Breve opúsculo del tiempo.



Dos cuestiones:

La primera es que siempre me ha resultado atractivo reflexionar y compartir una visión, tanto literaria como científica —aunque con carácter más bien divulgativo, es decir, que nadie piense en un referenciado documento para no llevarse a engaño, porque serán cavilaciones casi a vuela pluma—, acerca de ciertas cuestiones que me han interesado y preocupado a lo largo de mi vida, y que considero que seguirán ocupando tiempo y espacio —de ahí que estos sean los temas, en ese orden, de los dos primeros opúsculos que desarrolle— mientras un halo de vida conserve despierta mi mente.

La segunda hace referencia al propio título. Y es que denominar a este texto —y la serie que con él se crea— «Breve opúsculo» puede parecer redundante. Sin embargo, a pesar de que la definición de opúsculo lleva implícita una reducida extensión en el documento, ya sea este de carácter científico o literario, la inclusión del calificativo breve pretende hacer hincapié en el hecho de que esa extensión será realmente reducida. El motivo es claro, estos textos semanales tienen del orden de las mil palabras y, por más que el opúsculo sea breve, mil palabras reducen demasiado su extensión, así pues, prefiero no llevar a nadie a engaño e incorporar al título el adjetivo «breve» que quiere ser más especificativo que epíteto.

Pues bien, hechas las aclaraciones pertinentes, el tiempo pasa a ser el centro del presente breve opúsculo.

A nadie se le escapa la trascendencia del tiempo en nuestro devenir. De hecho, todas las acciones que llevamos a cabo a la lo largo de nuestra vida están determinadas por esa magnitud implacable, inmutable e imperecedera. Estos tres adjetivos —es, como resultará evidente, intencionada la búsqueda de los mismos con la letra «i» como inicial— o sus sinónimos, tanto da, definen a la perfección nuestra interacción con el tiempo. Para ser precisos, y no perder de vista el relativo carácter científico que quiere otorgársele a este texto, debería concretarse que el tiempo se interpreta aquí desde un punto de vista sensorial, consecuentemente filosófico, y seguramente este sea el aspecto más complejo de interpretar dentro del concepto tiempo, por complicado que pueda resultar entender el tiempo en la mecánica clásica o, más aún, en la relativista. Resulta necesario aclarar que cualquier idea que subyace alrededor del tiempo, por mucho que quiera limitarse a cuestiones de tipo sensitivo, nunca deja de estar vinculada, de forma más o menos directa, con las propiedades que la física nos desglosa para la magnitud temporal.

El tiempo no suele transcurrir para nosotros de forma acompasada a nuestras necesidades. Es decir, la sensación de su paso sobre nuestra vida no se ajusta a nuestra realidad. Así, de forma simplificada, el tiempo puede pasar rápido o lento para nosotros, pero rara vez acontece uniforme a nuestra situación. Esto nos produce frustración, ansiedad, estrés, etc., sensaciones difíciles de controlar porque no podemos controlar el tiempo por más que pretendamos extenderlo o encogerlo a nuestro antojo sin que el tiempo acceda lo más mínimo a ese atrevimiento. En este sentido, el tiempo, por más que su medida pueda suponer un problema de carácter físico, transcurre siempre, tal y como se ha indicado, de forma implacable, inmutable e imperecedera. Esto no quiere decir que sea absoluto, por supuesto no lo es en el relativismo ni en filosofía, pero las tres constantes que lo definen ejercen su influencia de forma determinante y sistemática sobre la existencia, sobre la realidad —sea, o no, cual sea esta— y muy especialmente sobre la vida. Seguramente este sea el principal escollo contra el que lucha la propia vida, su predeterminado fin, motivo por el que procura prolongarse dentro de ese mismo tiempo y, concienciada de la manifiesta imposibilidad de eternizarse en un único ser, si nos alejamos de los ideales de divinidad, pretende posponerse mediante la procreación, es decir, con la descendencia.

El ser humano introduce en la naturaleza un matiz trascendental, que es la razón, capaz de anteponer y confrontar su intrínseca capacidad reflexiva a la idiosincrasia de la vida. Pero hete aquí que esa capacidad exclusivamente humana no consigue superar la implacable, inmutable e imperecedera trascendencia del tiempo: el conflicto está servido. No podemos controlar el tiempo. El tiempo nos trasciende. Es tiempo es Dios a nuestra existencia, el verdadero Dios: el Dios omnipresente, omnipotente y omnisciente. Y es que estas cualidades divinas definen perfectamente el tiempo en su cualidad dimensional. Me explico: la omnipresencia del tiempo resulta evidente y obvia, casi subyace en su propia concepción. El tiempo siempre está, por tanto, es omnipresente. La omnipotencia y la omnisciencia del tiempo residen en su propia eternidad, que es intrínseca a su realidad. El tiempo todo lo puede, solo es «cuestión de tiempo» que pueda lograr su objetivo. El tiempo todo lo sabe, igualmente solo es «cuestión de tiempo» que pueda alcanzar dicho conocimiento. En realidad, esta es la verdadera tragedia para el hombre que intuye que en el tiempo, no él como individuo, pero sí como especie puede alcanzar la idealidad divina porque «solo» es cuestión de tiempo, aunque, sin embargo, ese tiempo pueda tener carácter infinito, si bien, la propia vida también pretende la eternidad, aunque esta tenga que luchar para conseguirla, mientras que el primero presume de eternidad porque la eternidad está en su ser.

Es decir, es consubstancial al ser humano su ansia de eternidad, no tanto por la conservación de la especie —aunque solo en esa lucha, con esa persistencia pueda lograr dicha eternidad— como por alcanzar la caracterización divina, pero subyace en su propia existencia la lucha con el tiempo, que no supone para este ningún desgaste, pero en la que el ser humano pone gran parte de su empeño y contra el que permanente disputa siendo esta una batalla desigual en la que el hombre parte con una gran desventaja, su carencia de perpetuidad, esto es, la limitación temporal de su vida.



Imagen: La Persistencia de la Memoria, 1931. Salvador Dalí.


En Plasencia a 9 de julio de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera