Casi no pude dormir en toda la
noche. Mis padres se enfadaron mucho conmigo. Cuando salí de la casa del nuevo
y desconocido —para mi ya no lo era— inquilino alguno de mis amigos estaban esperándome
algo alterados, escondidos entre los árboles del parque más cercanos al jardín
por el que salí. Se abalanzaron sobre mí, «¿Estás bien?», me preguntaron una y
otra vez. Supongo que consideraron que algo habría de haberme pasado porque me
zarandearon una y otra vez como para hacerme reaccionar. Pero yo era muy
consciente de dónde estaba, dónde había estado y adónde habría de ir a la
mañana siguiente. «Hemos ido a avisar a tus padres», decían unos «…Y a la policía»,
decían otros. Yo me limité a asentir, agradecida o algo parecido y decir que
estaba bien, que no había necesidad de avisar a nadie, que nada malo ocurría
dentro y que el hombre que ahora habitaba la casa era el hijo de sus dueños que
había regresado. Imagino que mi revelación les decepcionó. Supongo que, como a
mí me había pasado, deseaban que dentro hubiese algo extraño, inaudito, tal vez
malévolo. «El caso es —les dije— que, aunque ese señor parece muy tranquilo y
pacífico, da la sensación de haberlo pasado muy mal». Los chicos se extrañaron,
«¿Pacífico?», «¿Tranquilo?», preguntaron algo desilusionados. «Pues vaya», soltó
uno y acto seguido todos se marcharon tranquilamente a sus casas.
Cuando llegué a mi casa mis
padres estaban en la puerta junto a una pareja de policías dispuestos a entrar
en la casa del vecino con, diríamos, ánimo beligerante. Nada más verme me
sujetaron en brazos y me colmaron de besos. Después de las pertinentes
explicaciones, llegó la bronca. Cuando les conté de quién se trataba, se enfadaron
más aún. Yo no lo comprendí y aunque pregunté insistentemente no logré más que
un firme e irrefutable «A la cama» con el que se despidieron de mí. Subí a mi
cuarto y subí la persiana para mirar las luces encendidas de la casa de
enfrente e intentar localizar a mi nuevo amigo. No le vi, pero la puerta seguía
abierta y una extraña luz manaba a través de sus jambas. Así, mirándola
embelesada me quedé traspuesta sobre el poyete interior de la ventana. Desperté
al poco rato, al menos eso me pareció. Tenía el cuello dolorido y la espalda
entumecida. Bostecé y me estiré cuanto pude desperezándome y decidí irme a la
cama, pero entonces me fijé en la casa: las luces estaban apagadas a excepción
de la de la puerta. Me resultó sorprendente, inexplicable, tanto como lo había
sido que estuviesen encendidas antes. En cualquier caso, fue algo que me
inquietó. ¿Qué sentido tenía aquello? Miré intensamente intentando descubrir
algún detalle que se me escapase y detecté que las ventanas estaban abiertas
como las puertas. Seguía sin entender qué significaba aquello, si es que debía
tener algún sentido, desde luego para mí no.
Me tumbé en la cama intentando
descansar, pero no me fue posible. Todo el tiempo estuve dándole vueltas a la
conversación que había mantenido con aquel hombre tan extraño, tan peculiar. Caí
en la cuenta de que ni siquiera se me había ocurrido preguntarle su nombre.
Seguramente mis padres lo sabrían, ya que tuvieron que conocer a los suyos. La
verdad es que nunca les había sonsacado nada acerca la casa, había asumido que
siempre había estado abandonada y que nadie, ni nada, la había habitado nunca. Por
la mañana les preguntaré, me dije, mientras las primeras luces del alba
penetraban en mi habitación. Y yo con los ojos abiertos.
Bajé a la cocina. Mis padres ya
estaban allí. Me saludaron dándome los buenos días. Me preguntaron que qué quería
desayunar. Me dijeron que no podrían llevarme al cole hoy y que tendría que
coger el autobús. Todo normal, todo habitual, cotidiano, demasiado cotidiano.
No comentaron nada acerca de lo que había ocurrido la noche anterior.
—No vais a decirme nada de lo de
ayer —les espeté un tanto desesperada ante su falta de iniciativa.
—¿Lo de ayer?, ¿a qué te
refieres? —preguntó mi madre.
—Venga ya, no me digáis que no
sabéis de qué hablo. ¡Bah! Estáis de guasa —hubiera preferido decir «de
cachondeo», pero sabía que a mi padre no le gustaban esas expresiones y no quería
tentar demasiado mi suerte.
—¿Lo de la casa de enfrente?
—Pues claro —respondí.
—Pues ya sabes qué te dijimos
anoche. Nada de andar por casas extrañas y menos meterte en ellas sin permiso.
—Entonces puedo ir hoy —me
arriesgué—. Ayer me invitó.
—¿Quién? —preguntó mi padre.
—Pues… —dudé porque realmente no
sabía su nombre— el nuevo vecino.
—Y ¿cómo se llama? —me preguntó
mi madre mirándome muy seriamente.
—No lo sé, la verdad —presentí
que no iba a conseguir la deseada autorización.
—¿Y pretendes regresar a casa de
un extraño cuya vivienda allanaste, de quien no sabes siquiera su nombre? Mucho
me temo que eso no va a ser posible —dijo mi padre.
—Cuestión zanjada —afirmó mi
madre.
Me senté a la mesa, me serví
leche y tomé una de las tostadas que mi padre preparaba todas las mañanas y
guardé silencio. Qué cabeza la mía, en qué estaría pensando. Ya tenía una
negativa, antes, al menos, podría haber logrado un silencio cómplice para mis
intereses. Solo podía actuar desobedeciéndoles porque tenía muy claro que
regresaría.
A segunda hora me largué del
colegio. No es algo sencillo, especialmente para alguien que no está acostumbrada
a hacer pellas, así que decidí fingir un fuerte dolor de estómago. Tal vez me
pasé porque amenazaron, así es como lo entendí yo, con llamar a mi madre para
que viniese a recogerme. Aproveché que el director, que era a quien se lo
estaba contando, era hombre para decirle que eran cosas de chicas y que
necesitaba tumbarme en mi cama. ¿Cómo pudo creérselo si solo tengo nueve años?
Se sonrojó, juro que se sonrojó, menudo memo, incluso se ofreció a llevarme,
pero le dije que esas cosas eran mejor hacerlas con intimidad. Aun así, me
acompañó hasta la cancela de la entrada, abrió con su llave y me dejó salir.
Incluso vino conmigo hasta la parada de autobús cuando le insistí en que no
quería que llamase a un taxi.
Me senté en el asiento del autobús
que iba totalmente vacío. En silencio. Ni siquiera la radio estaba puesta y
nadie anunciaba las paradas en las que irremediablemente el conductor paraba a
pesar de que no había nadie para subir, ni para bajar. Decidí apearme una
parada antes de la más cercana a mi casa y a la del nuevo vecino para ir
andando hasta ella procurando que nadie me viese. No sé por qué pensé que era
mejor así. El caso es que cuando llegué a mi destino, era mediodía. Bordeé la
casa para entrar por el jardín trasero, lo hice con sumo cuidado, aunque no creía
que nadie pudiese verme por las horas que eran. Sin embargo, descubrí que el
coche de mi madre estaba aparcado en la entrada de mi casa. Eso era algo
realmente extraño porque mi madre debía estar, como mi padre, trabajando a esas
horas. No le di demasiada importancia, aunque extremé mi cuidado y penetré en
el jardín, como lo había hecho el día anterior. Subí sigilosamente las
escaleras que daban a la cocina y me asomé a la ventanita del lateral antes de
entrar. Allí estaba sentado frente a la puerta como la tarde anterior. Frente a
él estaba mi madre.
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En Mérida a 15 de abril de 2018
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera