Se pasó toda la mañana, tras el breve descanso del que fue capaz de
disfrutar, investigando en la biblioteca municipal de Setúbal acerca de la
Quinta. Se paseó por el puerto preguntando a cada marinero con la esperanza de
encontrarse con aquel que les indicó que ya estaban a salvo para que le ayudase
a comprender. Recorrió cada esquina del centro histórico con la idea de hallar
a alguien que pudiera explicarle qué ocurría allí. No tuvo suerte. La Casa da
Quinta da Comenda no era más que un inmueble abandonado, en venta que se encontraba en un
lugar privilegiado en la desembocadura del Sado y que había pertenecido a varias
familias notables y recibido a gente de cierta entidad a lo largo de su corta
historia. Sin embargo, tuvo la impresión de que se hacía un breve silencio cada
vez que preguntaba a alguien sobre el edificio, aunque no sabría decir si esa era la
realidad o si sencillamente su mente estaba condicionada por los acontecimientos
vividos.
A mediodía se tumbó un rato para reponer fuerzas después de la
impresión de la noche anterior y del desgaste que le había producido la
infructífera búsqueda de información acerca de la Quinta, más allá de las
habladurías acerca de la muerte de una doncella de manos del primer propietario
y promotor de la casa. No consiguió dormir. No fue capaz de borrar de su
mente la imagen de aquella suerte de espectro que no había reparado en él, pero
que estuvo a escasos centímetros de su cuerpo y al que casi pudo tocar. Se levantó
de la cama sudoroso, cansado, se miró al espejo y vio un rostro demacrado en el
que apenas se distinguió a sí mismo. Tenía unas profundas ojeras que no
recordaba haber tenido nunca. Unos surcos igualmente profundos habían marcado
el contorno de sus labios. Se lavó con agua fresca la cara y le pareció que el efecto
refrescante del líquido elemento palió en parte la mala impresión que su propio
reflejo le había causado. Al dejar la habitación y pasar por delante de la
recepción el encargado, que fue el que le había atendido el día anterior cuando
llegó, le preguntó, no si se encontraba bien por el mal aspecto que tenía, sino
si era un cliente del hotel y de dónde venía. «Claro que lo soy», respondió altivamente en español a pesar de que la pregunta se la habían hecho en portugués, «Vengo de
mi habitación» prosiguió. El encargado quiso zanjar la cuestión pidiéndole que
devolviera la llave, lo que produjo una rotunda y vehemente negativa del cliente
que, sin embargo, decidió mostrársela con el número de habitación que le habían
dado el día anterior para acallar las dudas.
El camino hasta la Quinta se le hizo eterno. Arrastraba un terrible
cansancio que le afectaba a todo su ser, no solo físicamente, sino también
espiritualmente. Le costaba un gran esfuerzo dar cada paso y realmente no
encontraba explicación alguna. Es verdad que no había probado ni un solo bocado
en todo el día, tal vez se olvidó de comer por la tensión del momento, pero
tampoco había sentido hambre, así que su extenuación no respondía a la falta de
alimento, sino más bien a su malestar general, incomprensible e inexplicable para
él.
Llegó al edificio ya de noche. No lo había planeado así. Su intención
era llegar al atardecer para subir nuevamente a la galería superior y esperar
allí acontecimientos. Iba dispuesto a enfrentarse al ser, a hablarle, pensó
incluso hacerle alguna fotografía, pero de repente cayó en la cuenta de que
había olvidado la cámara y el teléfono. Ahora se encontraba ofuscado, aturdido,
apenas si era capaz de procesar la escasa información que había recopilado a lo
largo del día. Ascendió por el camino empedrado que subía desde la orilla de la
playa después de traspasar el cercado de piedra que rodeaba la finca. Le costó un gran esfuerzo
llegar hasta la explanada donde la casa se alzaba imponente, más de lo que él
la recordaba y con un fulgor, que achacó al brillo lunar, que casi le obligó a
taparse los ojos. Una profunda pena invadió su ser cuando penetró en la Quinta.
Todo se le vino encima. Comenzó a subir los peldaños de la escalera principal desatendiendo
a su propia consciencia que le aconsejaba, que le impelía a subir por las
escaleras de servicio. Se arrastró por cada escalón, transcurrió toda una eternidad
entre paso y paso. Cuando llegó al primer nivel ni se percató de la brillante
luz que violentaba el espacio central de la casa. Todo había adquirido un tono
gris plateado a su alrededor, pero en realidad él no fue consciente de ese
hecho en ningún momento. Al llegar al segundo nivel sus pasos retumbaron en sus
oídos como consecuencia de la tarima flotante de madera que pisaba cansinamente
con una cadencia constante, uniforme, eterna. Siguió subiendo y durante un segundo,
tan solo un segundo, se percató de dónde estaba, recordó qué hacía allí y supo
para qué había ido. Todos sus recuerdos sublimaron pasando de forma instantánea
por su mente, fue tan solo un fogonazo que encendió su cerebro, pero que
desapareció como desaparece el rayo de una tormenta cuando llega al suelo, y
prosiguió subiendo.
Se encontró cerrada la puerta de acceso a la galería. La abrió
empujándola sin que le costase ningún trabajo, podría decirse que la puerta
no opuso ninguna resistencia, que casi se abrió sola a su paso. Se acercó a las
ventanas rotas con los cristales desparramado por el suelo y se asomó para
contemplar el naciente, todavía oscuro, mezcla de tierra y mar. Entonces una
lágrima cayó de sus ojos recorriendo cada surco de su piel plateada hasta
quedar colgada de la barbilla y caer al suelo tras un leve temblor. En ese
instante, en ese preciso instante recordó que el día anterior, cuando
contemplaba cómo el ser que estaba frente a él derramaba su lágrima, esa lágrima,
en realidad, no cayó al suelo, cayó sobre él. Entonces lo supo, pero ya no
importaba.
En Mérida a 24 de junio de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera