante para ofrecer ayuda
al migrante con necesidades es el equilibrio geopolítico. Los desequilibrios profundos
existentes entre las distintas sociedades, potenciados por los alardes de los
países desarrollados ante los que se encuentran en vías de desarrollo que descubren
formas de vivir que ofrecemos como inmejorables, únicas, exclusivas y exitosas,
provocan una elevada presión social que, si bien por el momento se manifiesta
en forma de movimientos migratorios, puede llegar a desencadenar
manifestaciones de carácter belicoso con grandes derramamientos de sangre en
las que el que no tiene nada, nada tiene que perder, posiblemente ni su vida y
no le importará entregarla a cambio de intentar mejorar la de los suyos. La
violencia puede ser una válvula de escape para los más pobres de la que
conviene tomar consciencia. No olvidemos que la sangre es la base de cualquier
cultura impuesta por muy asumida que la tengamos. Este argumento pone de
manifiesto nuevamente el parámetro egoísta existente en la sociedad, en
apariencia contrapuesto al solidario, pero la sociedad es sumamente compleja y,
por supuesto, poliédrica, con lo que resulta pueril intentar reducirla a
conceptos simples y unívocos. Además, en estas circunstancias es muy sencillo
realizar llamamientos dogmáticos en nombre de divinidades inventadas que
ofrezcan, tras la muerte, un mundo mejor al que tenemos en la tierra. Establezcamos una comparación aquí con las
especies animales para entender el alcance de estos hechos: ningún burro
aceptará entregar su lechuga a cambio de más lechugas tras su muerte, pero los
humanos somos capaces de entregar la nuestra, aunque sea la única que tenemos,
a cambio de la promesa de obtener más tras nuestra muerte, en una suerte de
paraíso ficticio al que solo se accede por la vía de la sumisión moral y la
obediencia crédula.
Imagen de origen desconocido.
Entre Bar y Dubrovnik a 20 de julio de 2018.
Francisco Irreverente.
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