La Quinta da Comenda permanece impasible al paso del tiempo. Parece no
mostrar interés alguno en la despiadada sucesión de los días. Es indudable que
la falta de uso le provoca una decadencia material que queda contrarrestada por
la magnificencia de su trazado dentro del majestuoso paraje natural en el que
se erige. Sin embargo, sus paredes, tanto interiores como exteriores, muestran,
al margen de algunas intervenciones más o menos afortunadas realizadas en los
últimos tiempos tras su adquisición en los años 80 por parte del empresario
portugués António Xavier de Lima, ya fallecido, una riqueza decorativa
ensalzada por la obra del ceramista portugués José António Jorge Pinto, que
llena de un embelesador colorido con sus paneles de azulejos las estancias del
inmueble, a pesar de que muchos de los mismos han sido esquilmados y expoliados,
siendo la imaginación del visitante la que tiene que completarlos para absorber
y dejarse cautivar por su auténtica belleza.
Es difícil precisar con exactitud el paso por la Quinta de todas las personalidades
famosas que la cultura popular —perífrasis
de chismorreo— quiere atribuirle, tales como Jackie Kennedy, a quien se le
asocia una visita acompañada de sus hijos tras la muerte de su marido en 1963 con
el objeto de refugiarse del mundo, entonces consternado por el magnicidio, o su
propia hermana, Lee Radziwill, que llegó durante el verano de 1965 con su amigo
Truman Capote para disfrutar de los asombrosos parajes de la Arrábida. Estas
visitas, ocultas en cierto modo tras un misticismo elitista y cubiertas por la
habladuría popular, resultan un evidente y potente atractivo para la
edificación sin que uno tenga la necesidad de detenerse a analizar la veracidad
de dichas estancias porque, en definitiva, carecen de trascendencia histórica o
patrimonial. Lo que no ha lugar a dudas es que el emplazamiento resulta
sobrecogedor y su historia no deja indiferente a nadie ya sea real o inventada.
No hace mucho tiempo, a principios del siglo xxi, con el edificio ya abandonado
a su suerte fiduciaria, pero absorto en su eterna presencia, un conocido escritor
norteamericano de raíces lusas, cuyo nombre debo conservar en el anonimato,
visitó la Quinta en un viaje sorpresa, de esos que llaman relámpago, cuando
llegó a sus oídos que el edificio, en manos de los herederos de António Xavier
de Lima, iba a ser malvendido no se sabe bien si por necesidades de la familia
o por falta de acuerdo sobre el porvenir del edificio. Este hombre llegó sin
avisar a nadie, acompañado por su entonces pareja, y se acercó a la casa dando
un paseo por la costa, pues es sabido que la Quinta no tiene cerrada sus
puertas, siendo este seguramente uno de los motivos de su ocaso. Realizaron una
incursión —con tintes de allanamiento— al interior de la vivienda tras acceder
desde su salida al mar, junto a la desembocadura del río Sado, por un camino
empedrado con alargados peldaños en pendiente descendente para evitar el
encharcamiento causado por las ocasionales lluvias torrenciales y poder salvar
en una distancia más o menos corta el acusado desnivel existente entre el
emplazamiento del palacete y el nivel del mar. En su interior, el perfecto estado
de la tarima de madera les llamó la atención puesto que se trata de un edificio
muy expuesto al rigor del clima costero atlántico y ya hace tiempo que se
perdieron los vidrios de los huecos exteriores. La vaporosa luz vespertina les invitaba
a subir, a ascender a lo más alto de la edificación atraídos por un singular halo
que la casa, orgullosa y altiva, pretendía mostrarles desde la galería, como si
tuviese su propia personalidad, facilitándoles contemplar su fabuloso cielo en
tierra. Subieron con extrema precaución una de las escaleras de la casa, la secundaria,
la que no se abría al vestíbulo. No hubo ningún motivo aparente en esa
decisión, tal vez la ausencia de barandilla en la apertura espacial que unía los
distintos niveles de la escalera principal fue lo que terminó provocando esa
providencia que resultaría, a la postre, trascendental. Llegados al mirador quedaron
deslumbrados por el paisaje. El horizonte azul parecía extenderse infinito,
embaucándoles con un torbellino de sensaciones inexplicables que solo en su misma
presencia encontraba, no justificación, sino espiritualidad. Sin embargo,
faltaba algo, faltaba el sol apareciendo tras el mar, surgiendo entremezclado
en agua y lengua de tierra, queriendo imponer su refulgente resplandor a la
oscuridad de la noche estrellada venciéndola poco a poco, con sutileza, con
delicadeza y parsimonia hasta deslumbrar la costa, así que decidieron pasar la
noche allí, al abrigo de una casa abandonada que les enseñaba su paisaje en
connivencia con el propio entorno. Tal vez ese fue el motivo por el que el
Conde Ernest Armand decidió pernoctar allí antes de construir la Quinta según
le indicó a su hijo Abel en el escrito con el que, antes de morir, la donaba el
inmueble, y así lo hizo en las sucesivas ocasiones en que deambuló por el
paraje, una vez erigido el edificio, incluida aquella fatídica visita que
terminó con la muerte de la doncella. Tal vez ese fue el motivo que movió al
Conde a pedir al arquitecto, Raúl Lino, que también pasara una noche allí antes
de proyectar la Quinta. Y tal vez, solo tal vez, ese fue el motivo por el que el
heredero del Conde, su hijo Abel, no fue capaz de pasar ni siquiera una sola
noche en la casa. Los corazones de los hombres son inextricables y puede que el
sol, henchido de sí, no quiera compartir su belleza más que con aquellos que él
considera merecedores de su luz.
En Mérida a 2 de junio de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera