Traspasé la cancela. Sin pensármelo
dos veces. Sin dejar que mis amigos me retuviesen que era, sin duda, su intención.
«No lo hagas», «No entres», «Era una broma», esas fueron las frases que me
susurraban al principio y después me gritaron cuando comprobaron que iba en
serio, que me estaba adentrando en una casa tenebrosa, oscura, vacía, pero
recientemente iluminada y habitada por alguien o algo, nadie podía concretarlo
más allá de las siluetas que dejaba entrever el nuevo inquilino al que tampoco nadie,
excepto yo y mi madre, habíamos visto.
Era una casa que abría su puerta
para invitar a entrar a la gente, pero que en realidad ocultaba más de lo que
enseñaba como podría comprobar cuando me viese tumbada en el diván del vacío salón
tras mi desvanecimiento. El jardín era el mismo que muchos de nosotros ya conocíamos,
tal vez las plantas estaban algo mejor cuidadas y seguramente alguien se había
preocupado de regarlas, poco más, porque poco tiempo había transcurrido desde
la llegada del extraño inquilino y poco podía haber hecho. Accedí al porche
trasero, desde donde podía ver las luces de las ventanas encendidas y la puerta
de acceso a la cocina, puerta que tenía una hoja de cristal rota —ese era un
dato que ya conocía de mis anteriores incursiones— que ahora estaba arreglada.
«Sí que se ha dado prisa en hacer reparaciones», pensé mientras abría la puerta
—sin pensar—. Entré como quien entra en su propia casa, la luz estaba encendida
tal y como se podía comprobar desde el exterior, pero, sin embargo, no parecía
estar suficientemente bien iluminado; había, cómo decirlo, una especie de penumbra que impedía
tener una visión nítida del espacio. Justo como cuando uno se despierta por la
mañana y, con la persiana entrecerrada, unos haces de luz polvorientos iluminan
la habitación, solo que ahora el sol se había puesto y la única luz que tenía
la cocina era la de una bombilla brillante que casi no se podía mirar
directamente, a pesar de lo cual, no se veía correctamente.
Desde la cocina sabía que se accedía a un
distribuidor que daba acceso al salón y a unas escaleras que iban a la planta
primera y al sótano. Si de algo estaba segura era de que no iría al sótano, por
muy iluminado que pudiese estar. Tampoco tenía muy claro que quisiese subir las
escaleras, pero era la única forma de demostrar que realmente había accedido al
interior, ya que las ventanas de esa planta eran las que se veían desde el
parque y por las que debía asomarme para que me viesen mis amigos si es que aún
seguían allí esperándome. Después me enteré de que algunos de ellos se habían
marchado asustados a avisar a sus padres, aunque otros se quedaron, tal vez por
el morbo de comprobar si realmente era lo suficientemente valiente o insensata como
para cumplir el castigo, o para burlarse de mí cuando saliese corriendo
espantada. Ni lo uno ni lo otro ocurrió.
Abrí la puerta de la cocina y
comprobé que en el distribuidor la luz también estaba encendida. Seguramente si
me hubiese fijado podría haber detectado algo de luz bajo la hoja de la puerta,
pero, sinceramente, mi mente no estaba para detalles. Me encontraba en un
estado de excitación tal que apenas si era consciente de mi propia presencia.
Respiraba con profusión, casi hiperventilando, hasta que decidí hacer un esfuerzo
por tranquilizarme inspirando profundamente. Entonces sonó.
Era un crujido agudo, casi como
un chillido, de origen incierto, tal vez de algún animal maligno o infernal,
eso fue lo que pensé. Cada vez sonaba más cerca, pero, en realidad, ya no sé lo
que oía porque retumbaban en mis oídos los latidos de mi corazón. Estuve a
punto de salir corriendo, escapar de mi muerte segura a manos de algún engendro
diabólico, pero estaba absolutamente paralizada. Era como si algo se hubiese
aferrado a mis piernas e impidiese moverme. No fui capaz de levantar siquiera
levemente los pies. Estaba realmente asustada, atemorizada, por un instante
pensé que me desmayaría, de hecho, creo que ese era mi deseo. Quería que todo
terminase y perder la consciencia era, en aquel momento, la mejor alternativa,
si de mí hubiera dependido, claro está. La manilla de la puerta giró. Lo vi
perfectamente. Entonces salí corriendo, mis pies, por fin, se despegaron del
suelo y volaron, casi literalmente, pero lejos de volver sobre mis pasos y huir
por la cocina, me lancé en cuerpo y alma hacia el sótano. Lo hice de la forma más
silenciosa que pude, lo cual no es mucho decir, la verdad, imagino que lo que
para mí fue un rápido y silencioso movimiento, más bien fue un torpe y ruidoso
cúmulo de tropezones. Sí que sentí un ardor profundo en mis pulmones por el
esfuerzo repentino y una dolorosa quemazón en mis piernas como si alguien
hubiese inyectado en mis músculos una buena dosis de ácido láctico, solo que en
el instante de realizar el ejercicio y no al día siguiente. Llegué, no sé cómo,
al sótano. La puerta estaba abierta, pero curiosa y desgraciadamente para mí,
las luces del sótano estaban apagadas y solo una tenue luz se colaba entre las
rejas de una ventana alta. Para más behetría, la puerta se cerró nada más
entrar. Estaba claro que todas las maldiciones habidas y por haber se cernían
sobre mí, nada me hizo pensar que el portazo, que evidentemente me descubrió,
podría haber sido fruto de una corriente. Al fin y al cabo, la casa no tenía
puerta. En la penumbra, y con la certeza de que la única puerta existente
acababa de cerrarse, comencé a palpar las paredes en busca de un interruptor que
me permitiese vislumbrar mi aciago futuro. Según avanzaba por el perímetro de
la inmensa estancia mis ojos se iban acostumbrando a la escasa luz. Supongo que
mi imaginación hizo el resto y ante mí aparecieron toda suerte de instrumentos
de tortura destinados a causarme infinitos dolores y suplicios. En fin, sospecho
que todo aquello no era más que muebles antiguos, la caldera de la casa o vete
tú a saber qué cosas normales y corrientes de una vivienda antigua, pero eso no
había nadie capaz de hacérselo ver a mi mente en aquel instante. Cuando
acerté a encontrar la puerta e intenté abrirla no fui capaz. El mundo se me
vino abajo. Estaba atrapada, seguro que habían echado el cerrojo desde el
exterior para mantenerme cautiva. Mi única esperanza era que mis amigos
avisasen a la policía y que pudieran encontrarme… viva. Me senté en un rincón.
Me abracé las piernas y me quedé traspuesta hasta que la puerta se abrió y apareció
sobre el fondo iluminado una silueta que reconocí al instante. Me desmayé.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 28 de marzo de 2018
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera