Las diatribas de Francisco Irreverente. Aporofobia (parte iii).




No es sencillo encontrar una justificación que se oponga a la actitud aporofóbica que ya forma parte intrínseca de la sociedad, gracias a la acción nacionalista desmedida. Menos aún si está cargada de matices xenófobos o racistas, porque, seguramente, nadie quiera escucharla ni aceptarla, pero, sin embargo, es sencillo encontrar parámetros que permitan comprender que la llegada de gente con ganas de vivir en paz —esto obviamente es una valoración subjetiva, pero que considero relevante porque no creo que nadie quiera emigrar para provocar conflictos— es positiva para las naciones desarrolladas que apenas tienen población joven que ofrezca nuevas capacidades al conjunto.

Por tanto, una primera razón evidente es la demográfica. Uno podría pensar que esa circunstancia puede, si no se produce una integración suficientemente profunda, terminar con nuestra cultura. Por mí, genial, nunca creí que nuestra aportación actual a la historia de la humanidad fuese memorable, aunque bien cierto es que habría que analizar si, en contrapartida, la aportación de los migrantes, o de esa gente necesitada, es igualmente merecedora de perpetuarse. No me corresponde a mí criticar esta circunstancia; a pesar de ello, me atrevo a valorar como la mejor opción de integración la del mestizaje. Palabra que seguramente provoque urticaria en más de uno, pero que históricamente se ha mostrado como el mejor sistema para alcanzar grados de convivencia que permitan el desarrollo pacífico y estable de una sociedad, incluso aunque se busque esta convivencia a la fuerza por paradójico que pueda parecer, y si no que le pregunten a los imperios que han venido imponiendo su ley, pero absorbiendo, asimilando y adaptando culturas y razas a lo largo de la historia de la humanidad. El exterminio, por otra parte, nunca fue la solución por más que los fascistas se empeñen en intentarlo una y otra vez. En este punto, creo necesario hacer una matización: la pirámide poblacional ya podría conformar una justificación más que suficiente para que la inmigración fuese considerada como un movimiento poblacional necesario. Antes bien, debemos hacer una consideración previa y es la de si los recursos existentes en la tierra son suficientes para soportar la población humana que la habita, pues la naturaleza no tiene medios, a priori, para regular la demografía humana como, sin embargo, es capaz de hacer mediante la propia evolución con el resto de especies, puesto que su adaptación es física y la nuestra, la de los sapiens, intelectual y consecuentemente mucho más rápida y adaptativa que la del resto, ofreciéndonos una ventaja competitiva desequilibrante que nos permite enarbolar la bandera del exterminio con gran solvencia —para con el resto de las especies y ocasionalmente para con nosotros mismos— por encima de las posibilidades de control que puede ejercer la naturaleza.

Una segunda razón es la solidaridad entendida en una doble vertiente: histórica y humana. Empezaremos por la histórica, mucho más sencilla de asimilar por obtusa que algunos quieran mostrarla para defender intereses particulares. No ha habido ni habrá nación que no haya ocupado un lugar de privilegio económico con respecto a las demás en algún momento, por tanto, en algún momento, nosotros, ricos ahora, podremos estar en condición de desventaja con respecto al resto. Esta circunstancia no nos asegura que, si ahora ofrecemos ayuda, en el futuro nos la vayan a ofrecer a nosotros, pero es más probable que, de mostrar solidaridad en la actualidad, en el futuro nos la muestren. Es una sencilla derivada de la memoria social histórica, aunque ofrezca una visión interesada de nuestra predisposición a ofrecer cobijo; recordemos que nuestra sociedad sufre la enfermedad del egoísmo social. Al menos así no nos hacemos serviles de ella. La segunda interpretación de la solidaridad como argumento para ofrecer ayuda a los desamparados es más compleja de entender porque parte de principios inventados por los seres humanos para alcanzar un cierto nivel de equilibrio en la convivencia social que debemos mantener. Además, este principio de solidaridad lo absorben como propio ciertas confesiones religiosas que lo utilizan con variantes para ofrecer creencias variopintas a sus seguidores doblegando desde la moral manipulada la conducta de los humanos mediante el uso rituales y sacrificios. En realidad, es mucho más sencillo y no requiere demasiada explicación más allá de la asunción de una condición no natural, pero sí racional propia en exclusividad del ser humano. La humana es una especie social, no puede vivir de forma aislada pues pierde su capacidad de desarrollo que le ha permitido, por ahora, extenderse y perpetuarse como ninguna otra especie lo ha hecho en la historia de la naturaleza por más que nuestra presencia en el mundo sea realmente breve con respecto a la edad de la tierra. Por tanto, mientras que seamos seres sociales que necesitemos de la colaboración entre nosotros para mejorar en nuestro desarrollo —seguramente sería necesario plantear cuál es el desarrollo que queremos o que necesitamos—, la solidaridad es prácticamente una obligación para nosotros, sin duda lo es en su carácter social, pues como la historia se ha encargado de demostrar solo las sociedades en las que sus miembros han coadyuvado en su desarrollo —descontando los elementos parásitos que siempre existen— son las que han prosperado más, aunque lo hayan hecho bajo sistemas políticos totalitarios. En consecuencia, la solidaridad es necesaria para perpetuar nuestra especie, si es que eso es algo que queramos.

Otro argumento interesante para ofrecer ayuda al migrante con necesidades es el equilibrio geopolítico. Los desequilibrios profundos existentes entre las distintas sociedades, potenciados por los alardes de los países desarrollados ante los que se encuentran en vías de desarrollo que descubren formas de vivir que ofrecemos como inmejorables, únicas, exclusivas y exitosas, provocan una elevada presión social que, si bien por el momento se manifiesta en forma de movimientos migratorios, puede llegar a desencadenar manifestaciones de carácter belicoso con grandes derramamientos de sangre en las que el que no tiene nada, nada tiene que perder, posiblemente ni su vida y no le importará entregarla a cambio de intentar mejorar la de los suyos. La violencia puede ser una válvula de escape para los más pobres de la que conviene tomar consciencia. No olvidemos que la sangre es la base de cualquier cultura impuesta por muy asumida que la tengamos. Este argumento pone de manifiesto nuevamente el parámetro egoísta existente en la sociedad, en apariencia contrapuesto al solidario, pero la sociedad es sumamente compleja y, por supuesto, poliédrica, con lo que resulta pueril intentar reducirla a conceptos simples y unívocos. Además, en estas circunstancias es muy sencillo realizar llamamientos dogmáticos en nombre de divinidades inventadas que ofrezcan, tras la muerte, un mundo mejor al que tenemos en la tierra.  Establezcamos una comparación aquí con las especies animales para entender el alcance de estos hechos: ningún burro aceptará entregar su lechuga a cambio de más lechugas tras su muerte, pero los humanos somos capaces de entregar la nuestra, aunque sea la única que tenemos, a cambio de la promesa de obtener más tras nuestra muerte, en una suerte de paraíso ficticio al que solo se accede por la vía de la sumisión moral y la obediencia crédula.


Imagen de origen desconocido.


Entre Bar y Dubrovnik a 20 de julio de 2018.
Francisco Irreverente.

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