Mis hijos, mellizos para más datos, comenzarán en breve su período de
escolarización, periplo vital que les marcará de por vida, tras cumplir los
tres años. A su madre y a mí, como padres, nos preocupa la elección del colegio
en el que recibirán su formación y/o educación, ergo, el sistema educativo no
funciona bien. Y abundando en la redundancia, el sistema educativo no funciona
bien porque a su madre y a mí nos preocupa el colegio al que van a ir nuestros
hijos; por lo que veo este desvelo está extendido entre la mayoría de padres.
Esta no es una preocupación locativa, hay suficientes colegios en nuestro
entorno, aun así, asumimos que tendremos que llevarles en coche, incluso aunque de
la puerta de casa a la del colegio tardásemos paseando pocos minutos (el ritmo
lo marcan los niños), este es el mundo en el que vivimos. Tampoco se trata de un
problema de equipamiento de los centros, en absoluto, están suficientemente
dotados, ni de la calidad del personal educativo, magnífica hasta donde conocemos. Se trata de una inquietud para con nuestros hijos de carácter
formativo y/o educativo. Hago hincapié en la diferenciación entre estos dos
vocablos, en mi opinión trascendental, porque no podemos pretender que la
institución que esté al cargo de la formación de nuestros hijos asuma también
su educación, al menos no por completo porque, indudablemente, su incidencia en
nuestros hijos repercutirá directamente en su educación, más allá de los
conocimientos que pueda transmitirles.
El 9 de septiembre de 1813, en Cádiz, un grupo de intelectuales
encabezados por Manuel José Quintana (poeta, abogado y también político a la
sazón) elaboró un interesantísimo informe sobre la educación nacional encargado
por la Junta de Instrucción Pública derivado del Título IX de la Constitución
de 1812, que estaba dedicado íntegramente a la educación. He tenido el placer
de leerlo en su totalidad, no es excesivamente largo, pero, sin embargo, está
lleno de conceptos, ideas e intenciones que me parecen sumamente atractivos.
Desgraciadamente la restauración absolutista impuesta con el regreso de
Fernando VII, tristemente “el Deseado”,
terminó con lo que pudo haber sido el germen de una nación moderna y nos
retornó a una etapa de ignominia por más que, durante apenas un trienio, se
intentasen recuperar los ideales constitucionalistas de Cádiz. En fin, los
llantos del pasado no mejoran el futuro, pero sí que sirven, al menos, para
aprender de los errores e intentar no cometerlos en los días venideros, aunque
esto no deje de ser una utopía. El caso es que en este informe se promulga un
ideal maravilloso, que se repite de forma casi literal en todas las
exposiciones de motivos de las sucesivas leyes que han venido aconteciendo en
el ámbito educativo en este santo (por la gracia divina) país que tenemos, lo
cual me hace pensar que nuestros políticos son, en general, troleros porque
escriben en las leyes lo que queremos leer, aunque después el mazo de la
realidad nos muestre algo bien distinto (lean si no me creen el preámbulo de la
LOMCE que aparece en la imagen que encabeza este texto). Quintana, sin embargo,
desarrolla sus ideales en un contexto bien distinto al actual, haciendo un
ejercicio de reflexión y honestidad memorable. Ofrecía la educación (o
instrucción, por cuyo nombre se designaba en el informe) como el instrumento “… que desenvuelve nuestras facultades y
talentos, y los engrandece y fortifica con todos los medios acumulados por la
sucesión de los siglos en la generación y en la sociedad de que hacemos parte.
Ella, enseñándonos cuáles son nuestros derechos, nos manifiesta las
obligaciones que debemos cumplir: su objetivo es que vivamos felices para
nosotros, útiles á los demás; y señalando de este modo el puesto que debemos
ocupar en la sociedad, ella hace que las fuerzas particulares concurran con su
acción á aumentar la fuerza comun, en vez de servir á debilitarla con su
divergencia ó con su oposición”. Ahí es nada. Es decir, la educación se debería
convertir en el verdadero instrumento integrador de la ciudadanía, en el
mecanismo de reforma social y en el medio para alcanzar una coherente y
racional evolución y progreso de la sociedad.
Además, Quintana propuso las bases generales de toda enseñanza, que
tampoco tienen desperdicio, partiendo de la base de que debe ser pública, cosa
con la que estoy totalmente de acuerdo, pues, de este modo, se asegura el
equilibrio de oportunidades en la patente desigualdad social. Así pues, “Siendo la instrucción pública el arte de
poner á los hombres en todo su valor tanto para ellos como para los semejantes,
la Junta ha creído que… la instrucción debe ser tan igual y tan completa como
las circunstancias lo permitan”. De este modo, para Quintana la educación
debería ser: universal; igualitaria; pública y gratuita para
no limitar el acceso a los menos pudientes; uniforme
en los estudios para evitar caprichos
y no “…perpetuar la discordancia
repugnante que siempre ha existido en nuestras escuelas, y de aquí a la disputa
de opiniones, las disputas acaloradas é interminables,”; enseñada desde una única doctrina y con un único método, incluso una única lengua la que se enseñe, “la lengua castellana”, como lengua
nativa por ser “…el instrumento más fácil
y más a propósito para comunicar uno sus ideas, para percibir las de otros,
para distinguirlas, determinarlas y compartirlas”; y, sobre todo, la
educación debe ser libre, en su
concepción más extensa y amplia.
Cualquier cosa, vaya, la que este grupo de intelectuales propuso y que
debe ser leída y entendida en el contexto en el que se escribió, aunque, como
digo, estas mismas cuestiones, matizadas con sibilina sutileza y eufemismos
retóricos, se encuentran en los preámbulos o en las exposiciones de motivos de
las sucesivas leyes que, desde la Ley de Reforma Educativa de 1970 dictada en
el período franquista y traída a colación porque una gran parte de los padres
que ahora nos preocupamos por la formación y educación de nuestros hijos fuimos
formados y educados con esa ley, hasta la denostada LOMCE del 2013, nos han “enriquecido”
(léase en sentido irónico) con cientos de cambios, desajustes, discusiones,
protestas y remilgos para que cada partido dirigente certificase su odio al
contrario perpetuando el caos y la ausencia de excelencia en nuestro sistema
educativo. El caso es que desde entonces se han sucedido ocho leyes, oigan bien, ocho (siete de ellas en período democrático), que han pretendido reglar nuestra
educación y la de nuestros hijos, o dicho de forma más grave y solemne, de la
sociedad (de la que obviamente formamos parte nosotros y nuestros hijos).
Con el Boletín Oficial del Estado en la mano (en sentido figurado) y salvo error en el mismo, me
he molestado en ir comprobando cada una de esas leyes, todas ellas orgánicas,
esto es, derivadas de la Constitución (excepto lógicamente la de 1970) y
revisando su contenido desde el punto de vista del curioso que no es pedagogo,
ni legalista, ni político, esto último me permite, pues mi asiento en el
trabajo no se debe a los votos de nadie, decir libremente lo que me plazca,
siempre con respeto, claro está. El caso es que, al margen de los contenidos
que, vistos desde un punto de vista aséptico, son, en términos generales,
razonables todos ello con sus contextualizados matices, me llama la atención el
batiburrillo de derogaciones parciales de artículos y leyes que se ha venido
produciendo y que hace que ahora tengamos vigente un no se sabe bien qué ley
con qué artículos. Fíjense:
· Ley 14/1970, de 4 de agosto, General de Educación y Financiamiento
de la Reforma Educativa. La LGE fue derogada el 24 de mayo de 2006. Sí, de
2006, eso significa que, legalmente, esta Ley preconstitucional nos ha estado
educando parcialmente ya que algunos artículos se derogaron antes, hasta hace
poco más de una década.
· Ley Orgánica 5/1980, de 19 de junio, por la que se regula el
Estatuto de Centros Escolares. Esta ley (LOECE) fue derogada el 4 de julio de
1985.
· Ley Orgánica 8/1985, de 3 de julio, reguladora del Derecho a la Educación.
La LODE sigue vigente hoy en día, al igual que pasa con otras, de forma parcial
ya que algunos de sus artículos sí que han sido derogados.
· Ley Orgánica 1/1990, de 3 de octubre, de Ordenación General del
Sistema Educativo. La LOGSE fue derogada el 24 de mayo de 2006.
