La casa sin puerta. Parte vii y final.




Desapareció. Sin más. Sin decir adiós, sin que pudiera conocer su nombre o llegase a averiguar la verdad que escondía aquella casa, aquel hombre, aquellas cicatrices. En aquel momento no quise preguntarle a mi madre, sentía una curiosa mezcla entre miedo y pena que impedía que mi curiosidad se impusiese y, la verdad, al cabo de no demasiado tiempo olvidé. Olvidé a pesar de tener la casa frente a mí, de pasar junto a ella cada día antes de ir al colegio primero y al instituto después; olvidé a pesar de que seguimos juntándonos en el parque cada tarde todos los chavales de la vecindad. Aquello había sido una especie de sueño del que, ligeramente aletargada, había despertado y había terminado por arrinconar inconscientemente en mi cerebro.

Años más tardes me fui a estudiar a la universidad y dejé mi casa, y dejé de ver la casa de enfrente, y dejé de percibir aquella extraña sensación que formaba parte de mí, por más que pasase en apariencia desapercibida, de su existencia. Comencé mis estudios con mucha ilusión, como supongo que debe ocurrirle a la mayor parte de estudiantes que tienen la posibilidad de elegir lo que quieren hacer. Yo lo hice, aunque en seguida me di cuenta de que mi elección no estaba bien fundamentada. Era demasiado joven para tomar una decisión así, pero, sobre todo, era demasiado joven para dejar mi casa, mi familia, mis amigos. A todo se acostumbra uno, eso lo tuve claro meses después, pero el arranque realmente me costó. Encontré un grupo de chicas en la residencia que me ayudó mucho. En realidad, entre todas nos ayudamos. Cada una aportaba su granito de arena y de aquel grupo salieron grandes amistades.

Justo antes de mi primera navidad fuera visité a mis padres con una de mis nuevas amigas. Iba a ser un fin de semana tranquilo porque acabábamos de terminar nuestros parciales y podíamos descansar. Tomamos un autobús y mi padre fue a recogernos a la estación. Allí estaba él con su barba perenne y su chaqueta negra —igualmente perenne— combinada con unos vaqueros usados. Se emocionó en cuanto me vio y casi no pudo reprimir unas lágrimas al abrazarme. La verdad es que yo también me emocioné, cosa que meses antes no había ocurrido. Me sorprendió alegremente comprobar que la vergüenza adolescente que sentí cuando mis padres me dejaron en la residencia tras ayudarme a hacer la mudanza había desaparecido.

Llegamos a mi casa al atardecer, descargamos las maletas. Le di un fuerte abrazo a mi madre que me llenó de besos y subimos a mi cuarto donde le enseñé a mi amiga su cama. Entonces me di la vuelta y vi, tras las cortinas de la ventana, la casa de enfrente. Me quedé paralizada: había luz. No me había dado cuenta cuando llegamos, pero ahora, frente a ella desde mi cuarto, podía comprobar perfectamente como las luces estaban encendidas en todas y cada una de las ventanas. Sin embargo, la puerta no estaba abierta. Bajé rápidamente olvidando a mi amiga y sin decir palabra. Puedo imaginar la cara que se le quedaría. Salí de mi casa y fui corriendo directamente a la puerta de la casa de enfrente atravesando la calle sin mirar. Creo que un coche derrapó y en otro vehículo el conductor hizo sonar el claxon. Subí las escaleras del porche y llamé una vez y otra vez; toqué el timbre —no sé por qué pensé que funcionaría, pero no fue así, al menos, no pude oírlo— y seguí golpeando la puerta hasta que noté que alguien me tocaba el hombro: era mi madre. «No está —me dijo—, ha muerto». No entendía qué significaba todo aquello. No supe comprender por qué mi madre me decía eso ni por qué ella lo sabía, ni por qué las luces estaban encendidas. El caso es que me puse a llorar. Mi madre quiso abrazarme, pero no me dejé. Seguí de cara a la puerta que siempre estuvo abierta esperando  a que él la abriera de nuevo, pero eso no iba a ocurrir. Mi madre no me preguntó por qué lloraba; yo, sin embargo, sí lo hacía. Cómo era posible que me afectase tan profundamente algo que apenas duró unos días en mi vida, cómo era posible que la muerte de alguien al que conocí hacía tanto tiempo y de quien no sabía prácticamente nada me afectase tan profundamente. Me sentía dolida, abandonada, sentía como si mi me hubiesen arrancado el alma y la estuviesen pisoteando, como si mi corazón hubiese dejado de latir y la llama que me insuflaba vida se estuviese apagando. Mi madre se sentó en el porche de la casa, en un banco de madera, y esperó pacientemente a que mi desconsuelo se diluyese. Cuando dejé de llorar la miré. Creo que mis ojos desprendían tanto reproche que mi madre tuvo que dejar de mirarme un instante. «Sé que me viste dentro, él me lo dijo. Siéntate aquí a mi lado —me indicó—…, por favor». La observé sorprendida, pero me senté.

—No creo que tenga que explicarte nada, pero sé que si no lo hago estarás recriminándomelo siempre y eres mi hija y no quiero que eso ocurra. He sido yo quien ha encendido las luces.

La miré en silencio. En realidad, no tenía nada que decir.

—No sé cuánto sabes de él... Fue un niño que llegó a esta casa cuando yo ya vivía aquí. Era tímido, casi no se relacionaba con el resto de niños del barrio. Incluso sus padres le llevaban a otro colegio, alejado de aquí. Era hijo único, pero poco después de llegar nos enteramos que había tenido una hermana que falleció, aunque la verdad, eso nunca pude comprobarlo y nunca quise preguntárselo. Como nosotros vivíamos enfrente, siempre le veía desde la ventana de mi cuarto, el que es el tuyo ahora. Y siempre tenía la luz encendida de su dormitorio. Una vez le vi en el jardín de su casa. Yo estaba en mi cuarto, creo que él estudiaba o leía, no recuerdo bien, pero bajé rápidamente, crucé la calle y le cogí antes de que pudiese entrar en su casa que tenía la puerta abierta, como siempre. «¿Cómo te llamas le pregunté?», entonces comenzamos a charlar. Tenía alguna cicatriz en la cara y en los brazos. Me dio mucha pena. Al cabo de un rato dijo que tenía que regresar o su madre se preocuparía. Me resultó muy extraño pues estábamos en la puerta de su casa. El caso es que atravesó el umbral dejando la puerta abierta y yo regresé. No miré hacia atrás, sin embargo, estoy segura de que me miraba. Desde aquel momento todos los días hacíamos por vernos y, aunque alguna vez le insistí para viniese a jugar conmigo al parque, al que como sabes se accede desde el jardín trasero de la casa, —me miró sonriendo—, nunca accedió. El resto de niños del barrio era muy cruel con él, aunque siempre en su ausencia puesto que, en realidad, ninguno de ellos trató nunca con él. Yo era la única que lo hacía.

»Un día, sin más, dejó de salir al jardín. Yo me apené mucho, pero no hice nada, sencillamente esperé. Al día siguiente tampoco salió. Veía desde mi cuarto que la luz del suyo seguía encendida y de vez en cuando distinguía su silueta tras la ventana. Al cabo de unos días no pude aguantar más y me acerqué a su casa. La puerta seguía abierta, pero llamé. Apareció su madre, o al menos eso creo. Pregunté por su hijo y me dijo que no estaba. No supe qué decir, pero finalmente tragué saliva y le indiqué de la forma más educada que pude que acababa de verlo a través de la ventana de su cuarto. Entonces cerró la puerta justo delante de mis narices. Me marché llorando de rabia. Esa noche fue el incendio. Creo que fue mi padre quien dio el aviso. Solo se salvó él. Estábamos fuera y notábamos el calor de las llamas mientras los bomberos apagaban el fuego cuando le vimos salir por la puerta. La abrió él y salió caminando, tranquilo, creo que sonreía, al menos me pareció que estaba feliz, —yo ya estaba llorando de nuevo—. Unos enfermeros le cogieron y le pusieron en una camilla, tenía quemaduras por todo el cuerpo. Por fin habían desaparecido las antiguas cicatrices. Ayer desaparecieron el resto.




Imagen: @CBLOTA


En Mérida a 27 de abril de 2018
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera



No hay comentarios:

Publicar un comentario