Me sorprendéis, realmente me
sorprendéis. No guardáis rencor, por nada. No sé si esto es exclusivamente vuestro,
lo que os convertiría en unos hijos muy especiales —cosa que, por descontado,
sois— o si es una cuestión común a todos los niños pequeños, hasta no sé qué
edad. Me asombra el hecho de que no aparezcan signos de inquina en vosotros tras
una discusión en la que se os prohíba algo porque vuestro comportamiento no se
ajuste a las normas que nosotros, como padres, ponemos —o, a veces, imponemos— pues
lo consideramos nuestro deber, tras un desencuentro con algún pequeño amigo que
no ha querido prestaros un juguete o que ha decidido tomar prestado uno vuestro
sin permiso, o tras una riña entre vosotros por una falta de entendimiento que para
los mayores sería a todas luces absurda, pero que en vosotros adquiere
dimensiones épicas. En un breve período de tiempo, a veces casi imperceptible,
otras veces algo más largo, desaparece el problema tras el preceptivo llanto,
unos gritos, un pataleo o una rabieta, y pareciera que nunca hubiese surgido
ese problema, con lo que la alegría y la felicidad vuelve a vuestros rostros.
Desconozco si lo olvidáis, o si lo asumís como algo normal, en el sentido más
estricto del término; desconozco si ese olvido o, en su caso, asunción, forma
parte de vuestras maravillosas mentes por gracia de la gentil naturaleza que
quiere defenderos en vuestros primeros pasos por ella del sufrimiento al que os
veréis abocados en la vida y del que el rencor, como os explicaré, forma parte ineludible.
Lo que sí que sé es que en algún momento esta ausencia de rencor aparecerá en
forma de resentimiento que acompañará a todo aquello provocado por quienes os
fuercen a hacer algo que no os guste, o provoquen en vosotros reacciones que no
deseáis, o sencillamente os insulten, o abusen de vuestra confianza, u os
maltraten, u os mientan. Ese sentimiento profundo, oscuro y arraigado de enfado,
tan persistente y tenaz que parece no tener fin, se irá acumulando transformándose
paulatinamente en odio y deseo de venganza hacia quien ha provocado en vosotros
ese dolor, convirtiéndoos en presos de esa emoción hasta anularos.
A lo largo de vuestra vida sufriréis,
seguramente mucho, desde luego más de lo que yo quisiera, pero eso forma parte
de la existencia. Estoy seguro de que ese sufrimiento os va haciendo cada vez más
fuertes, más capaces, os hará madurar y os ayudará a convertiros en personas de
provecho, personas que aporten al mundo más de lo que el mundo pueda aportaros
a vosotros. Sin embargo, ese sufrimiento, cuando es provocado por alguien puede
convertirse en odio hacia esa persona, haya o no sido consecuencia de un acto
justo o injusto —tocará preguntarse en otro momento qué es eso de la justicia—.
Y esa conversión hacia el odio desde el sufrimiento es sencillamente un
mecanismo de defensa, de protección, para que la amargura y la rabia que sentiréis
por vuestro dolor derive en un profundo resentimiento a la otra persona,
causante de vuestro malestar, y os libere… a priori, porque si esa emoción
persiste os atrapará y no os dejará libre provocando en vosotros todavía más
dolor, más sufrimiento y os abrirá una herida que el propio rencor no permitirá
que cicatrice sin dejar que la situación dolorosa pase a formar parte de
vuestra memoria y provocará que permanezca presente en vosotros por siempre. El
rencor es una emoción no resuelta, que nos somete y bajo cuyo yugo soportamos
permanentemente la desolación que originalmente sufrimos causada por otro. Ese
rencor provocará en vosotros un horrible deseo de venganza hacia el causante
original del dolor, una fuerte agresividad contra quien provocó vuestro
sufrimiento y un odio profundamente arraigado contra quien os lo hizo pasar
mal, por más que este último ni siquiera se acuerde ya de lo que hizo. Hete aquí
una de las claves para superar este conflicto que intentará ahogaros. El deseo
de sufrimiento del otro, la venganza no resuelta —o incluso puede que
ejecutada— nunca mitigará vuestro dolor, pues el dolor ajeno no calmará el
vuestro.
Si alguien provoca en ti sufrimiento,
exprésaselo, cuéntaselo, dile que te ha hecho daño. Tal vez ese daño es, en
cierto modo, necesario porque provoca en ti un aprendizaje que te ayudará en la
vida, tal vez es inevitable que sufras en ese instante para comprender ciertas
cosas, sobre todo cuando quien provoca ese dolor en ti, no tiene verdaderamente
la intención de causarlo, sino que busca una reacción para que mejores. De otra
parte, si quien te hace sufrir lo hace de forma malintencionada tal vez no
quieras, ni debas —o puedas— contárselo, pero no conserves ese sufrimiento,
tampoco lo olvides, sencillamente —qué fácil es decirlo, lo sé— acéptalo como
algo que no puede ser cambiado, por terrible que pueda parecerte, ha ocurrido,
es duro, pero ya no volverá a pasar —no lo vas a consentir— y libérate de ese
sufrimiento que quiere arraigarse en ti utilizando el rencor como catalizador
de tu dolor e intenta seguir con tu vida que tiene tanto que ofrecerte y es
mucho más hermosa que cualquier recuerdo doloroso que quiera aferrarse a tu
presente.
Si mientras paseas alguien te empuja
y te caes, levántate y sigue caminando, no permanezcas sentado ni hagas
presente eternamente el dolor de la caída. Si sientes deseos de empujarle tú a
modo de venganza, no lo hagas, su dolor no hará desaparecer el tuyo. Procura no
acercarte a esa persona más, no le des la oportunidad de hacerte sufrir de
nuevo, incluso puedes optar por enfrentarte a ella y hacerle ver que te ha
causado un dolor absurdo, sin sentido. Recuerda lo que ocurrió, pero que el
resentimiento hacia esa persona no haga que estés permanentemente en el suelo
dolorido. Lucha por diferenciar al que te empuja del que quiere ayudarte a que
no te caigas, este último también puede hacerte daño, pero esa no será su
intención. A veces no es fácil distinguir a uno de otro y esto puede provocar
que en ambas situaciones uno desee el mal ajeno. En ningún caso es bueno, solo
que de aquel que quiere tu bien no deberías huir porque no busca tu dolor sino
tu mejora, por más que pueda haberte hecho daño, a pesar de que su intención
haya sido evitarte un sufrimiento mayor. También encontrarás a quienes te hagan
sufrir sin que ese haya sido su deseo. No muestres resentimiento ante ellos si
se disculpan ante ti. Frente a estos solo cabe aceptar su error, no les guardes
rencor si su perdón es sincero. Tampoco es sencillo saber si dicen la verdad,
pero la certeza absoluta no forma parte de nuestra idiosincrasia. Somos lo que
somos, seres contradictorios llenos de sentimientos y emociones, a veces discordantes,
a veces complementarias y es absurdo intentar aislarlas y encontrarles una explicación
comprensible. Lucha, en cualquier caso, por superar el resentimiento que querrá
imponerse en ti cuando alguien te haga sufrir. No guardes rencor, no te dejará
vivir en paz e impedirá que seas feliz.
A mis hijos.
Fotografía: www.ngasih.com
Mérida a 13 de mayo de 2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera