Hace algún tiempo que no encuentro mejor
regalo, por más que intente buscarlo en los pocos ratos que me expolio a mí
mismo, que mi tiempo, mi propio tiempo. Alguien podría pensar que es algo
presuntuoso decir que el presente más valioso que se puede ofrecer es el tiempo
de uno mismo. En mi caso no es por vanidad, es una máxima tan real como la vida
misma que, tras esta justificación, innecesaria a todas luces, pretende ofrecer
con estas frases, reflejo de ese tiempo que es un regalo: mi agradecimiento a mis
madres.
Las madres no son ni buenas ni malas, al
menos eso es lo que se dice, solo son madres, aunque ese término en sí, para mí
solo puede tener connotaciones positivas. A veces pienso que no merezco las
madres que tengo por más que cada día deba pararme a reflexionar sobre ellas y
valorar todo lo que me han dado, y siguen dándome, sin esperar, y esto es lo
sorprendente, nada a cambio, tal vez solo una sonrisa y la certeza de que me
hacen feliz. Este hecho, lejos de ser un tópico, lejos de estar manido, es una
realidad hermosa, maravillosa, más aún en los tiempos que corren en los que
resulta algo insólito, digno de estudio: dar sin esperar recibir, dar por el
hecho de ser madre, de ser mujer, dar porque se ama, porque se quiere.
Sí, madre no hay más que una, y yo la tengo y
la quiero, a pesar de las discusiones, que ya desaparecieron, y de los
desencuentros que, si se dieron, se olvidaron, es lo que tiene el amor. Sin
embargo, tengo la suerte de tener —y haber tenido— más madres, así que este
regalo en forma de escrito es para todas ellas. Y ojo, no pretendo que se
comparta por ahorrar tiempo, válgame; si no que me parece que este es el mejor
homenaje que puedo hacerles un día como hoy, que es un día como ayer para ellas
y que será un día como mañana, porque las madres son madres siempre, no conocen
el descanso y ejercen —y comparten— su oficio con su vida, hete aquí su
grandeza, a la que añado con admiración su ejercicio incondicional y dedicado.
Mi madre está ahí, lo estuvo y siempre, siempre,
lo estará. Eso no tiene precio, ahí no hay falta de tiempo, ni de dedicación,
así que mi ofrecimiento es pequeño comparado con lo que he recibido. Es la que
me dio la vida —menuda servidumbre para mí—, me trajo al mundo, me enseñó a ser
quien soy y lo que soy. Eso no la hace responsable de mí, al menos ya no, pero nunca
podré recibir mayor regalo que este, aunque haya recogido otro, como explicaré después,
que está a la altura. Mi madre es el amor que me entregó, el que encontré desde
que nací. Ella es mujer, es humana, siente y como tal, igual que ama, sufre, así
que nadie tiene el derecho de exigirle más de lo que da, excepto ella que es la
más severa consigo misma. Nunca podré compensarla por su presente, que soy yo
mismo. Eso quedará en mi debe, pero sé que ella jamás me exigirá un resarcimiento.
Mi mejor agradecimiento será que pueda verme feliz: soy feliz.
Mi abuela, mi yaya, estuvo ahí y siempre, siempre, lo estará.
Fue mi segunda madre y, en ocasiones, casi —¡madre!, entre sonrisas, insisto en
el “casi”— la primera, la vida tiene esas cosas: no contenta con darme una
madre, me ofreció una segunda nada más nacer. Ella no me dio la vida, pero me
ayudó a conservarla, a entenderla, a cuidarla, a respetarla. Lo hizo sin
esfuerzo —qué gran mentira— con tesón, con dedicación y, sobre todo, con amor,
con mucho amor, tanto que aún lo siento, por más que ya no pueda verla más que a
través de mi mente y, sobre todo, de mi corazón. No pasa ni un solo día en el
que no tenga un recuerdo para ella. Deseo tanto que pueda verme en mis aciertos
y triunfos —por pocos y pequeños que puedan ser— para que se sienta orgullosa de
mí, como en mis errores para que termine sintiendo el mismo orgullo al comprobar
que con su ayuda me esfuerzo por arreglar aquello en lo que, como humano, yerro.
La madre de mi mujer llegó a mí, por
casualidad, por azar, por circunstancias de la vida que decidió que yo no tenía
suficientes madres y me regaló otra, pero también siempre, siempre, estará. No he
conocido en mi madurez nadie tan abnegada en su trabajo que no es otro que
seguir siendo madre, madre de todos aquellos a quienes quiere, que son muchos,
y por quienes entrega su vida porque esa es la definición de amor y ella la
cumple y supera con creces. No importa su sufrimiento, que lo tiene como mujer
que es, su pena o su dolor, ella se entrega una y otra vez, y no creo que
exista mejor pago para ella que los momentos de alegría y felicidad que su
sacrificio provoca en mí, en nosotros, en los suyos. Mis más sinceras gracias.
Mi mujer también llegó a mí por azar, y por
amor se quedó y me quedé, nos quedamos, pero siempre, también siempre, estará.
Inevitablemente, por mucho que la vida cuente historias, ofrezca vivencias, embuta
cambios y retuerza sentimientos, estará, porque, por encima de esa vida que a
veces duele y hace sufrir, está el amor, verdaderamente está. Ella me lo dio y
yo se lo di, ella me lo da y yo se lo doy, es recíproco, no es secuencial ni
condicional, es sencillo, casi simple, pero fuerte incluso en la debilidad. Es obvio
que ella es la menos madre para mí de las cuatro, aunque también lo es y a ella
le debo, hoy por hoy, mi lucha por ser algo mejor, pero ella es la más mujer
—permítaseme adverbializar el nombre— para mí, a lo que debo añadir que es la
que me hizo padre y con ello se convirtió para mis hijos en la madre que
recordarán por siempre, el mismo siempre que sella en mi corazón cada una de
mis madres —incluida mi mujer— y no hay mayor ni mejor regalo que se pueda
recibir. Mi profundo agradecimiento a mi mujer como madre que es y como mujer
que no deja de ser para mí.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 6 de mayo de 2018.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera