Casa da Quinta da Comenda. (Parte iii).





La noche en la Quinta da Comenda transcurría tranquila. El escritor y su pareja habían decidido pernoctar en la galería abalconada de la última planta a la espera de que los primeros rayos de sol les despertasen y pudiesen contemplar el esperado espectáculo de la naturaleza. No habían contado con la brisa marina nocturna que se les coló entre los huesos dejándoles ateridos de frío y provocando un acercamiento entre ellos —habitualmente deseado, pero en estas circunstancias ineludible— para compartir el escaso calor que sus cuerpos demandaban. La noche era cerrada, pero despejada. La culpa era de la luna que no se atrevió a asomarse y apenas si un atisbo de luz arrojaba sombra sobre el suelo entarimado de madera que llevaba años a la intemperie. Ambos se habían arrinconado protegiéndose como podían del aire después de descartar, ante la ausencia de medios, la idea de tapar con alguna suerte de telas o plásticos los huecos de las ventanas cuyos cristales rotos estaban desparramados por el suelo. En realidad, podían haberse trasladado a alguna estancia de las plantas inferiores, pero el deseo de comunión con la naturaleza les venció frente a la promesa de resguardo que les ofrecía la casa. Casi no pudieron dormir. De vez en cuando, cuando el aire murmullaba tenebroso, se asomaban para comprobar si el horizonte lavado de arena y agua comenzaba a esclarecer. El tiempo parecía haberse detenido cuando, en el más profundo silencio, comenzaron a oír un quejumbroso ruido que provenía de las plantas inferiores. Tras el susto inicial, achacaron al mismo viento doliente los rumores, por más que sus mentes se empeñaban en negar la evidencia: no había viento alguno capaz de producir esos susurros entre los que se percibían palabras sueltas, en un idioma que bien podría ser portugués, cuyo tono subía y bajaba como si alguien o algo, y no precisamente el viento, estuviese subiendo y bajando las escaleras principales de la Quinta. El miedo irracional en connivencia con una racional deducción que descartaba cualquier ente natural como autor de los balbuceos, se apoderó de ellos. Los temblores ya no eran de frío. Se abrazaron y, paralizados por el pavor, decidieron esperar a ver qué acontecía. Los murmullos altisonantes continuaron durante un buen rato hasta que, sin previo aviso, se detuvieron. Entonces ambos se miraron y decidieron, sin mediar palabra, intentar averiguar qué había pasado. Ese silencio les infundió el valor necesario pero ilusorio, de quien, habiendo percibido el peligro, lo siente alejarse, y decidieron bajar para comprobar, ese era su deseo, que nada había. No era así.
Se asomaron al vestíbulo principal con su noble escalinata desde la puerta de acceso al torreón donde se habían acomodado. Vieron aterrados como una sombra se movía acompasadamente en los peldaños iniciales. Era algo parecido a una persona, al menos poseía las hechuras de un ser humano. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior de la vivienda comprobaron que esa figura estaba sentada y rítmicamente se inclinaba sobre sus pies para recuperar inmediatamente la verticalidad en un movimiento poco natural que les estremeció. Sin embargo, consiguieron mantenerse en silencio, aunque fue el piso de madera el que les traicionó cuando decidieron por señas coger la escalera de servicio para intentar huir de la casa y dejar atrás la terrorífica imagen que habían contemplado. Un crujido de tablones causado por los primeros pasos de la pareja provocó que ese ser extraño y espectral se levantase y elevase su cabeza hacia la parte superior para determinar la procedencia del ruido pudiendo ellos contemplarle el rostro vacío, apenado, desesperado. Entonces, un grito terrible surgió de su garganta e inmediatamente se dirigió hacia la parte superior de la casa donde estaban el escritor y su pareja que decidieron atrincherarse en el mirador cerrando la puerta y recostándose sobre ella para impedir que lo que quiera que fuese aquello lograse abrirla. Notaron la fuerza con la que ese ser golpeó la portezuela y su portillo, y al segundo empellón ambos cayeron al suelo sobre los cristales rotos de las ventanas produciéndose algún que otro corte del que no fueron conscientes hasta más adelante. La puerta quedó abierta. La figura quedó a la vista en un contraluz que solo les permitía diferenciar su silueta. Se abrazaron. El hombre en un absurdo, pero noble, gesto de valentía se colocó delante de la mujer que cerró los ojos y comenzó una retahíla de rezos que tenía olvidados desde su infancia. El hombre comenzó a gritar todo lo que pudo, no tanto para pedir auxilio como para intentar controlar, si es que eso era posible, su miedo.
El tiempo parecía haberse detenido, pero la verdad es que apenas si habían transcurrido unos segundos cuando el escritor cogió de la mano a su pareja y tirando de ella con todas sus fuerzas arremetió contra aquello que tenían ante sí para intentar deshacerse de él y escapar escaleras abajo. La sensación que tuvieron, cuando lo recordaron posteriormente —en ese instante no les llamó la atención ya que eran otros menesteres los que les preocupaban—, es que aquella cosa se apartó cuando comprobó que se abalanzaban sobre ella; se quitó eludiendo el golpe, dejándoles atravesar el umbral de la puerta y salir hacia el distribuidor. Llegaron a las escaleras y sin mirar atrás comenzaron a bajarlas desesperadamente. Ninguno de los dos recordaba por qué habían decidido subir por la escalera de servicio la tarde anterior: la escalera estaba parcialmente destruida. Se pararon a pocos metros del desembarco final, en la planta de acceso, donde la zanca estaba derruida y les obligaba a dar un gran salto que su edad no les autorizaba. Ella miró atrás y comprobó que el espectro les seguía. Él intentó descolgarse sujetándose de los tablones de madera colgados de la pared para salvar los casi tres metros que les separaban del vestíbulo principal y de su escapatoria. Ella le ayudó a bajar. Él saltó cayendo, en una suerte de extraña acrobacia, sobre sus pies. Se hizo daño. Ella se tiró sobre él cuando notó la cercana presencia de su perseguidor. Él la sujetó como pudo. Estaban en el recibidor. La puerta de salida quedaba a escasos metros. Él cojeando y apoyado sobre ella; ella histérica, respirando con dificultad por el sobreesfuerzo que estaban realizando. Ambos llegaron a la puerta. La abrieron no sin dificultad. Salieron al exterior. Sin mirar atrás prosiguieron su camino hacia el camino que bajaba a la playa. Cayeron como consecuencia de los sucesivos tropiezos y de la humedad que impregnaba las rocas que les producía continuos resbalones. Se levantaron tantas veces como cayeron. Cuando llegaron a la arena ya no podían más. Habían dejado atrás la casa. Se creían a salvo. Pararon. Respiraron. Intentaron sosegarse. Él sangraba, eran sus manos, aún tenía restos del cristal del suelo del mirador. Ella tenía numerosos rasguños. Decidieron enjuagarse con el agua del mar. Por algún extraño motivo, ambos habían decidido que ya estaban a salvo, pero esa era una decisión que no les competía a ellos. Cuando se disponían a retomar su camino hacia el hotel, bordeando el litoral, escucharon nuevamente las voces que les había aterrado hacía pocos minutos. Miraron atrás y pudieron contemplar con extrema claridad como consecuencia de los incipientes rayos de sol, que su perseguidor, que aquella cosa, se encontraba en la parte inferior del camino, a escasos metros de ellos, con gesto amenazador. Reanudaron la carrera hasta salvar el acantilado que protegía el acceso al delta del Sado donde se erigía la Quinta. Allí, un señor, un pescador para más datos, les detuvo. «No sigan corriendo», les dijo. «Aquí están a salvo, ya nadie les perseguirá». Ellos, asustados, sorprendidos e incrédulos, pero agotados, decidieron parar. Cayeron sobre la arena, exhaustos, extenuados. El pescador les ofreció una botella de agua que acabaron en un soplo. «¿Vienen de la Quinta?», les preguntó. «Sí, subimos ayer y queríamos ver el amanecer desde el torreón», respondió el escritor que apenas había recuperado el resuello. «¿Cómo se les ocurre pasar la noche allí?», les increpó, «¿no saben que está maldito, que cada noche el espíritu de la amante del conde de Armand deambula por la casa para buscarle y vengarse de él por haberla asesinado?». «Pues no, no lo sabíamos», respiró profundamente y prosiguió «y de haberlo sabido, no habríamos hecho caso…». Se levantaron y se dirigieron a su hotel a recuperarse, no sin antes dar las gracias al pescador. Ni una sola palabra se dijeron mientras regresaban.






En Plasencia a 11 de junio de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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