Casi no me he dado cuenta, pero hoy hace 300 textos que comencé a
escribir de forma regular cada domingo, de cada semana, de cada mes, de cada
año desde el 20 de noviembre de 2011. No he faltado a mi cita dominical —aunque
al principio publicaba los sábados— ni una sola vez, al menos hasta donde yo
recuerde y no tengo mala memoria, o eso dicen.
Cada relato publicado lleva detrás un regalo, el único que puedo hacer de
forma absolutamente desinteresada y el único que puedo hacerle a tanta gente:
mi tiempo. Ese tiempo es mi regalo a todos los que han tenido la valentía de leerme
de forma regular o a aquellos que lo han hecho esporádicamente, seguramente de
forma fortuita. En realidad, no es un regalo tan desinteresado, debo reconocerlo,
porque, a pesar del tiempo dedicado, no supone realmente un sacrificio para mí.
Tras esas más de trescientas mil palabras escritas, algunas con más fortuna que
otras, está esa suerte de vocación, más o menos frustrada, que recorre los poros
de mi piel y que se traslada desde mi cabeza a los dedos de mis manos para
transformarse en letras que buscan un sentido en la lectura de los demás, que
quieren encontrar un atisbo de belleza que se refleje en la mente de cada
persona que me lee y que procuran provocar un entretenimiento más o menos
afortunado. Entre esas miles de frases ha aparecido una novela publicada
—Martes y Cuarenta Años—, varios libros y artículos, fruto de mis investigaciones
sobre el patrimonio, y se han concluido otras dos novelas que aún no han visto más
luz que de la de mi ventana —El Bodegón de las Cebollas y La Rebelión de los
Mediocres—por, seguramente, falta de tiempo por mi parte para buscar un editor
o publicarla de forma autónoma. En fin, no damos abasto todo lo que quisiéramos,
pero la realidad es que hoy toca dar las gracias.
Gracias a todos los que deciden dedicar parte de su tiempo a leerme
con el riesgo de que no les guste lo que leen.
Gracias a los incondicionales que, incluso intuyendo que no van a
encontrar lo que buscan, deciden darme una nueva oportunidad cada semana y leen
lo que tengo que decir e incluso lo comparten.
Gracias a mi familia porque siempre está ahí y encuentra ese ratito
que hace falta para leerme. Gracias a mis hijos porque, sin saberlo, su ayuda
es inestimable para que pueda escribir. Gracias especialmente a Cristina que no
solo encuentra ese ratito para leerme, sino que también me lo concede para que
pueda dedicárselo a estas letras.
Gracias,
sinceramente gracias.
Imagen libre de la red.
En Mérida, a punto de salir hacia Setúbal, a 20 de mayo de 2017. Por cierto, feliz cumpleaños a Cristina que hoy, ya 21, cuando lo lea, tendrá por aquí otra felicitación.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera