No sé cuánto tiempo transcurrió,
pero el caso es que cuando desperté me vi tumbada en un gran sofá tapizado en
una tela muy suave de color blanco. Estaba en el salón y el salón estaba vacío
a excepción del sofá, todo lo demás era paredes con cuadros antiguos, al menos esa
fue mi impresión, y luces, muchas luces, aunque tal y como me pasó cuando entré
en la cocina, tuve la sensación de que no estaba muy bien iluminado. Me
desperecé como si hubiese estado dormida durante mucho tiempo, sin embargo, no
debió haber transcurrido demasiado porque se entreveía a través de las cortinas
echadas de las ventanas un exterior oscuro, todavía estaba anocheciendo, o había
pasado más de un día, cosa que deseé no hubiese ocurrido. Oí un ruido en la
cocina y armada de un valor inconcebible o, tal vez, entregada a una causa entonces
desconocida por mí, me acerqué a la puerta que estaba entreabierta y me asomé
ligeramente. Sentado, de espaldas a la puerta y frente al ventanal que daba al
jardín, estaba el nuevo inquilino. «Pasa —me dijo—, no tengas miedo». No tuve
miedo, sorprendentemente no tuve miedo y entré. Estaba tomando un café, tal y
como comprobé por la taza que tenía en la mesa y el profundo olor que me invadió
nada más penetrar en la cocina. «Siéntate aquí si te apetece», me ofreció.
Sobre la mesa, además de la taza de café, había un azucarero antiguo de acero y
otra taza vacía. «¿Quieres? —me preguntó señalando su taza—. No sé si tomas café
o té, o tal vez leche, que pareces muy jovencita.» Me senté en el banco, frente
a él, era un hombre; eso era algo que había asumido como cierto, pero que
realmente no había podido confirmar hasta ese instante, porque todo lo que había
visto hasta entonces era solo su silueta. «Café —dije intentando mostrar una
seguridad que no delatase que aquella sería la primera vez que lo iba a tomar—,
si hay más hecho —añadí». Me señaló la encimera donde estaba la cafetera, todavía
humeante y me acercó el azucarero asintiendo, supongo que comprendió que ese
sería mi primer café. Eché un poco en la taza blanca junto a dos cucharadas de
azúcar y le di un sorbo. Estaba amargo, pero intenté disimularlo como pude. Él
se levantó, abrió el frigorífico, cogió una botella de cristal llena de leche y
me sirvió un buen chorro. «Este café es muy fuerte», me dijo con una sonrisa.
Fue la primera vez que le miré directamente a la cara. Tenía la cara quemada,
con cicatrices profundas, dolorosas, pensé. Sin embargo, no resultaba
repulsivo, más bien llamativo, supongo que debía estar acostumbrado porque no
intentó disimular lo más mínimo:
—Son cicatrices. Las tengo en la
cara, en las manos, en los brazos, por todo el cuerpo, en general.
No sabía muy bien qué decirle,
no sabía si le debía preguntar a qué se debían o qué las había provocado.
—¿Te duelen? —le pregunté
absurdamente.
—Las cicatrices no duelen, pero
recuerdan el dolor.
La respuesta, pronunciada con
una profunda solemnidad, me dejó sin palabras y el silencio que prosiguió, nada
incómodo, nos envolvió durante un buen rato.
—No creo que debas saber qué
provocó mis heridas, seguramente te resultaría muy desagradable o incluso te
daría miedo y te marcharías corriendo —dijo sonriendo—. Por cierto, ¿saben tus
padres que estás aquí? Es tarde ya y puede que estén preocupados. Tampoco sé si
deberíamos decirles que has entrado en mi casa sin permiso.
—Entonces, ¿esta es tu casa? —le
pregunté intentando pasar por alto el comentario acerca del allanamiento.
—Pues claro, —sonrió—. Viví aquí
durante muchos años hasta que…, —hizo una breve pausa cerrando los ojos, como
si hiciese un esfuerzo por olvidar— hasta que mis padres murieron en el
incendio. Yo me salvé, supongo que por fortuna, así que ya sabes: muchas de las
cicatrices que ves son de aquel momento. Pasé mucho tiempo en el hospital, al
parecer estuve muy grave e inconsciente durante unas semanas. La verdad es que
no me acuerdo de nada, pero después los médicos me lo contaron. Fue el mismo día
que me dijeron que mis padres habían muerto en el incendio. Nadie vino a
visitarme al hospital. Recuerdo la soledad, eso no se me ha olvidado. Pasé
muchos días ingresados hasta que una enfermera me indicó que vendrían a
recogerme para llevarme a una «Institución». Esa fue la palabra que empleó y si
piensas que fui muy desgraciado porque me había quemado, en realidad, todo mi
sufrimiento comenzó cuando llegué a ese maldito sitio. Lo recuerdo con terror,
casi tiemblo solo de pensarlo. Allí estuve demasiado tiempo y vi cosas que ningún
niño debería ver. Fue terrible. El resto de mis cicatrices, no sé si muchas o
pocas, vienen de entonces. Pero bueno, creo que ya está bien, deberías
marcharte a casa, ya es tarde.
—Me gustaría que me contaras qué
te pasó —le dije incomprensiblemente. Nunca había sido entrometida, aunque sí
curiosa, pero supongo que eso es normal, aunque pedirle a alguien que me
acababa de conocer que me contase su vida resultaba más bien una indiscreción y
poco habitual en mí por más que me picase la curiosidad—. Bueno —intenté
rectificar—, si quieres…
—No sé si eso estaría bien, además,
ten en cuenta que tus amigos deben estar esperándote o puede que hayan ido a
llamar a la policía. Os he visto en el parque y vi como venías a mi casa.
—Entonces, ¿me estabas
esperando?
—En cierto modo sí, pero cuando
fui a recibirte, saliste corriendo hacia el sótano, ¿recuerdas? Luego te
desmayaste. Supongo que pensabas que ibas a encontrar un monstruo y, en
realidad, encontraste algo parecido —dijo sonriendo.
Me sonrojé, lo sé porque noté
perfectamente el calor en mi cara.
—Llevas razón —le dije—. Lo
siento mucho, no quería…, bueno en realidad sí quería, pero no debía. Lo
siento, espero no haberte molestado.
—No te preocupes, supongo que,
en cierto modo, debió resultar muy extraño ver que a una casa como esta,
abandonada durante tanto tiempo, de repente llega un personaje un tanto insólito
y poco sociable como yo, y abre todas las ventanas y enciende las luces y deja
la puerta abierta de par en par. No pasa nada.
—La puerta…
—Si quieres mañana puede venir y
te cuento —me interrumpió bruscamente—. Creo que por hoy ya está bien. Adiós
—me dijo levantándose e invitándome a salir de la cocina por la puerta del jardín.
—Hasta mañana —le dije.
Imagen: www.menzzo.es
En Mérida a 28 de marzo de 2018
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera