Me asusté, no sabía muy bien qué
hacer. Como es obvio no esperaba ver allí a mi madre, cómo se me podría
siquiera haber pasado por la cabeza. Observé en silencio intentado averiguar
qué se contaban, porque eso era lo que estaban haciendo: charlar. Solo podía
entrever la espalda de mi madre y el rostro impasible de mi nuevo amigo. No oía
nada. ¿De qué podrían estar hablando? ¿Qué debía hacer yo? Evidentemente
cualquier cosa excepto dejarme ver. De repente, mi madre comenzó a hacer
aspavientos. No veía su cara, pero esa forma de moverse era exactamente la
misma que tenía cuando me reñía. Él no se inmutaba, ni tan siquiera hablaba.
Tan solo asentía de vez en cuando y ocasionalmente movía levemente los labios
para hablar, aunque daba la sensación de que era incapaz de terminar las frases
porque mostraba un rostro resignado cuando repentinamente los cerraba. Mi madre
nunca solía salir vencida de una discusión, ni tan siquiera con mi padre, y eso
son palabras mayores. Él se levantó e hizo ademán de acompañarla a la calle
orientando sus pasos hacia el salón. No saldrían por la cocina, menos mal,
porque no sé si me habría dado tiempo a escapar y no quiero imaginar qué podría
haber pasado. Traspasaron la puerta del salón y mi madre, que iba delante
visiblemente incómoda, eso es algo que los hijos detectamos incluso cuando no
podemos ver las caras de nuestros padres, se giró levemente para decirle algo
al nuevo vecino. Estaba llorando. Entornaron la puerta y eso me permitió abrir
la de la cocina sigilosamente. Si lo pienso bien, ahora me doy cuenta de que
fui un poco temeraria, pero supongo que los años no habían pasado aún en
suficiente cantidad y el tiempo todavía no me había inculcado la suficiente
templanza como para saber qué hacer o qué no hacer en ciertas circunstancias.
Un estruendoso ruido sonó, fue un golpe muy fuerte. No había sido yo. Eso lo
tenía claro. Avancé hasta la puerta de la cocina y contemplé la espalda del
vecino frente a la puerta de salida de la casa. Estaba cerrada. Cerrada. Era la
primera vez que la puerta se cerraba desde que llegó. Imaginé que había sido mi
madre la que la había cerrado con ese portazo que acababa de escuchar, pero eso
fue algo que no comprobaría hasta un rato después. No sabía muy bien qué hacer.
¿Debía mostrarme, esconderme, huir o, tal vez, intentar hablar con él? La
verdad es que era una situación un tanto extraña. Entonces me vio. Me quedé
paralizada. Sonrió. Se había dado la vuelta hacia el interior y estaba mirando a
la cocina. Noté perfectamente como sus ojos se posaban sobre los míos por más
que pretendiese ocultarme tras la puerta.
—¿Por qué no vuelves a abrir la
puerta? —le pregunté escondida aún.
—La ha cerrado tu madre —me respondió
escueto.
—¿Para siempre?
—Para siempre —me dijo
tristemente.
—No lo entiendo.
—No es algo que se pueda
entender. Ahora debe estar cerrada y no creo que nunca más pueda abrirse. Tal
vez alguien, que no seré yo, pueda hacerlo, pero yo ya no tengo fuerzas.
—Pero ¿por qué?
—Porque debe ser así. Hay cosas
que no deben tener explicación, hay cosas que deben ser inexplicables e inexplicadas. Hay respuestas que no
existen, por más que las preguntas puedan resultar obvias. Esta es una de esas.
Tú quieres saber por qué la puerta no puede abrirse más, pero tal vez deberías
preguntarte por qué se ha cerrado. Tal vez deberías preguntarte por qué se
abrió cuando llevaba tanto tiempo cerrada.
—¿Puedes tú responderme a esas
preguntas?
—Puedo, pero no quiero, no debo.
Tampoco debes preguntarle a tu madre. Se disgustará mucho. Seguramente el hecho
de que preguntes la hará infeliz, ni siquiera tendrá que contestarte para
sentirse mal. No debes saber… Supongo que mañana me marcharé. Ahora es tarde y
estoy cansado. Necesito dormir. Mañana, cuando te despiertes antes del amanecer,
comprobarás que ya no hay luces en la casa. La habré abandonado. No sé si tendré
fuerzas para volver. No lo sé. Sufrí mucho aquí y cuando decidí regresar tuve que
hacer un gran esfuerzo para evitar el sufrimiento que me producía solo pensar
en esta casa.
Me mantuve en silencio durante
un instante. Sentía como la rabia se apoderaba de mí. En realidad, ahora que
puedo pensarlo con suficiente la frialdad y templanza que el tiempo me ha
regalado, no tenía ninguna necesidad de saber, ni tan siquiera era algo que
realmente me preocupase. Seguramente se trataba de una predisposición infantil
a querer conocer aquello que te llama la atención, aquello que te resulta
incomprensible, misterioso, ajeno. Seguramente hoy no habría insistido.
Seguramente hoy lo habría dejado pasar. Pero entonces, aun después de conocer
la terrible historia que se escondía tras la puerta abierta, si hubiera podido
decidir, habría elegido conocer, nuevamente, una y otra vez a pesar de las
pesadillas que aún hoy me despiertan en la noche, frente a la sombra que
arrojaba sobre mi joven alma el desconocimiento.
—Quiero que me lo cuentes.
—Ya te he dicho que no. No voy a
hacerlo. No seré yo quien infunda en ti un miedo que no tienes que sufrir.
Ahora márchate. Ya no me verás más.
En silencio me di la vuelta y
regresé a la cocina. Abrí la puerta y salí al jardín, abandoné la casa. El
resto del día anduve deambulando por aquí y por allí, meditabunda, triste,
también cansada, seguramente de torturar mi cerebro intentando encontrar una
respuesta que se me antojaba imposible sin conocer más de la historia de esa casa
sin puerta. Regresé a mi casa a la hora habitual, así que nadie sospechó nada.
Mi madre estaba allí, como siempre, preparando la cena, quiero recordar, no
detecté ni el más mínimo indicio de algo que pudiese hacer sospechar que había
estado en la casa de enfrente, a pesar de que yo misma la había visto. Desde
luego mi padre no podía tener ni idea. Apenas cené, apenas hablé, apenas miré. Mis
padres me preguntaron una y otra vez, pero yo no quise responder nada excepto
que nada me pasaba. Al fin y al cabo, era casi una adolescente, no tenían por
qué entender mi comportamiento. Terminé de cenar y pedí permiso para subir a mi
cuarto. «Tengo que hacer unos deberes. Luego me acostaré», les dije mientras
les daba un beso a cada uno de ellos que, atónitos, respondieron con respectivas
caricias. Me lavé los dientes, me puse el pijama, me asomé a la ventana. Las
luces de la casa vecina seguían encendidas, pero parecía que habían perdido
intensidad. Diría que estaban tristes. Apenas se veía, pero intuía que la
puerta de la entrada seguía cerrada. Me acosté apenada, sentía una pesada carga
en el corazón o en el alma, o no sé bien dónde. Me costó conciliar el sueño y, como anticipó mi vecino, desperté antes del amanecer. Las luces ya estaban
apagadas y la puerta seguía cerrada.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 22 de abril de 2018
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera