Una historia de vida.




Una mujer y un hombre están abrazados, de pie, en la acera. Al lado de un colegio, en frente de un estadio, cerca de un parque. No es un día hermoso, ni triste. No diluvia, ni resplandece el sol. Es un día normal, como cualquier otro. Ella llora, él la consuela, si es que hay consuelo para ciertos dolores. Los sollozos apenas la dejan hablar: balbucea historias, recuerdos, añora momentos. Él no necesita oírlos, los conoce. Ella necesita decirlos, le ayuda.

Este no es el principio de la historia, ni el final. «¡Vaya historia!», podrá alguien pensar si comenzando a leerla no estamos en el inicio ni reconocemos el final, «¡Menuda historia esa!», podría alguien decir que no determina el tiempo en que se desarrolla ni precisa el lugar, pero tiene que ser así porque esta historia no debe comenzar ni ha de finalizar. Esta historia es tal y como se lee, tal y como se escribe, tal y como se vive, porque esta historia es vida, sin más y sin menos. Esta historia cuenta un momento muy breve de la vida de una persona que ni siquiera está presente en la acera, al lado del colegio, en frente del estadio, cerca del parque, aunque no es ajena a los abrazados. Está presente en ellos, está con ellos y siempre lo estará, aun cuando, en apariencia, ya no esté. Incluso en ese instante seguirá estando, porque la vida no se reduce a respirar, comer, hablar, no: la vida trasciende a nuestro propio ser. Esa es, precisamente, la verdadera diferencia entre los humanos y el resto de seres vivos. Ellos necesitan perpetuarse en vida, nosotros vivimos para siempre gracias a nuestra memoria. Nuestra existencia es la existencia de nuestros recuerdos y nuestros recuerdos son imborrables porque no pertenecen solo a uno, son de todos y en todos permanecen por muy reducido que pueda llegar a ser el conjunto de personas que saben de la existencia de alguien. Tampoco importa que mañana ya no quede nadie que recuerde a quien ya no está, habrá estado y eso le otorga el don de seguir estando: estar es seguir estando, por siempre jamás. Nadie olvidará aun cuando ya no quede nadie que recuerde porque, sencillamente, estuvo. Esa es nuestra vida, es la condición de nuestra vida, la que nos señala como parte de un universo que se escapa a nuestro entendimiento, pero no al de la humanidad y es ahí, solo ahí, donde nuestra vida es eterna, inagotable, inextinguible. Ahí es donde estamos todos y seguiremos estando por siempre, poseamos o no la vida que nuestro cuerpo comprende como real, la que percibimos a través de los sentidos. Estamos destinados a vivir nuestra propia eternidad.

Siguieron abrazados, durante algún tiempo, incierto, impreciso, el necesario, el que necesitaban. Dejaron de hablar, compartieron lágrimas, las que cayeron de uno resbalaron en la mejilla del otro y las que salieron del otro mojaron los labios del uno. Cuando deshicieron el abrazo, cuando desenredaron sus cuerpos, anduvieron un rato, no mucho, tenían un destino cercano, pero bien podría haber sido distante, alejado, al otro extremo del mundo, tan lejos como les hubiera permitido sus cuerpos. No habrían notado el cansancio extremo producido por el largo camino por más que hubiera querido manifestarse porque hay caminos que no cansan y este era uno de esos. Llegaron, hicieron, volvieron. La pena, que siempre existe y existirá, incluso cuando nuestra mente sea consciente de nuestra eternidad, no desapareció, no se mostró ausente, siguió prendida de sus corazones como una maldita garrapata que absorbe nuestros momentos felices y los quiere echar al saco del olvido. Pero no, esta vez no, esta vez no lo iban a permitir. Esa pena devastadora, esa pena atroz, sería derrotada por los recuerdos: los de una vida feliz, los de una vida plena, sin matices, sin paliativos, a pesar de que cualquier vida tenga momentos tristes, momentos dolorosos, momentos de aflicción que nos hacen sufrir, pero nos convierten en seres valientes, más fuertes, poderosos, eternos.

La vida siguió para ellos, para todos, con sus encuentros y desencuentros, con sus tinturas, con su forma poliédrica incomprensible incluso para el más avezado geómetra. La vida no podía terminar aquí, ni lo haría allí. La vida proseguiría en ellos, en los suyos, en los existentes y en los desaparecidos, compartida, común, inexplicable y paradójicamente viva. Y ellos y todos los demás seguirían vivos, eternamente vivos.


Imagen: Antonio Marín Segovia.


En Plasencia a 2 de junio de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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