—Nuestra mayor aspiración es conseguir la máxima autonomía personal en
los recorridos urbanos—dijo el guía de Karla, la chica ciega que capitaneaba el
grupo—. Esto es lo que queremos. Lo demás es utopía.
—Pero siempre se podrá mejorar la accesibilidad de los espacios
arquitectónicos para lograr esa autonomía, ¿no? —pregunté incrédulo.
—Son tantos los parámetros a tener en cuenta y tan escasa la
concienciación que es prácticamente imposible lograr la plena accesibilidad en
la arquitectura. Sin embargo, en efecto, hay que luchar por alcanzarla.
Asentí en silencio, algo que es, evidentemente, un estúpido error
cuando frente a ti tienes una persona invidente.
—Estamos convencidos de que podemos salvar los elementos
circunstanciales que existen en los espacios públicos, como el tráfico, el
mobiliario o los propios transeúntes para lograr que una persona con alguna discapacidad
visual pueda valerle por sí misma y llegar de un sitio a otro sin depender de
nadie —prosiguió él, quien, durante la charla, en ningún momento dejó que Karla
perdiera el contacto con su brazo derecho—. Pero, indudablemente, lo primero
que hay que lograr es que todas las características permanentes de estos
espacios urbanos que definen nuestras ciudades se encuentren adaptados para las
personas con deficiencias visuales. Y, ojo, yo hablo de deficiencias visuales
porque es lo que más me afecta, pero no podemos olvidar las otras
discapacidades que sufren, sufrimos, porque tú también puedes encontrarte en
una situación así, los seres humanos, —se mantuvo en silencio durante un
instante, Karla se acercó a él y le dijo unas palabras al oído—. Sabes, somos
muy egoístas, vosotros sois egoístas, —se refería a los técnicos que estábamos
escuchando su manifiesto—. Proyectáis y diseñáis sin pensar en nosotros,
cuando, si solo os paraseis a plantearos los problemas que deben afrontar
aquellos que tienen distintas capacidades, estoy seguro de que lograríamos hacer
que nuestras ciudades se convirtiesen en espacios más amables para todos,
incluso para vosotros que confiáis en vuestra plena capacidad. Debéis
concienciaros porque esa puede ser una situación temporal y, tal vez, solo tal
vez, mañana os encontréis el mismo problema que Karla —finalizó mientras me
colocaban el pañuelo para taparme los ojos.
Se le veía enfadado. Enfadado con nosotros, con el mundo, a pesar de
que su discurso era pedagógico. Evidentemente no nos estaba culpando de la
realidad de Karla, no, pero pareciera que su deseo de alcanzar la plena
accesibilidad en los espacios urbanos fuese realmente una quimera.
—Es muy sencillo —dijo—. Solo tenéis que dejaros llevar por vuestro
guía. No debéis soltarle el brazo y tenéis que caminar un paso por detrás de
él. Recordad que el brazo es suyo, no intentéis arrancárselo, —hubo una risa
tensa y contenida proveniente de todos los que, por unos instantes, íbamos a
dejar de ver y a deshacer el mismo camino que acabábamos de realizar para
llegar a la Plaza de San Juan, en Cáceres, desde el Palacio de la Generala,
apenas doscientos metros que habíamos recorrido con nuestras facultades
visuales plenas.
Dice la Orden VIV/561/2010, de 1 de febrero de condiciones básicas de
accesibilidad y no discriminación para el acceso y utilización de los espacios
públicos urbanizados, publicada en el BOE de 11 de marzo de 2010, que es
necesario “…insertar la accesibilidad universal de forma ordenada en el diseño
y la gestión urbana…”. Es necesario, muy necesario. Yo mismo lo iba a
comprobar.
Ya no contaba con el sentido de la vista, pero tenía una guía, Aurora,
a la que no conocía y cuyo rostro no había visto. Mis ojos eran sus ojos, aunque
mis ojos no veían. Tomé su brazo con mi mano izquierda, justo por encima de su
codo. No lo solté ni un solo instante durante el recorrido que no sé si duró
cinco minutos o cinco horas, tampoco sé si provoqué en ese brazo algún hematoma
o magulladura porque me aferré a él como si mi vida dependiera de ello y, en
realidad, dependía de ello. Perdí mi contacto con la realidad, aparecieron
sensaciones que, de ordinario, no existen. La primera y más profunda, la que va
a la línea de flotación de cualquier persona, fue la inseguridad, no podía
valerme por mí mismo no podía regresar a nuestro punto de partida sin ayuda; de
repente, también me sentí desvalido, casi abandonado, inútil. De otra parte,
fui consciente de mi total dependencia de mi guía cuando dio el primer paso y
tiró de mí. Mis pies no querían andar porque no sabían qué tenían delante, pero
les obligué a hacerlo. En los primeros pasos prácticamente no levantaba la
planta del pie, casi los arrastraba para intentar localizar algún obstáculo que
pudiese provocar mi caída. Solo cuando comencé a confiar plenamente en mi guía,
gracias a que me describía lo que tenía ante mí y no podía ver, pude caminar algo
más tranquilo. Mis pies apreciaban los cambios de pavimento que, extrañamente,
no indicaban nada y resultaba desconcertante. Mis oídos querían captar más de
lo que acostumbran, pero nada servía más allá de lo que me indicaba mi guía y
mi mano libre intentaba rechazar cualquier elemento que pudiera interponerse en
mi camino para evitar un choque, moviéndose espasmódicamente en el aire, especialmente
cuando se producían cambios en el nivel de luz que mis ojos, tapados, percibían.
Es obvio que esa realidad era temporal para mí, provisional, casi un juego,
pero, sin embargo, me sirvió para darme cuenta de las grandes dificultades que
debe afrontar una persona con cualquier discapacidad para lograr la máxima
autonomía que es, que debe ser, un derecho irrenunciable.
—Llegan los escalones —me dijo Aurora.
Soy arquitecto, sé proyectar una escalera. Conozco la regla de
Rondelet que parametriza la longitud media del paso según una relación básica (dos
veces la contrahuella más la huella debe estar entre 60 y 64 cm) o la de
Schmidt y Hansmann que indica que una escalera es cómoda si la diferencia entre
huella y contrahuella es unos 12 cm, y es segura si la suma de la huella más
contrahuella es de 46cm. Resulta complejo aplicar estos conocimientos para
subir una escalera sin verla. Se aprecia, al menos eso me pareció, cualquier
diferencia de replanteo que suponga la existencia de alguna discontinuidad en
el paso, ya sea porque una huella es más o menos ancha o porque la contrahuella
tenga más o menos altura puesto que ese desnivel provoca que te tropieces, o
incluso supone un riesgo que la huella sea excesivamente pequeña o que la
contrahuella sea excesivamente alta.
—Estamos en la puerta —me dijo.
Creo que no abrí la boca ni un solo instante. No sé si no fui capaz o,
sencillamente, necesitaba la máxima concentración para poder afrontar el
recorrido con “ciertas” garantías. Lo que sí que recuerdo perfectamente fue mi primera
frase a Aurora: Gracias.
No necesito recibir las gracias de nadie si diseño procurando
encontrar soluciones para las personas con distintas capacidades. Ese es mi
trabajo. Ahí está mi ingenio y la dignificación de mi trabajo. La arquitectura
debe ponerse al servicio de la accesibilidad, debe resolver problemas, debe
orientar, comunicar, facilitar. Ese debe ser mi trabajo, nuestro trabajo.
Fotografía: Imagen libre de la red.
Este laboratorio de Accesibilidad estuvo organizado por Juan Saumell desde el Grupo de Investigación de Construcciones Arqutiectónicas al que pertenezco de la Universidad de Extremadura en colaboración con la Universidad de Florencia, la Fundación Helga de Alvear, FEXAS, COCEMFE Cáceres, la ONCE, el Atenero de Cáceres, CARYSO, el COAAT y el COADE.
Mi más sincero agradecimiento a quienes apuestan por la accesibilidad y hacer una magnífica labor pedagógica.
Mi más sincero agradecimiento a todos los participantes.
Mi más sincero agradecimiento a todos los participantes.
En Cáceres a 5 de abril de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera