La noche en la Quinta da Comenda transcurría tranquila. El escritor y
su pareja habían decidido pernoctar en la galería abalconada de la última planta a la espera de que los primeros
rayos de sol les despertasen y pudiesen contemplar el esperado espectáculo de
la naturaleza. No habían contado con la brisa marina nocturna que se les coló
entre los huesos dejándoles ateridos de frío y provocando un acercamiento entre
ellos —habitualmente deseado, pero en estas circunstancias ineludible— para
compartir el escaso calor que sus cuerpos demandaban. La noche era cerrada,
pero despejada. La culpa era de la luna que no se atrevió a asomarse y apenas
si un atisbo de luz arrojaba sombra sobre el suelo entarimado de madera que
llevaba años a la intemperie. Ambos se habían arrinconado protegiéndose como
podían del aire después de descartar, ante la ausencia de medios, la idea de
tapar con alguna suerte de telas o plásticos los huecos de las ventanas cuyos
cristales rotos estaban desparramados por el suelo. En realidad, podían haberse
trasladado a alguna estancia de las plantas inferiores, pero el deseo de comunión
con la naturaleza les venció frente a la promesa de resguardo que les ofrecía
la casa. Casi no pudieron dormir. De vez en cuando, cuando el aire murmullaba
tenebroso, se asomaban para comprobar si el horizonte lavado de arena y agua
comenzaba a esclarecer. El tiempo parecía haberse detenido cuando, en el más
profundo silencio, comenzaron a oír un quejumbroso ruido que provenía de las
plantas inferiores. Tras el susto inicial, achacaron al mismo viento doliente los
rumores, por más que sus mentes se empeñaban en negar la evidencia: no había
viento alguno capaz de producir esos susurros entre los que se percibían
palabras sueltas, en un idioma que bien podría ser portugués, cuyo tono subía y
bajaba como si alguien o algo, y no precisamente el viento, estuviese subiendo
y bajando las escaleras principales de la Quinta. El miedo irracional en
connivencia con una racional deducción que descartaba cualquier ente natural
como autor de los balbuceos, se apoderó de ellos. Los temblores ya no eran de
frío. Se abrazaron y, paralizados por el pavor, decidieron esperar a ver qué
acontecía. Los murmullos altisonantes continuaron durante un buen rato hasta
que, sin previo aviso, se detuvieron. Entonces ambos se miraron y decidieron,
sin mediar palabra, intentar averiguar qué había pasado. Ese silencio les
infundió el valor necesario pero ilusorio, de quien, habiendo percibido el
peligro, lo siente alejarse, y decidieron bajar para comprobar, ese era su
deseo, que nada había. No era así.
Se asomaron al vestíbulo principal con su noble escalinata desde la
puerta de acceso al torreón donde se habían acomodado. Vieron aterrados como
una sombra se movía acompasadamente en los peldaños iniciales. Era algo
parecido a una persona, al menos poseía las hechuras de un ser humano. Cuando
sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior de la vivienda
comprobaron que esa figura estaba sentada y rítmicamente se inclinaba sobre sus
pies para recuperar inmediatamente la verticalidad en un movimiento poco natural
que les estremeció. Sin embargo, consiguieron mantenerse en silencio, aunque
fue el piso de madera el que les traicionó cuando decidieron por señas coger la
escalera de servicio para intentar huir de la casa y dejar atrás la terrorífica
imagen que habían contemplado. Un crujido de tablones causado por los primeros
pasos de la pareja provocó que ese ser extraño y espectral se levantase y
elevase su cabeza hacia la parte superior para determinar la procedencia del
ruido pudiendo ellos contemplarle el rostro vacío, apenado, desesperado.
Entonces, un grito terrible surgió de su garganta e inmediatamente se dirigió
hacia la parte superior de la casa donde estaban el escritor y su pareja que
decidieron atrincherarse en el mirador cerrando la puerta y recostándose sobre
ella para impedir que lo que quiera que fuese aquello lograse abrirla. Notaron la
fuerza con la que ese ser golpeó la portezuela y su portillo, y al segundo
empellón ambos cayeron al suelo sobre los cristales rotos de las ventanas
produciéndose algún que otro corte del que no fueron conscientes hasta más
adelante. La puerta quedó abierta. La figura quedó a la vista en un contraluz
que solo les permitía diferenciar su silueta. Se abrazaron. El hombre en un
absurdo, pero noble, gesto de valentía se colocó delante de la mujer que cerró
los ojos y comenzó una retahíla de rezos que tenía olvidados desde su infancia.
El hombre comenzó a gritar todo lo que pudo, no tanto para pedir auxilio como
para intentar controlar, si es que eso era posible, su miedo.
El tiempo parecía haberse detenido, pero la verdad es que apenas si
habían transcurrido unos segundos cuando el escritor cogió de la mano a su
pareja y tirando de ella con todas sus fuerzas arremetió contra aquello que
tenían ante sí para intentar deshacerse de él y escapar escaleras abajo. La
sensación que tuvieron, cuando lo recordaron posteriormente —en ese instante no
les llamó la atención ya que eran otros menesteres los que les preocupaban—, es
que aquella cosa se apartó cuando comprobó que se abalanzaban sobre ella; se quitó
eludiendo el golpe, dejándoles atravesar el umbral de la puerta y salir hacia
el distribuidor. Llegaron a las escaleras y sin mirar atrás comenzaron a
bajarlas desesperadamente. Ninguno de los dos recordaba por qué habían decidido
subir por la escalera de servicio la tarde anterior: la escalera estaba
parcialmente destruida. Se pararon a pocos metros del desembarco final, en la
planta de acceso, donde la zanca estaba derruida y les obligaba a dar un gran
salto que su edad no les autorizaba. Ella miró atrás y comprobó que el espectro
les seguía. Él intentó descolgarse sujetándose de los tablones de madera
colgados de la pared para salvar los casi tres metros que les separaban del
vestíbulo principal y de su escapatoria. Ella le ayudó a bajar. Él saltó
cayendo, en una suerte de extraña acrobacia, sobre sus pies. Se hizo daño. Ella
se tiró sobre él cuando notó la cercana presencia de su perseguidor. Él la
sujetó como pudo. Estaban en el recibidor. La puerta de salida quedaba a
escasos metros. Él cojeando y apoyado sobre ella; ella histérica, respirando
con dificultad por el sobreesfuerzo que estaban realizando. Ambos llegaron a la
puerta. La abrieron no sin dificultad. Salieron al exterior. Sin mirar atrás
prosiguieron su camino hacia el camino que bajaba a la playa. Cayeron como
consecuencia de los sucesivos tropiezos y de la humedad que impregnaba las
rocas que les producía continuos resbalones. Se levantaron tantas veces como
cayeron. Cuando llegaron a la arena ya no podían más. Habían dejado atrás la
casa. Se creían a salvo. Pararon. Respiraron. Intentaron sosegarse. Él
sangraba, eran sus manos, aún tenía restos del cristal del suelo del mirador.
Ella tenía numerosos rasguños. Decidieron enjuagarse con el agua del mar. Por
algún extraño motivo, ambos habían decidido que ya estaban a salvo, pero esa
era una decisión que no les competía a ellos. Cuando se disponían a retomar su
camino hacia el hotel, bordeando el litoral, escucharon nuevamente las voces
que les había aterrado hacía pocos minutos. Miraron atrás y pudieron contemplar
con extrema claridad como consecuencia de los incipientes rayos de sol, que su
perseguidor, que aquella cosa, se encontraba en la parte inferior del camino, a
escasos metros de ellos, con gesto amenazador. Reanudaron la carrera hasta
salvar el acantilado que protegía el acceso al delta del Sado donde se erigía
la Quinta. Allí, un señor, un pescador para más datos, les detuvo. «No sigan
corriendo», les dijo. «Aquí están a salvo, ya nadie les perseguirá». Ellos, asustados,
sorprendidos e incrédulos, pero agotados, decidieron parar. Cayeron sobre la
arena, exhaustos, extenuados. El pescador les ofreció una botella de agua que
acabaron en un soplo. «¿Vienen de la Quinta?», les preguntó. «Sí, subimos ayer
y queríamos ver el amanecer desde el torreón», respondió el escritor que apenas
había recuperado el resuello. «¿Cómo se les ocurre pasar la noche allí?», les
increpó, «¿no saben que está maldito, que cada noche el espíritu de la amante
del conde de Armand deambula por la casa para buscarle y vengarse de él por
haberla asesinado?». «Pues no, no lo sabíamos», respiró profundamente y prosiguió
«y de haberlo sabido, no habríamos hecho caso…». Se levantaron y se dirigieron
a su hotel a recuperarse, no sin antes dar las gracias al pescador. Ni una sola
palabra se dijeron mientras regresaban.
En Plasencia a 11 de junio de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera