Día del Orgullo.




Solo eran dos chicos, o dos chicas, o señores, o señoras, poco importa, dados de la mano, caminando juntos apenas rozándose más allá de sus dedos, ligeramente separados sus cuerpos pero acompasados en su andar. Miraban hacia delante mientras discutían o se contaban confidencias, o decidían dónde comer, o planificaban la tarde, o sus vidas, se les veía felices, contentos, sencillos, como cualquier pareja. Era una calle de Madrid o Tel-Aviv, o Moscú, o Pekín, o un pueblecito Checheno, poco importaba ya. Tan solo paseaban. Nadie les miraba. Pasaban inadvertidos, tan inadvertidos como cualquier otro transeúnte, como cualquier otra pareja, como cualquier otra persona. Nada ni nadie les molestaba, ¿por qué habrían de hacerlo? Eran libres y libremente habían decidido con quién compartir su vida, a quién amar, con quién dormir, comer, beber, divertirse o discutir. Eran un par de personas maduras, o inmaduras, responsables o irresponsables, alegres o tristes, pero que, en cualquier caso, estarían juntas mientras decidieran estarlo. Tal vez habían tenido otras parejas en el pasado, tal vez tendrían otras en el futuro, pero, sobre todo, daba absolutamente igual si eran de su mismo sexo o no.

Ya no era necesario celebrar el Día del Orgullo que tanto molestaba a los intolerables por desconocimiento, por falta de empatía, por miedo, por odio, por asco. Ya no era necesario aplaudir a quienes defendían una opción ante las represalias de quienes, no se sabe bien en nombre de qué moral, ejercían con violencia su poder contra aquellos que habían decidido amar de forma distinta a ellos. Ya no era necesario amparar a quienes defendían libertad frente al libertinaje con el que, intencionadamente, querían confundirles para agraviarles y atacarles. Ya no era necesario ocultar una condición tan natural como cualquier otra, a pesar de la repugnancia que les producía a los insufribles e insoportables retrógrados. Ya no era necesario ocultarse por miedo a la intimidación, al dolor, al terrorismo con el que se atacaba a aquellos que creían que su amor no debía distinguir sexo, y solo tenía que responder a los sentimientos. Ya no había que vanagloriarse de llevar una bandera de colores diciendo «Este soy yo», porque uno podía ser uno mismo sin que nadie le mirase con extrañeza. Ya no era necesario celebrar el Día del Orgullo, ya no hacía falta.

Decidieron descansar en un banco. Un señor mayor enchaquetado lo ocupaba parcialmente. Les vio llegar, pero no se fue. Ya no había clichés. Le saludaron, les saludó. Se sentaron. Prosiguieron su charla. El señor mayor siguió leyendo su periódico. El titular de la noticia que leía era contundente: «La nueva ministra de economía reforma el tipo impositivo». No decía que era gay, que lo era, y no lo decía porque ya no importaba, daba igual su condición sexual, ni tan siquiera había tenido que revelarla, esa no era la noticia. Con toda naturalidad, la ministra aparecía donde tenía que aparecer cuando era necesario con su pareja y nadie la miraba con extrañeza, nadie le reprochaba su decisión y, por supuesto, nadie había condicionado el cargo a su condición.

El señor se levantó despidiéndose amablemente cuando vio que su mujer llegaba caminando por la acera a cierta distancia, cargada de bolsas. Fue a ayudarla. Dejó el periódico sobre el banco. La pareja se fijó en él al cabo de un rato. Uno de ellos lo tomó y ojeó la sección de ocio. Irían a ver una obra de teatro, se emocionarían, igual que cualquier otra pareja, igual que cualquier otra persona. Nadie les preguntaría si eran gays o si eran heteros, nadie les miraría en la cola con morbosa curiosidad o dejarían de entrar al teatro por verles allí esperando. No importaba quiénes eran o qué hacían porque su comportamiento era normal, absolutamente normal, a nadie ofendía ya sus besos, sus caricias, sus susurros como a nadie ofendía los besos, las caricias, los susurros de otras parejas.

La sesión terminó tarde, ya se había hecho de noche. Decidieron tomar algo en un bar. Entraron en el primero que vieron. No tuvieron que seleccionarlo, que elegir aquel en el que nadie se metiese con ellos por entrar de la mano. Les sirvieron sin problemas. Nadie abandonó la barra donde se colocaron ni les arrinconaron cuando decidieron quedarse. Cenaron charlando animosamente, comentando escenas, recordando pasajes de la obra que acababan de ver. Incluso uno de ellos tuvo que ir al aseo, cosas de la naturaleza de los seres humanos. Todo normal, porque eran gente normal. Tomaron tortilla de patatas, pudding de verduras, tarta de chocolate, café, pagaron y se marcharon. Nadie les miró cuando salían.

De vuelta a casa decidieron coger un taxi. Pararon al primero que vieron, el conductor les preguntó amablemente su destino y les llevó evitando el denso tráfico cuando le fue posible. Conversaron acerca de nada, todo banalidades, como hace la gente habitualmente para evitar el incómodo silencio de la carrera. Se bajaron en la dirección que habían facilitado, dejaron propina y dieron las gracias que fueron correspondidas con un cordial «Buenas noches». Todo normal.

Sacaron la llave. Atravesaron el portal. Subieron en el ascensor. Entraron en su casa. Dejaron en el perchero sus chaquetas. Uno tomó un vaso del agua. El otro, el que no había ido antes al aseo, fue al servicio, la naturaleza no diferencia en lo relativo a las necesidades fisiológicas. Se sentaron en el sofá. Encendieron la tele y la apagaron al instante. Conversaron un rato. Se acariciaron. Se levantaron. Fueron a la cama. La deshicieron con impaciencia. Follaron, se amaron. Durmieron. El despertador sonó. Uno lo apagó y se levantó. Se duchó. Cogió su chaqueta y su cartera. Salió con cuidado de no hacer ruido, pero el otro ya estaba despierto, como siempre. Tomó el autobús y se dirigió a su trabajo donde nadie le miraba con extrañeza y donde a nadie tuvo que confesar abrumado su condición. El otro ya estaba en pie y duchado. Tomó un café y una tostada. Salió y cogió su coche. Se dirigió a su oficina. Llegó y se sentó en su despacho a trabajar, como el resto de compañeros. Era otro día normal.



Imagen: Fuente desconocida.


En Sant Climent, Menorca a 2 de julio de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera