Desapareció. Sin más. Sin decir adiós, sin
que pudiera conocer su nombre o llegase a averiguar la verdad que escondía
aquella casa, aquel hombre, aquellas cicatrices. En aquel momento no quise
preguntarle a mi madre, sentía una curiosa mezcla entre miedo y pena que impedía
que mi curiosidad se impusiese y, la verdad, al cabo de no demasiado tiempo
olvidé. Olvidé a pesar de tener la casa frente a mí, de pasar junto a ella cada
día antes de ir al colegio primero y al instituto después; olvidé a pesar de
que seguimos juntándonos en el parque cada tarde todos los chavales de la
vecindad. Aquello había sido una especie de sueño del que, ligeramente aletargada,
había despertado y había terminado por arrinconar inconscientemente en mi cerebro.
Años más tardes me fui a estudiar a la
universidad y dejé mi casa, y dejé de ver la casa de enfrente, y dejé de percibir
aquella extraña sensación que formaba parte de mí, por más que pasase en apariencia desapercibida, de su existencia. Comencé mis estudios con mucha ilusión, como
supongo que debe ocurrirle a la mayor parte de estudiantes que tienen la
posibilidad de elegir lo que quieren hacer. Yo lo hice, aunque en seguida me
di cuenta de que mi elección no estaba bien fundamentada. Era demasiado joven
para tomar una decisión así, pero, sobre todo, era demasiado joven para dejar
mi casa, mi familia, mis amigos. A todo se acostumbra uno, eso lo tuve claro
meses después, pero el arranque realmente me costó. Encontré un grupo de chicas
en la residencia que me ayudó mucho. En realidad, entre todas nos ayudamos. Cada
una aportaba su granito de arena y de aquel grupo salieron grandes amistades.
Justo antes de mi primera navidad fuera visité
a mis padres con una de mis nuevas amigas. Iba a ser un fin de semana tranquilo
porque acabábamos de terminar nuestros parciales y podíamos descansar. Tomamos un
autobús y mi padre fue a recogernos a la estación. Allí estaba él con su barba
perenne y su chaqueta negra —igualmente perenne— combinada con unos vaqueros
usados. Se emocionó en cuanto me vio y casi no pudo reprimir unas lágrimas al
abrazarme. La verdad es que yo también me emocioné, cosa que meses antes no había
ocurrido. Me sorprendió alegremente comprobar que la vergüenza adolescente que
sentí cuando mis padres me dejaron en la residencia tras ayudarme a hacer la
mudanza había desaparecido.
Llegamos a mi casa al atardecer, descargamos
las maletas. Le di un fuerte abrazo a mi madre que me llenó de besos y subimos
a mi cuarto donde le enseñé a mi amiga su cama. Entonces me di la vuelta y vi,
tras las cortinas de la ventana, la casa de enfrente. Me quedé paralizada: había
luz. No me había dado cuenta cuando llegamos, pero ahora, frente a ella desde
mi cuarto, podía comprobar perfectamente como las luces estaban encendidas en
todas y cada una de las ventanas. Sin embargo, la puerta no estaba abierta. Bajé
rápidamente olvidando a mi amiga y sin decir palabra. Puedo imaginar la cara
que se le quedaría. Salí de mi casa y fui corriendo directamente a la puerta de
la casa de enfrente atravesando la calle sin mirar. Creo que un coche derrapó y
en otro vehículo el conductor hizo sonar el claxon. Subí las escaleras del
porche y llamé una vez y otra vez; toqué el timbre —no sé por qué pensé que
funcionaría, pero no fue así, al menos, no pude oírlo— y seguí golpeando la
puerta hasta que noté que alguien me tocaba el hombro: era mi madre. «No está —me
dijo—, ha muerto». No entendía qué significaba todo aquello. No supe comprender
por qué mi madre me decía eso ni por qué ella lo sabía, ni por qué las luces
estaban encendidas. El caso es que me puse a llorar. Mi madre quiso abrazarme,
pero no me dejé. Seguí de cara a la puerta que siempre estuvo abierta esperando a que él la abriera de nuevo, pero eso no iba a ocurrir. Mi madre no me preguntó
por qué lloraba; yo, sin embargo, sí lo hacía. Cómo era posible que me afectase
tan profundamente algo que apenas duró unos días en mi vida, cómo era posible
que la muerte de alguien al que conocí hacía tanto tiempo y de quien no sabía
prácticamente nada me afectase tan profundamente. Me sentía dolida, abandonada,
sentía como si mi me hubiesen arrancado el alma y la estuviesen pisoteando,
como si mi corazón hubiese dejado de latir y la llama que me insuflaba vida se
estuviese apagando. Mi madre se sentó en el porche de la casa, en un banco de
madera, y esperó pacientemente a que mi desconsuelo se diluyese. Cuando dejé de
llorar la miré. Creo que mis ojos desprendían tanto reproche que mi madre tuvo
que dejar de mirarme un instante. «Sé que me viste dentro, él me lo dijo. Siéntate
aquí a mi lado —me indicó—…, por favor». La observé sorprendida, pero me senté.
—No creo que tenga que explicarte nada, pero
sé que si no lo hago estarás recriminándomelo siempre y eres mi hija y no
quiero que eso ocurra. He sido yo quien ha encendido las luces.
La miré en silencio. En realidad, no tenía
nada que decir.
—No sé cuánto sabes de él... Fue un niño que llegó
a esta casa cuando yo ya vivía aquí. Era tímido, casi no se relacionaba con el
resto de niños del barrio. Incluso sus padres le llevaban a otro colegio,
alejado de aquí. Era hijo único, pero poco después de llegar nos enteramos que
había tenido una hermana que falleció, aunque la verdad, eso nunca pude
comprobarlo y nunca quise preguntárselo. Como nosotros vivíamos enfrente, siempre
le veía desde la ventana de mi cuarto, el que es el tuyo ahora. Y siempre tenía
la luz encendida de su dormitorio. Una vez le vi en el jardín de su casa. Yo
estaba en mi cuarto, creo que él estudiaba o leía, no recuerdo bien, pero bajé rápidamente,
crucé la calle y le cogí antes de que pudiese entrar en su casa que tenía la
puerta abierta, como siempre. «¿Cómo te llamas le pregunté?», entonces
comenzamos a charlar. Tenía alguna cicatriz en la cara y en los brazos. Me dio
mucha pena. Al cabo de un rato dijo que tenía que regresar o su madre se
preocuparía. Me resultó muy extraño pues estábamos en la puerta de su casa. El caso
es que atravesó el umbral dejando la puerta abierta y yo regresé. No miré hacia
atrás, sin embargo, estoy segura de que me miraba. Desde aquel momento todos
los días hacíamos por vernos y, aunque alguna vez le insistí para viniese a
jugar conmigo al parque, al que como sabes se accede desde el jardín trasero de
la casa, —me miró sonriendo—, nunca accedió. El resto de niños del barrio era muy
cruel con él, aunque siempre en su ausencia puesto que, en realidad, ninguno de
ellos trató nunca con él. Yo era la única que lo hacía.
»Un día, sin más, dejó de salir al jardín. Yo
me apené mucho, pero no hice nada, sencillamente esperé. Al día siguiente
tampoco salió. Veía desde mi cuarto que la luz del suyo seguía encendida y de
vez en cuando distinguía su silueta tras la ventana. Al cabo de unos días no
pude aguantar más y me acerqué a su casa. La puerta seguía abierta, pero llamé.
Apareció su madre, o al menos eso creo. Pregunté por su hijo y me dijo que no
estaba. No supe qué decir, pero finalmente tragué saliva y le indiqué de la forma
más educada que pude que acababa de verlo a través de la ventana de su cuarto.
Entonces cerró la puerta justo delante de mis narices. Me marché llorando de
rabia. Esa noche fue el incendio. Creo que fue mi padre quien dio el aviso. Solo
se salvó él. Estábamos fuera y notábamos el calor de las llamas mientras los
bomberos apagaban el fuego cuando le vimos salir por la puerta. La abrió él y
salió caminando, tranquilo, creo que sonreía, al menos me pareció que estaba
feliz, —yo ya estaba llorando de nuevo—. Unos enfermeros le cogieron y le
pusieron en una camilla, tenía quemaduras por todo el cuerpo. Por fin habían desaparecido las antiguas cicatrices. Ayer desaparecieron el resto.
Imagen: @CBLOTA
En Mérida a 27 de abril de 2018
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera