Nunca mientas. Nunca
mientas, hijo, nunca lo hagas. Con estas palabras podría dar por terminada la enseñanza
y probablemente tú podrías darte por satisfecho. Es evidente, es lógico, claro está,
¿cómo me va a decir mi padre que mienta?, ¿dónde está el verdadero aprendizaje?
Pues en el propio hecho de no mentir, ¿no es así? Seguramente, pero no quiero
que pienses que ese “Nunca mientas” es una especie de mandamiento divino que
conlleva un pecado mortal si se contraviene, o una suerte de mandato
potestativo que alguien justifica, yo mismo en este caso, desde la sabiduría que
otorga la experiencia.
No. No mientas porque
mentir agrava una situación a la que seguramente se ha llegado de forma
improcedente, innecesaria o indeseada; porque mentir quiebra la confianza que
se tiene depositada en ti, y eso es algo terrible; pero, sobre todo, no mientas
porque mentir hace daño a quien escucha la mentira. Sé que pedirte que no
mientas es difícil, casi imposible en realidad. La mentira parece estar
incrustada en el ser humano como parte indisoluble de su ser, pero debes
esforzarte en no hacerlo porque te sentirás mucho mejor, te sentirás más libre,
más feliz, más a gusto contigo mismo cuando digas la verdad, por terrible que
te pueda parecer, en lugar de inventar una historia que oculte, transforme o tergiverse
la realidad. Pero, al igual que antes te decía que lo peor de la mentira es el
daño que se provoca, te digo que cuando te sientas acorralado, cuando pienses
que lo único que te puede ayudar es engañar, no mentir te llenará de
satisfacción puesto que evitarás hacerle daño a nadie porque habrás sido
valiente afrontando la verdad, independientemente de las consecuencias que ello
pueda suponer.
A veces la verdad
duele, pero mentir no mejora esa realidad, mentir no resuelve, ni siquiera provisionalmente,
una realidad a la que debes enfrentarte, porque esa realidad será fruto de tus acciones,
de tu comportamiento, de tu actuación. No eludas la responsabilidad que supone
asumir las consecuencias de tus actos, afróntalos con valentía y con humildad ya
que, si sientes la tentación de mentir, posiblemente sea porque pienses que lo
que hiciste no es correcto, no está bien o contradice alguna norma establecida
por tu familia o por la sociedad en la que convives. Por eso mentir es dañino y
doloroso; dañino para ti como primer implicado, como primer engañado, como
primera persona que escucha (y dice) la mentira, y dañino para los demás, para
quienes la escuchan y para quienes, más pronto que tarde, sufren el dolor de la
decepción de descubrir la verdad.
No mientas, no. Mentir
es un laberíntico callejón sin salida que, por largo que te pueda parecer, no
lleva más que a un muro infranqueable que te obligará a retroceder. La mentira
nunca es eterna, siempre termina imponiéndose la verdad, porque tú serás el
primer conocedor de esa trampa y, aunque nadie más sufra las consecuencias del
engaño, tú ya habrás dejado en el camino parte de tu honestidad y te costará
recuperarla, será trabajoso, mucho. Una mentira solo lleva a otra, y a otra, y
a otra hasta que asumas que la única salida es decir la verdad y entonces serás
verdaderamente consciente del dolor que te has causado y que has provocado en
los demás, aunque sentirás alivio, pero requerirás tiempo para sanarte y para
sanar a quienes hayas decepcionado.
Debes ser consciente
además de que la mentira te debilita, te convierte en incrédulo, dejas de
confiar en la gente, porque, si yo miento, ellos también pueden hacerlo, así
pues, la mentira te aísla y te hace desconfiado. No importa demasiado si la
mentira que usas es por ocultación o por engaño, si lo que haces es callar un
hecho o admitirlo de forma exagerada para mitigar lo que quieres encubrir, o,
por el contrario, inventas o falsificas la realidad para presentarla como
verdad frente al suceso auténtico que quieres esconder. En cualquier caso, la
malicia subyace en el gesto y eso es lo grave, por más que pueda parecer
piadosa o compasiva.
Aún recuerdo (no creo
que pueda, ni quiera, olvidarla) la que imagino fue la primera mentira que
conté. Era un niño, muy pequeño. Era una mentira inocente, sin malicia en
apariencia, al menos a mi entender, pero fue tal la vergüenza y el desconsuelo
que sufrí cuando fui consciente del daño que había provocado, fue tan terrible
el aprendizaje, pero, al mismo tiempo, tan útil, que, desde entonces he
intentado siempre huir del engaño y, aun así, no siempre lo he conseguido (ya
ves que no soy perfecto, aunque supongo que a estas alturas ya lo sabrás,
a pesar de que me esfuerzo por ser lo mejor posible) y soy consciente del daño y del
dolor que he provocado y que yo mismo he sufrido en mis carnes. Por suerte o
por esfuerzo, puedo decir que han sido muy pocas veces las que he recurrido a
esta vil estratagema, muy pocas en verdad, y procuro afrontar mis
decisiones con entereza, aunque para mí hayan sido demasiadas y me arrepienta
de haber recurrido a la mentira (no mereció la pena, te lo aseguro) para no
afrontar la realidad. Una realidad que fue fruto de mis propios actos y a la
que no supe oponerme a tiempo con la valentía suficiente. Superarlo supuso un
gran esfuerzo y un gran sufrimiento, por eso te pido que no mientas.
Nunca mientas, hijo,
nunca mientas.
A
mis hijos.
Fotografía:
www.taringa.net
En
Plasencia a 19 de marzo de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera