La pobreza del rico.



No sé cuántas personas pueden vivir ahí. Es una ladera abrupta, metálica y deslumbrante a consecuencia de las infinitas chapas que cubren las chabolas escalonadas, apoyadas unas sobre otras en un equilibrio imposible de bloques de hormigón manufacturados con los que se construyeron. En esa porción de terreno resisten miles de personas, hacinadas, en suciedad, anegadas en su propia podredumbre, sin rastro de la frescura del bosque de esbeltos árboles que pobló en algún momento esa tierra, ahora enterrada tras el brillo del metal.

La carretera disecciona la ladera en la que malvive tanta gente. La carretera es su vida, lo es mientras avance su construcción. Mercadean con cualquier cosa: pañuelos, agua, telas, frutas, algo de alcohol, todo sirve. Lo ofrecen a los conductores quienes, desesperados, hastiados, irritados, intentan avanzar en sus vehículos que han ralentizado, hasta casi detenerse, su circulación debido a los cuantiosos cortes que provocan las obras. Los conductores esquivan a los vendedores —aunque tal vez quisieran llevarse a alguno por delante y así liberar algo de la impaciencia acumulada—. Esos vendedores no son comerciantes, tampoco empresarios, y los conductores los esquivan porque les molestan, les incordian con su hostigamiento para conseguir unas monedas a cambio de cualquier bagatela. Para muchos son como moscas que, pegadas a los cristales de las ventanas, quisieran colarse al interior para sentir el frescor del aire acondicionado y huir del sofoco que provoca la humedad ecuatorial bajo el sol del mediodía.

Kilómetros y kilómetros de muchedumbre que camina de un lado para otro, a lo largo de la carretera, cruzando la calzada sin miramientos si al otro lado atisban una oportunidad, o pegados a la cuneta, embarrada en algunos casos, empolvada en otros, buscando dinero —hace tiempo que fueron forzados a olvidar el trueque— con el que comprar algo que llevarse a la boca. Gente pobre, muy pobre, que busca su subsistencia con el comercio entre otros no menos pobres. Polvo rojo, piel negra, cielo azul, horizonte verde, hálitos dorados de un sol que no quema, pero que se hace respetar. Todo aderezado con vívidos colores que decoran cuerpos delgados, pero no escuálidos. Mujeres, hombres, niños, muchos niños, caminando descalzos con los talones agrietados por la tierra, por el asfalto: jugando, trabajando, jugando, trabajando, jugando, trabajando, luchando por un bocado para sus cuerpecitos; con padres o sin ellos; siempre subsistencia, y, sin embargo, sonríen porque no están seguros de ser pobres, no son conscientes aún de su pobreza, porque su pobreza es nueva, tiene pocos siglos de antigüedad, les hemos enseñado una nueva riqueza y hemos conseguido que la ansíen como si solo alcanzándola pudiesen lograr la felicidad, pero aún no han sido totalmente doblegados, sin embargo, la paciencia del dinero es eterna.

Al otro lado de la ladera está el mar, no es azul, ni transparente. Es plateado. La culpa es del sol y de la arena que no quieren que veamos cómo es el fondo. Nadie se baña, nadie se tumba en la playa. El mar es para otros, ellos no tienen tiempo para la diversión, para el descanso. Algunos buscaron peces en él hace años, pero este no es tiempo de barcas. La civilización impone su orden y solo permite pescar en el mar de asfalto, allí donde occidente les ha hecho creer que pueden prosperar y enriquecerse. ¡Cuánta mentira! No son conscientes del engaño que les hemos obligado a importar y en el que se han sumergido —o les hemos hundido— hasta la asfixia.

Cuando se termine la carretera deberán encontrar nuevos medios para subsistir, si no mueren antes. Algunos abandonarán sus casas desmantelándolas previamente para llevarse, cual nómadas en el letal desierto, aquello que prevén que necesitarán o les servirá en su nuevo destino, otros decidirán quedarse confiando en que los coches, que antes estaban a sus pies, les recordarán y, de alguna forma que solo en su imaginación alcanzan a entender, pararán para seguir comprándoles o comprándolos —ellos son el precio de la nueva esclavitud—, pero la velocidad es más importante y ya ninguno venderá y, a pesar de conservar su hogar allí, en la cuneta de la autovía, buscarán nuevos ingresos en nuevos lugares.

Un tramo de carretera sin cortes permite acelerar el paso. Todo se difumina a través de la ventana, se disuelve entre cielo, tierra y cristal revuelto por la velocidad. Ya nada tiene importancia porque no se ve, es el momento del ensueño. Cada imagen atrapada se convierte en un espejismo de placidez deseada, querida, ansiada por y para todos, reflejo de un olvidadizo Dios en el que los seres humanos quisieron encontrar la esperanza de un mundo mejor… para cada uno de ellos. La ciudad ya está ahí, esconde mejor que la carretera la pobreza, pero existe igualmente, casi ni hace falta buscarla, tan solo hay que mirar sin dejarse embelesar por los anuncios de telefonía, coches o bebidas. Tan solo hay que mirar más allá de la pobreza del rico.


Imagen: Fotografía tomada desde un coche en una carretera gabonesa. Rubén Cabecera Soriano.


En Libreville, Gabón, 13 de julio de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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