La casa sin puerta. Parte vi.




Me asusté, no sabía muy bien qué hacer. Como es obvio no esperaba ver allí a mi madre, cómo se me podría siquiera haber pasado por la cabeza. Observé en silencio intentado averiguar qué se contaban, porque eso era lo que estaban haciendo: charlar. Solo podía entrever la espalda de mi madre y el rostro impasible de mi nuevo amigo. No oía nada. ¿De qué podrían estar hablando? ¿Qué debía hacer yo? Evidentemente cualquier cosa excepto dejarme ver. De repente, mi madre comenzó a hacer aspavientos. No veía su cara, pero esa forma de moverse era exactamente la misma que tenía cuando me reñía. Él no se inmutaba, ni tan siquiera hablaba. Tan solo asentía de vez en cuando y ocasionalmente movía levemente los labios para hablar, aunque daba la sensación de que era incapaz de terminar las frases porque mostraba un rostro resignado cuando repentinamente los cerraba. Mi madre nunca solía salir vencida de una discusión, ni tan siquiera con mi padre, y eso son palabras mayores. Él se levantó e hizo ademán de acompañarla a la calle orientando sus pasos hacia el salón. No saldrían por la cocina, menos mal, porque no sé si me habría dado tiempo a escapar y no quiero imaginar qué podría haber pasado. Traspasaron la puerta del salón y mi madre, que iba delante visiblemente incómoda, eso es algo que los hijos detectamos incluso cuando no podemos ver las caras de nuestros padres, se giró levemente para decirle algo al nuevo vecino. Estaba llorando. Entornaron la puerta y eso me permitió abrir la de la cocina sigilosamente. Si lo pienso bien, ahora me doy cuenta de que fui un poco temeraria, pero supongo que los años no habían pasado aún en suficiente cantidad y el tiempo todavía no me había inculcado la suficiente templanza como para saber qué hacer o qué no hacer en ciertas circunstancias. Un estruendoso ruido sonó, fue un golpe muy fuerte. No había sido yo. Eso lo tenía claro. Avancé hasta la puerta de la cocina y contemplé la espalda del vecino frente a la puerta de salida de la casa. Estaba cerrada. Cerrada. Era la primera vez que la puerta se cerraba desde que llegó. Imaginé que había sido mi madre la que la había cerrado con ese portazo que acababa de escuchar, pero eso fue algo que no comprobaría hasta un rato después. No sabía muy bien qué hacer. ¿Debía mostrarme, esconderme, huir o, tal vez, intentar hablar con él? La verdad es que era una situación un tanto extraña. Entonces me vio. Me quedé paralizada. Sonrió. Se había dado la vuelta hacia el interior y estaba mirando a la cocina. Noté perfectamente como sus ojos se posaban sobre los míos por más que pretendiese ocultarme tras la puerta.

—¿Por qué no vuelves a abrir la puerta? —le pregunté escondida aún.

—La ha cerrado tu madre —me respondió escueto.

—¿Para siempre?

—Para siempre —me dijo tristemente.

—No lo entiendo.

—No es algo que se pueda entender. Ahora debe estar cerrada y no creo que nunca más pueda abrirse. Tal vez alguien, que no seré yo, pueda hacerlo, pero yo ya no tengo fuerzas.

—Pero ¿por qué?

—Porque debe ser así. Hay cosas que no deben tener explicación, hay cosas que deben ser inexplicables e inexplicadas. Hay respuestas que no existen, por más que las preguntas puedan resultar obvias. Esta es una de esas. Tú quieres saber por qué la puerta no puede abrirse más, pero tal vez deberías preguntarte por qué se ha cerrado. Tal vez deberías preguntarte por qué se abrió cuando llevaba tanto tiempo cerrada.

—¿Puedes tú responderme a esas preguntas?

—Puedo, pero no quiero, no debo. Tampoco debes preguntarle a tu madre. Se disgustará mucho. Seguramente el hecho de que preguntes la hará infeliz, ni siquiera tendrá que contestarte para sentirse mal. No debes saber… Supongo que mañana me marcharé. Ahora es tarde y estoy cansado. Necesito dormir. Mañana, cuando te despiertes antes del amanecer, comprobarás que ya no hay luces en la casa. La habré abandonado. No sé si tendré fuerzas para volver. No lo sé. Sufrí mucho aquí y cuando decidí regresar tuve que hacer un gran esfuerzo para evitar el sufrimiento que me producía solo pensar en esta casa.

Me mantuve en silencio durante un instante. Sentía como la rabia se apoderaba de mí. En realidad, ahora que puedo pensarlo con suficiente la frialdad y templanza que el tiempo me ha regalado, no tenía ninguna necesidad de saber, ni tan siquiera era algo que realmente me preocupase. Seguramente se trataba de una predisposición infantil a querer conocer aquello que te llama la atención, aquello que te resulta incomprensible, misterioso, ajeno. Seguramente hoy no habría insistido. Seguramente hoy lo habría dejado pasar. Pero entonces, aun después de conocer la terrible historia que se escondía tras la puerta abierta, si hubiera podido decidir, habría elegido conocer, nuevamente, una y otra vez a pesar de las pesadillas que aún hoy me despiertan en la noche, frente a la sombra que arrojaba sobre mi joven alma el desconocimiento.

—Quiero que me lo cuentes.

—Ya te he dicho que no. No voy a hacerlo. No seré yo quien infunda en ti un miedo que no tienes que sufrir. Ahora márchate. Ya no me verás más.

En silencio me di la vuelta y regresé a la cocina. Abrí la puerta y salí al jardín, abandoné la casa. El resto del día anduve deambulando por aquí y por allí, meditabunda, triste, también cansada, seguramente de torturar mi cerebro intentando encontrar una respuesta que se me antojaba imposible sin conocer más de la historia de esa casa sin puerta. Regresé a mi casa a la hora habitual, así que nadie sospechó nada. Mi madre estaba allí, como siempre, preparando la cena, quiero recordar, no detecté ni el más mínimo indicio de algo que pudiese hacer sospechar que había estado en la casa de enfrente, a pesar de que yo misma la había visto. Desde luego mi padre no podía tener ni idea. Apenas cené, apenas hablé, apenas miré. Mis padres me preguntaron una y otra vez, pero yo no quise responder nada excepto que nada me pasaba. Al fin y al cabo, era casi una adolescente, no tenían por qué entender mi comportamiento. Terminé de cenar y pedí permiso para subir a mi cuarto. «Tengo que hacer unos deberes. Luego me acostaré», les dije mientras les daba un beso a cada uno de ellos que, atónitos, respondieron con respectivas caricias. Me lavé los dientes, me puse el pijama, me asomé a la ventana. Las luces de la casa vecina seguían encendidas, pero parecía que habían perdido intensidad. Diría que estaban tristes. Apenas se veía, pero intuía que la puerta de la entrada seguía cerrada. Me acosté apenada, sentía una pesada carga en el corazón o en el alma, o no sé bien dónde. Me costó conciliar el sueño y, como anticipó mi vecino, desperté antes del amanecer. Las luces ya estaban apagadas y la puerta seguía cerrada.



Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 22 de abril de 2018
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


No hay comentarios:

Publicar un comentario