Apareció sin avisar, como quien no quiere la
cosa. Estaba detrás de la puerta de casa, esperando, paciente, semioculto en el
umbral, pero dejándose ver, incluso con la puerta cerrada podía percibirse su
silueta. Asomó un día que estábamos reunidos, no sé si éramos cuatro, cinco o
seis, sé que éramos algunos y que nos sorprendió su llegada. Nadie le esperaba,
nadie le espera nunca, por más que todos sepamos que ha de llegar.
«Vete, márchate, no te queremos aquí», «¿Qué
has venido a hacer?», «No te hemos llamado, no sabemos quién eres, ni tenemos
interés en saberlo», «Déjanos en paz», «Deja de mirar a través de las ventanas,
no te asomes más», «Maldito seas», «Tu rostro nos resulta desagradable», «Largo»,
esa era la retahíla de frases que día tras día comencé, comenzamos, a decirle,
incluso alguno —entre ellos yo mismo— pensamos «Muérete», pero no nos atrevimos
a decirlo por si resultaba que quien creíamos que era, era. A pesar de la
repulsión que nos causaba, debo reconocer, sin embargo, que era hermoso —o
hermosa, resulta difícil precisar—, probablemente como consecuencia de su
refulgente brillo que provocaba una extraña curiosidad que nos impregnaba; era bello
de rostro en su curiosa indefinición de rasgos; esbelto y ágil en sus
movimientos, incluso a pesar de que no solía moverse, lo que hacía difícil seguirle
con la mirada pareciendo escurridizo cuando en realidad éramos nosotros quienes
no le fijábamos, seguramente por miedo, tal vez por odio, con la vista. Apenas
si alcanzábamos a entender por qué había aparecido, por qué señalaba con su
dedo y no respondía a mi, a nuestras, interpelaciones. Su silencio era, sin
lugar a duda, lo más aterrador, su ausencia de respuestas, sin apenas torcer el
gesto ante nuestros reproches, ante nuestros insultos, ante nuestras súplicas.
Su falta de empatía, su rostro impávido, pero, al tiempo, sereno, incluso
insolente, nos desesperaba, nos hacía recelar, dudar de todo: de nuestra fe, de
nuestro amor, de nuestras convicciones más profundas e inamovibles en
apariencia.
Un día, sin más, de la misma forma que vino,
comenzó a musitar una palabra. Nadie era capaz de entenderla. No sé si por
miedo, o por mórbida curiosidad comenzamos a preguntarle qué decía. No respondió
nunca. Sin embargo, le oíamos a todas horas, en todo momento. Nos tapamos los oídos,
pero no logramos dejar de escucharle. «Qué es lo que dices», «Deja ya de molestarnos»,
«Cállate», pero no logramos que nos obedeciese. Siguió susurrando esa
ininteligible combinación de ruidos que, al unísono, sonaban, tal vez como un
nombre, tal vez como un gruñido, tal vez como una súplica, tal vez como una
histriónica letanía.
Salí, salí a hablar con él, salí a hablar con
ella. Salí a preguntarle, mirándole a la cara, a esos ojos difusos, borrosos,
alejados de la realidad, alejados de la vida, aquello que, en la distancia,
desde casa, todos y cada uno de nosotros le habíamos estado preguntando durante
tantos días, durante tantas horas, durante tantos minutos. Reconozco que un
miedo atroz me envolvió cuando me vi frente a él, frente a ella. No supe qué
decir por más que tenía claro el mensaje que había repetido incansable durante todo
ese tiempo. Tuve la sensación, durante un breve instante, de comprender, de
entender qué era lo que hacía allí y qué era lo que estaba diciendo. En es
preciso momento, el tiempo quiso detenerse, aunque fue el mismo tiempo quien
impidió que eso ocurriera y me vi justo donde estaba, en el umbral de mi casa,
de nuestra casa, ante una figura etérea pero real, tan real como la vida, tan
real como la muerte, como ella misma.
«Si eres quien quieres hacerme creer que eres,
debes marcharte. Aquí no eres bienvenida —le dije entre sollozos—. No pierdas
tu tiempo buscando el nuestro porque tu tiempo es infinito y ahora no necesitas
el nuestro. Es una miseria que no te reportará nada, pero para nosotros lo es
todo. Así que vete». Me miró, juro que me miró. Entonces me vi reflejado en sus
pupilas que eran tan negras que casi me absorbieron, tal vez hubiera sido lo
mejor, pero no fue eso lo que ocurrió. Siguió mirándome, pero ya no me veía,
sin pronunciar más que la retahíla que venía balbuciendo desde hacía algunos días,
no dejó de susurrar ni siquiera en el preciso instante en que me miró, aunque
tan solo fue eso, un breve —o largo— instante, y después, nada, dejó de
mirarme, aunque sus ojos no se movieron, y nada más. No detecté ni el más mínimo
gesto en su cara, ni un rictus de sorpresa o compasión en su rostro sin arrugas,
pero viejo, tan viejo como la vida, tan joven como la muerte. No sé cuánto
tiempo transcurrió desde que comprendí que no iba a contestarme, que no iba a
volver a mirarme, que en realidad no me veía, que apenas si entendía qué hacía
allí y qué era lo que tenía delante —yo—. Solo sé que se alejó sin dejar de
pronunciar esa palabra ininteligible para mí. Cada vez estaba más lejos, pero
sentía que su presencia permanecía frente a mí, a escasos centímetros de mi
rostro, la sentía fría y desolada, pero sobre todo eterna, la sentía eterna,
dentro de mí, dentro de todos. No dejó de estar frente a mí ni siquiera cuando
ya no podía verla. Entonces me di la vuelta y entré en mi casa, en nuestra
casa. Sonreía con tristeza.
Imagen libre encontrada en internet.
Entre Plasencia y Mérida a 19 de mayo de 2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera