Ayer cometí el imperdonable error,
imperdonable y temerario, de poner la televisión; sí, ese instrumento devorador
de mentes y manipulador de cerebros capaz de tergiversar y retorcer los hechos
hasta transformarlos en otros, literalmente. Solo fueron unos minutos, lo
prometo, no más de diez, porque no pude soportar la tortura a la que se vio
sometida mi razón, consecuencia de la sinrazón. Resulta sorprendente comprobar
como en un mismo escenario dos grupos de personas, aparentemente educados y
formados, puede confrontar el mismo hecho narrándolo de forma diametralmente
opuesta. No hablo de la interpretación del hecho, cosa que, en fin, podría ser
justificable, hablo del hecho en sí. La historia es una sucesión de hechos que
deben ser transcritos para que el mundo los conozca, para que los científicos
—sí, los historiadores los son— los analicen y concluyan al respecto de estos
lo que consideren, pero esto último ya no es estrictamente historia. La
interpretación de esos hechos es solo una parte de la historia, importante y
trascendental, seguramente determinante, e influyente en exceso la mayor parte
de las veces. A esta lectura interpretativa de los hechos podríamos llamarla
dialéctica histórica, pero no es la historia en sí. Hablar de verdad o mentira
es sumamente relativo cuando lo que se quiere contrastar no son los hechos,
sino sus interpretaciones, consecuencias o efectos. Ahí siempre tendrán las de
ganar los que ostenten el poder de manipular e influir sobre la ciudadanía. Pero
negar las evidencias es burdo, indecente y, sobre todo, peligroso, muy
peligroso, puesto que las consecuencias inmediatas para los que detecten el
engaño es, como mínimo, la desconfianza que deriva en desarraigo,
desentendimiento y desidia como males menores; en el extremo contrario esa
desconfianza termina en lucha por imponer la verdad del hecho, aunque en esas
no estamos puesto que esta sociedad tiene una elevadísima capacidad de absorber
mierda —disculpen la escatología, pero no encuentro mejor término para nombrar
lo que quieren que traguemos—. En el extremo contrario están los que aceptan la
versión contraria, sobre quienes, indefectiblemente aparecen los mismos
sentimientos, pero contra el agente acusador. En definitiva, esta situación kafkiana
produce de forma invariable el mismo malestar en todos los sectores de la
sociedad, excepto en aquellos que se concentran, gracias al mismo sistema manipulador,
en el pan y circo —o fútbol—.
Parece que existe una preocupación incipiente
en nuestros políticos por atajar las numerosas falacias vertidas en las redes sociales
de comunicación y parece que las medidas que quieren tomar se centrarán en los
medios usados a través de la red para ofrecer esa desinformación. ¡Menuda
hipocresía!, como si no encontrásemos la misma cantidad de mentiras y
manipulaciones en la televisión o en la prensa, o incluso —lo cual es mucho más
grave, aunque se manifieste de forma sutil— en los libros que dicen llamarse de
historia utilizados para educar a las futuras generaciones. La justificación ofrecida
a esta predisposición negativa contra la red es la fuerte capacidad de influir
en las decisiones que toma la gente, a lo que añadiría: contrarias al interés
político. ¿Cuál es el verdadero problema? Es sencillo, la incapacidad que tiene
la política, coadyuvada por los sectores de poder, de controlar estos medios,
ya que son demasiado recientes y estos sectores no están del todo al día —consejo:
chicos, hay que actualizarse en lo que se refiera a la innovación— y, como
consecuencia de ello, controlar el giro de los hechos hacia sus intereses, lógicamente
partidistas.
Siempre me ha resultado vergonzoso el hecho
de que dos personas o grupos de personas—normalmente de público calado, sean o
no políticos, pero con marcada filiación— hablando, o discutiendo, sean capaces
de defender posiciones contrarias, que no opiniones, sobre el mismo hecho. El
ejemplo más apropiado y de candente actualidad es la contraposición «Has robado»
frente al «No he robado» —léase por robo, malversación, cohecho, prevaricación,
etc.—. El hecho en sí es axiomático: un robo. Si se ha producido, se ha
producido, con lo que, si los actores niegan el hecho, deben ser otros los que
han cometido el delito, pero si alguien demuestra su autoría, negarlo es mentir,
salvo que yo esté confundido en esta evidente relación de causa efecto, lo que
ocurre es que, al parecer, mentir sale barato gracias a nuestra memoria de pez.
Si dije que no fui, alguien me acusará hoy y tal vez mañana de mentir, pero
tengo por seguro que pasado mañana lo habrán olvidado porque impondré otra
noticia, o tergiversaré la anterior, basándome en la volubilidad del pasado, o
sencillamente diré no recordarlo, tanto da. Otra de las ramificaciones de la
tergiversación de los hechos está en su disolución con palabrería, con falsas acusaciones
devueltas —o puede que ciertas—, o con falacias más exageradas, es decir, con
la utilización de más cantidad de basura para tapar la basura, por más que la
pestilencia lo atufe todo. Eso no importa si consigo que mi traje solo muestre
mierda en los bajos, ya que siempre voy a hablar alto y claro para que me miren
a la cara. «La procedencia del olor es harina de otro costal que yo no llevaré»,
debe pensar el afectado.
Imagen: Fragmento del cartel de la obra “Memoria
de pez rojo” de la compañía A Poc A Poc.
En Mérida a 27 de mayo de 2018.
Francisco Irreverente.