· Ley Orgánica 9/1995, de 20 de noviembre, de la participación, la
evaluación y el gobierno de los centros docentes. La LOPEG fue derogada el 24
de mayo de 2006.
· Ley Orgánica 10/2002, de 23 de diciembre, de Calidad de la
Educación. La LOCE fue derogada el 24 de mayo de 2006, esta ley curiosamente no
llegó a aplicarse.
· Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación. La LOE se encuentra
vigente actualmente, tal vez su virtud legislativa haya sido quitar de un
plumazo muchas de las leyes “obsoletas” hasta entonces.
· Ley Orgánica 8/2013,
de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa. Esta ley se
encuentra vigente, no sé si por mucho tiempo, aunque el parecer general es que
no será demasiado.
En fin, tras esta amalgama de leyes se esconde la incapacidad manifiesta
y vergonzante de los sucesivos gobiernos, sin desdeñar la correspondiente cuota
de responsabilidad para la oposición, de crear una ley educativa duradera, en
palabras de Quintana: universal, igualitaria, pública, gratuita, uniforme,
metódica y libre. Es una lástima la incompetencia de nuestros políticos
para alcanzar un pacto verdadero para una verdadera razón de estado, aunque,
claro, la educación se convierte en una suculente moneda de cambio para cuestiones, lo
siento, pero es así, muy menores, que los partidos anteponen a algo que deviene,
también en palabras de Quintana, de la educación como es el bienestar de la
sociedad y de sus individuos.
Me importan un bledo, espero ser lo suficientemente claro, los dimes y
diretes de los distintos grupos políticos. Me importan un bledo los intereses
partidistas de cada uno a la hora de defender cuestiones locales, regionales o
particulares. Me importan, oigan bien, un bledo. Solo quiero la mejor educación
(omito intencionadamente la palabra formación, aunque implícitamente deba
considerarse incluida) posible para mis hijos puesto que va a ser compartida
por una institución pública y por sus padres. Así pues, hago un llamamiento a esos
señores que están sentados en el Hemiciclo para que se traguen los sapos
necesarios y superen el malestar que pueda provocarles en sus tripas verse junto (no digo enfrente) a aquellos a quienes insultan sin
consideración en otras mesas y elaboren una Ley de Educación (no se preocupen
que ya les doy yo las siglas para que no las tengas que pensar demasiado, LE,
la “LE”, un nombre muy gracioso que permitirá chanzas sin fin, pero que tenga un fondo serio). Esta ley deberá
contener lo que una ley de educación debe contener, además de ser duradera,
pero flexible para amoldarse a la realidad de nuestro tiempo actual y venidero
(perdonen la obviedad) para que sea la mejor posible, y aprovechen verdaderamente
los recursos materiales que tanta inversión han supuesto, y los recursos humanos
que tienen a su disposición con los profesores, administrativos y demás
personal vinculado a la docencia. Cópienla de aquellos países en los que
funcione, no intenten innovar, por dios, ustedes no son lo suficientemente buenos,
se lo aseguro, lo compruebo cada día, y háganlo de un puñetera vez porque ya me
dirán cómo podemos nosotros como padres, como miembros de esta sociedad, ver el
futuro panorama educativo atendiendo a los antecedentes si, en el mejor de los
casos, durante el tiempo que mis hijos estén en el sistema educativo tienen que
soportar (utilizando el ratio de los últimos cuarenta años) al menos dos leyes
educativas diferentes, consecuencia de la incompetencia y del rencor entre
políticos. Solo entenderé que no les preocupe verdaderamente si han decidido
darles a sus hijos una educación privada (del concierto ya hablaremos cuando toque porque comprensiblemente reduce los “costes” por alumno para
el gobierno, pero a qué “coste”). En ese caso “olé sus huevos”, “así nos va”, “menudo
país tenemos” y demás clichés que acompañan inseparablemente a nuestra
idiosincrasia española. Demuéstrenme lo contrario, por favor.
Imagen: Fragmento de la LOMCE, Ley Orgánica 8/2013, de 9 de
diciembre, para la mejora de la calidad educativa.
En Mérida a 25 de marzo de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera