Casa da Quinta da Comenda. (Parte v y final).




Se pasó toda la mañana, tras el breve descanso del que fue capaz de disfrutar, investigando en la biblioteca municipal de Setúbal acerca de la Quinta. Se paseó por el puerto preguntando a cada marinero con la esperanza de encontrarse con aquel que les indicó que ya estaban a salvo para que le ayudase a comprender. Recorrió cada esquina del centro histórico con la idea de hallar a alguien que pudiera explicarle qué ocurría allí. No tuvo suerte. La Casa da Quinta da Comenda no era más que un inmueble abandonado, en venta que se encontraba en un lugar privilegiado en la desembocadura del Sado y que había pertenecido a varias familias notables y recibido a gente de cierta entidad a lo largo de su corta historia. Sin embargo, tuvo la impresión de que se hacía un breve silencio cada vez que preguntaba a alguien sobre el edificio, aunque no sabría decir si esa era la realidad o si sencillamente su mente estaba condicionada por los acontecimientos vividos.

A mediodía se tumbó un rato para reponer fuerzas después de la impresión de la noche anterior y del desgaste que le había producido la infructífera búsqueda de información acerca de la Quinta, más allá de las habladurías acerca de la muerte de una doncella de manos del primer propietario y promotor de la casa. No consiguió dormir. No fue capaz de borrar de su mente la imagen de aquella suerte de espectro que no había reparado en él, pero que estuvo a escasos centímetros de su cuerpo y al que casi pudo tocar. Se levantó de la cama sudoroso, cansado, se miró al espejo y vio un rostro demacrado en el que apenas se distinguió a sí mismo. Tenía unas profundas ojeras que no recordaba haber tenido nunca. Unos surcos igualmente profundos habían marcado el contorno de sus labios. Se lavó con agua fresca la cara y le pareció que el efecto refrescante del líquido elemento palió en parte la mala impresión que su propio reflejo le había causado. Al dejar la habitación y pasar por delante de la recepción el encargado, que fue el que le había atendido el día anterior cuando llegó, le preguntó, no si se encontraba bien por el mal aspecto que tenía, sino si era un cliente del hotel y de dónde venía. «Claro que lo soy», respondió altivamente en español a pesar de que la pregunta se la habían hecho en portugués, «Vengo de mi habitación» prosiguió. El encargado quiso zanjar la cuestión pidiéndole que devolviera la llave, lo que produjo una rotunda y vehemente negativa del cliente que, sin embargo, decidió mostrársela con el número de habitación que le habían dado el día anterior para acallar las dudas.

El camino hasta la Quinta se le hizo eterno. Arrastraba un terrible cansancio que le afectaba a todo su ser, no solo físicamente, sino también espiritualmente. Le costaba un gran esfuerzo dar cada paso y realmente no encontraba explicación alguna. Es verdad que no había probado ni un solo bocado en todo el día, tal vez se olvidó de comer por la tensión del momento, pero tampoco había sentido hambre, así que su extenuación no respondía a la falta de alimento, sino más bien a su malestar general, incomprensible e inexplicable para él.

Llegó al edificio ya de noche. No lo había planeado así. Su intención era llegar al atardecer para subir nuevamente a la galería superior y esperar allí acontecimientos. Iba dispuesto a enfrentarse al ser, a hablarle, pensó incluso hacerle alguna fotografía, pero de repente cayó en la cuenta de que había olvidado la cámara y el teléfono. Ahora se encontraba ofuscado, aturdido, apenas si era capaz de procesar la escasa información que había recopilado a lo largo del día. Ascendió por el camino empedrado que subía desde la orilla de la playa después de traspasar el cercado de piedra que rodeaba la finca. Le costó un gran esfuerzo llegar hasta la explanada donde la casa se alzaba imponente, más de lo que él la recordaba y con un fulgor, que achacó al brillo lunar, que casi le obligó a taparse los ojos. Una profunda pena invadió su ser cuando penetró en la Quinta. Todo se le vino encima. Comenzó a subir los peldaños de la escalera principal desatendiendo a su propia consciencia que le aconsejaba, que le impelía a subir por las escaleras de servicio. Se arrastró por cada escalón, transcurrió toda una eternidad entre paso y paso. Cuando llegó al primer nivel ni se percató de la brillante luz que violentaba el espacio central de la casa. Todo había adquirido un tono gris plateado a su alrededor, pero en realidad él no fue consciente de ese hecho en ningún momento. Al llegar al segundo nivel sus pasos retumbaron en sus oídos como consecuencia de la tarima flotante de madera que pisaba cansinamente con una cadencia constante, uniforme, eterna. Siguió subiendo y durante un segundo, tan solo un segundo, se percató de dónde estaba, recordó qué hacía allí y supo para qué había ido. Todos sus recuerdos sublimaron pasando de forma instantánea por su mente, fue tan solo un fogonazo que encendió su cerebro, pero que desapareció como desaparece el rayo de una tormenta cuando llega al suelo, y prosiguió subiendo.

Se encontró cerrada la puerta de acceso a la galería. La abrió empujándola sin que le costase ningún trabajo, podría decirse que la puerta no opuso ninguna resistencia, que casi se abrió sola a su paso. Se acercó a las ventanas rotas con los cristales desparramado por el suelo y se asomó para contemplar el naciente, todavía oscuro, mezcla de tierra y mar. Entonces una lágrima cayó de sus ojos recorriendo cada surco de su piel plateada hasta quedar colgada de la barbilla y caer al suelo tras un leve temblor. En ese instante, en ese preciso instante recordó que el día anterior, cuando contemplaba cómo el ser que estaba frente a él derramaba su lágrima, esa lágrima, en realidad, no cayó al suelo, cayó sobre él. Entonces lo supo, pero ya no importaba.





En Mérida a 24 de junio de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera