Casa da Quinta da Comenda. (Parte i).





En 1870 Ernest Armand, político francés que fue nombrado Conde en 1867 de manos del papa Pío IX gracias a su ayuda frente a Garibaldi, fue enviado como diplomático a Portugal, donde ese mismo año alquiló el Palácio do Santos en Lisboa, adquirido posteriormente por el gobierno francés y que se convertiría en 1948 en la embajada francesa. En marzo de 1872, tras un viaje de ocio que realizó a Setúbal convencido por uno de sus ayudantes y traductor, se enamoró de la mujer que le sirvió en su breve estancia. Ella no quiso corresponderle, seguramente por miedo a su marido, pero él adquirió una amplia extensión de terreno cercana a la entonces pequeña localidad de Setúbal, ubicada en las faldas de la Sierra de la Arrábida y con unas vistas privilegiadas sobre el mar, para construirse un palacete que le permitiera regresar a disfrutar de los placeres que la vida y su privilegiada posición le ofrecían.

Durante otra visita que realizó el Conde posteriormente a Setúbal, tenaz y perseverante, convenció a la lugareña para que le acompañara a ver los terrenos, argumentando que requería de sus servicios para un almuerzo que quería celebrar frente al mar. La mujer, dócil y servil, obedeció instada por su propio marido que intuía en la proposición del Conde una suculenta remuneración. Ernest Armand, en cuanto llegaron a los terrenos, procuró seducirla con agasajos, pero ella no se dejó hacer y él intentó propasarse con el consiguiente forcejeo que terminó, al atardecer, con la caída de ella desde el pequeño acantilado al que se asomaba el terreno, golpeándose fatalmente la cabeza. El Conde, despreocupado, decidió pasar la noche a la intemperie mientras el cadáver de la mujer era arrastrado por la marea. Las autoridades locales creyeron la versión del Conde que narró el terrible accidente con gran elocuencia obviando los detalles escabrosos y argumentando que incluso había intentado recuperar el cuerpo de la mujer lanzándose al mar. Prácticamente fue considerado un héroe. El marido apenas intervino silenciado por el suculento donativo que le ofreció el Conde para «… sacar adelante a su familia tras la terrible pérdida».

Poco después, el propio Conde quiso proseguir con su proyecto, tal vez entusiasmado por la aventura que había vivido, tal vez apesadumbrado por la trágica muerte de la mujer, tal vez por no levantar sospechas. El caso es que encargó el diseño del futuro palacete a un renombrado y afamado arquitecto de la época, Raúl Lino, autor, entre otros edificios, del Teatro Tivoli de Lisboa. Solo le puso una condición: debía pasar una noche en el promontorio en el que se elevaría la edificación dominando la bahía —de igual forma que lo había hecho él tras el asesinato de la doncella—. El resultado, aceptado el reto, fue la fabulosa Quinta da Comenda que surge como parte del risco en el que se asienta, a orillas del río Sado, al tiempo que queda integrada perfectamente en la excelsa vegetación de la Sierra de la Arrábida ofreciendo unas vistas memorables sobre el mar.

Años después, en 1877, la prensa local se hizo eco de una nueva visita del Conde a la ciudad de Setúbal con el edificio ya construido. Es el periódico la Gazeta Setubalense el que informa en su edición del 18 de marzo de ese mismo año que “Esteve quinta-feira nesta cidade o sr. Conde Armand, distinto diplomata, ministro da França em Lisboa. S. Exª foi visitar a pitoresca propriedade que possui no sítio da Comenda”. Sin embargo, el Conde, según es sabido, no pasó ni una sola noche en su palacete, ni en esa visita ni en otras posteriores que figuran en su diario. Seguramente fue un profundo sentimiento de culpa lo que le impidió disfrutar de su magnífica posesión.

Dos décadas después, poco antes de morir a finales de 1898, el Conde donó el palacete a su hijo Abel Henri George, que residía en París. Abel, quien desconocía la existencia de esa propiedad, se trasladó a comprobar el estado de su nueva posesión sin demasiado interés quedando encantado con su magnífica presencia. Buscó trabajadores entre los paisanos de la ciudad para encargarles el arreglo y la reparación de la casa, en visible estado de abandono, pero los peores farios ya habían recaído sobre la vivienda y no consiguió que nadie fuese a desarrollar dichas labores. Se vio obligado a trasladar a algunos obreros y limpiadoras desde Sesimbra y Lisboa para lograr que preparasen la casa. Una vez lista se dispuso a pasar la primera noche entre sus paredes. No lo logró. Salió huyendo inmediatamente hacia París sin dar más explicaciones.

En 1919, tras la muerte del heredero del Conde, Abel, la propiedad pasó a manos de su mujer François de Brantes que se trasladó cada verano con sus cinco hijos a la Quinta para disfrutar del fresco verano arrábido. Al parecer no se produjeron incidentes reseñables durante la estancia de la familia y el palacete se colmó de vida durante este período llenándose de amigos de la familia procedentes de muchas naciones atraídos por las maravillosas vistas que ofrecía la edificación y que eran mostradas en las postales que François enviaba con la correspondiente invitación.





En Plasencia a 28 de mayo de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera