La Casa da Quinta da Comenda nunca quedó en el olvido. El viaje que
ambos hicieron a Setúbal fue uno más entre los muchos que acostumbraban a hacer,
pero esa incursión al palacete ubicado en el delta del Sado, a orillas del mar,
dominando el naciente, era difícil de olvidar. Apenas lo hablaron, si acaso
algún comentario suelto, más bien acerca del pueblo que de la visita, pero las
mentes de ambos no querían pasar página, la de uno intentando encontrar una
respuesta, la de la otra dando por hecho que no existía. «Hay que volver», dijo
él un día y no hizo falta aclarar el lugar: él lo sabía, ella lo sabía. «Yo no
puedo ir», dijo ella. «Lo comprendo», confesó él. «Solo serán dos días; regresaré
muy pronto». «Ten cuidado», dijo ella compungida dándole un largo abrazo de
despedida. Ni siquiera intentó disuadirle.
Todo seguía igual. Casi habían pasado dos años, pero bien podría
decirse que su viaje hubiese sido justo ayer. La ciudad estaba igual. El hotel
—decidió coger el mismo— apenas había cambiado, de hecho, le atendió el mismo
recepcionista que en la anterior ocasión, aunque él, lógicamente, no se
acordaba del escritor y su pareja que preguntaron una y mil cosas para
aprovechar su corta estancia. La misma tarde que llegó, tras dejar la maleta en
el dormitorio, decidió dar un paseo por la playa y acercarse a la Quinta. Sabía
que no había peligro porque era una zona visitada por algunos turistas y
viandantes que buscan en la soledad de la una playa algo recóndita un breve
encuentro con ellos mismos frente al mar. Sin embargo, no pudo dejar de
estremecerse cuando, tras bordear el pequeño acantilado que hacía las veces de
frontera con la cala del edificio, se encontró frente a la Quinta. Todas y cada
una de las escenas vividas aquella extraña noche le volvieron a la mente como
un terrible golpe de mar que con su implacable fuerza se lleva por delante todo
aquello que obstruye su paso. Volvió al hotel y se puso una chaqueta ligera,
pero suficientemente abrigada como para evitar el frío nocturno que ya conocía.
Cenó algo ligero: un pescado a la brasa, tomó algo de vino, poco, porque quería
conservar lo más lúcida posible su mente, y remató la comida con un breve café
solo para mantenerse despierto y alerta. Regresó al hotel, cogió una linterna y
se dispuso para su excursión nocturna.
Curiosamente recordaba cada detalle del camino, le pareció que cada piedra,
cada concha, incluso cada ola se repetía exactamente igual que la noche en que
hicieron la visita a la Quinta, solo que está vez iba solo. Seguramente se paró
más de una decena de veces arrepintiéndose de la decisión que había tomado,
exactamente las mismas ocasiones en que reanudó la marcha. Estaba seguro de que
aquello que encontró estaría nuevamente allí. Eso le daba miedo, pero, al mismo
tiempo no podía resistirse a la imperiosa necesidad de conocer, de saber qué
era exactamente aquello que vieron y oyeron. Lo que les contó el pescador no podía
ser más que una leyenda, un mito. Quería creer que ese ente fantasmagórico no
era más que una farsa, que él, como ferviente creyente en la ciencia, tenía la
obligación de averiguar de qué se trataba, además, era una magnífica
oportunidad —al menos ese era su propio argumento— de encontrar un tema para su
siguiente novela.
Se encontraba solo a unos pasos de la cerca de acceso al camino que
ascendía desde la playa a la Quinta cuando oyó unas voces que provenían de arriba.
Era aún de día, aunque el sol ya estaba oculto tras la Serra da Arrábida, así que no tuvo miedo de subir. Sin embargo, lo
hizo sigilosamente. Cuando llegó al patio de acceso a la puerta principal pudo
comprobar que había unos cuantos chiquillos pintarrajeando las paredes. Ellos
se asustaron mucho más que él con el encontronazo y salieron corriendo gritando
«Fantasma, fantasma» con un marcado acento portugués. Tras una primera vuelta
de reconocimiento para comprobar que ningún chaval se hubiera quedado atrás,
comprendió que ya estaban solo él, la Quinta y quien quiera que la habitase.
Encendió la linterna no porque hubiese caído repentinamente la oscuridad, sino
porque quería comprobar —nuevamente— que funcionaba. Subió al mirador y se
subió la cremallera de la chaqueta con los estertores de luz vespertina. Se
recostó en una de las fachadas mirando enfrentado a la puerta de entrada y se
dispuso a esperar. Se notaba tenso, con el pulso acelerado, así que supuso que
no tenía que preocuparse por quedarse dormido, aun así, cuando la noche, ya
cerrada y sin luna, cayó sobre la Quinta no pudo evitar adormecerse.
El primer ruido no tardó en llegar y le sacó inmediatamente del
letargo. El segundo, rítmico y acompasado, llegó instantes después y sonó
claramente más cercano. Después llegó el tercero con la misma cadencia, el
cuarto, el quinto, el sexto. El séptimo sonó tras la puerta. Él se mantuvo
quieto, inmóvil, inexistente, paralizado por el miedo, no gracias a una suerte de
valentía que le había desaparecido por más que hubiera analizado y premeditado
su comportamiento ante la situación que estaba viviendo en ese preciso instante.
Se arrinconó. Olvidó que llevaba la linterna. La puerta se abrió con un
estruendoso chirrido que le heló el corazón. Abierta de par en par, solo pudo
vislumbrar una silueta que quería ser humana, que él quería convertir en
humana. Caminó etérea, acercándose al inmenso ventanal cuyos cristales servían
de asiento para el escritor sin que este lo notase mínimamente. Se asomó sin
que unas simples manos se apoyasen en el alféizar. Volcó su cuerpo sobre la
ventana sin apoyarse. El escritor había dejado de respirar, por miedo, por
olvido. Entonces lo vio claramente. Una lágrima había caído desde lo que
parecía ser el rostro del ser que tenía frente a sí. No podía diferenciar sus
rasgos, pero contempló cómo la gota caía al suelo, sobre la tarima de madera justo
en el lugar en el que un cerco oscuro se había formado y que les llamó la
atención en la primera visita, pero que le había pasado desapercibido en esta
segunda. Entonces se volvió, y con el mismo silencio con el que había entrado
se fue, cerró la puerta y el ruido que anunció su llegada retumbó alejándose
hasta desaparecer. El escritor recobró la consciencia de sí mismo y dejó de ser
un espectador. Se incorporó, encendió la linterna y salió presto al pasillo
para alumbrar la escalera por la que intuía había subido y bajado aquello. Ya
no había nada. Regresó al mirador a buscar la lágrima que estaba convencido
había visto caer del rostro de ese ser. Encontró la mancha, pero estaba seca,
totalmente seca. No le quedaba más remedio que volver al día siguiente.
En Mérida a 16 de junio de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera