—Buenos días, mi nombre es Francisco Irreverente y sí, antes de que
digan nada, les confirmo que han oído bien, incluso algunos lo habrán escuchado,
mi apellido es I RRE VE REN TE, así que no piensen que van a escucharme hablar
de lo bonitas que son las flores del campo. Esto, como entenderán fácilmente me
viene de familia, ahora deberían sonreír, aunque no lo crean, ya mi padre lo
era y mi abuelo, y el abuelo de mi padre, así hasta no sé bien qué generación. Imagino
que, en algún momento, algún vecino cabroncete decidió llamar así a algún
ancestro de mi familia por sus repetidas faltas de respeto al hablar contra
alguien o contra algo y así quedó para la posteridad. Esta mala leche con la
que arremeto contra todo se hereda, créanme, mi padre ya era así y mi abuelo
también, así que, yo, por seguir la tradición, no puedo ser menos. Lo que no sé
es si en algún futuro cercano o lejano, mi hijo, aunque por ahora no tengo, o
el hijo de mi hijo, si las circunstancias no se dan como la genética ha establecido
hasta ahora, contará historias hermosas con ligereza y elegancia, y,
consecuentemente, algún vecino amable decida cambiarle el sobrenombre, por
ahora todos hemos sido “Irreverentes”, a “Grácil”. Puede ser que entonces, a
fuerza de repetición, nuestra idiosincrasia familiar se modifique y pasemos a
ser “gráciles”, aunque, la verdad, no lo veo.
»En la familia, tranquilo que no somos mafiosos, los hombres y solo
los hombres, tal vez se trate de alguna suerte de machismo genético, aunque
tengo la esperanza de que mi prima rompa esta tradición, hemos introducido cada
uno de nosotros algún matiz que permita diferenciarnos, algo que nos haga
especiales, a pesar de que serlo pueda parecer una absurda gilipollez, si me
permiten la redundancia, porque tengo claro que ninguno pasaremos a la historia
por nuestras hazañas. Por ejemplo, mi padre, en sus rapapolvos solía insultar
abiertamente. Eso resultaba excesivamente crudo y ofensivo, pero él prefirió
dejar las sutilezas para otra generación. Mi abuelo, sin embargo, solía
utilizar la perífrasis como base de sus mofas, lo que provocaba, necesariamente,
un esfuerzo, a veces excesivo, en sus interlocutores para entender la ofensa.
Yo, por contra, como me gano la vida con esto, ya veis lo vago que soy, recurro
a la ironía para poder sacar unas risas y que la gente venga a escuchar mis
diatribas pagando, fíjense ustedes qué cosa. Pero debo confesarles que algunos
asuntos que trato me sulfuran tanto que dejo de lado la ironía y recurro, con
una risa sardónica como mueca, al sarcasmo. Y no, para aquellos que puedan
pensarlo, no son lo mismo, con el segundo procuro dar a entender lo contrario
de lo que digo, pero recurriendo a la grosería y al descaro sin vergüenza
ninguna. Lo digo para que nadie se sienta ofendido, es ironía, y piensen que
les estoy llamando gilipollas, ahora es sarcasmo.
»Por cierto, pueden llamarme Paco, Paco Irreverente. Algunos también
me llaman “Irre”, aunque este sobrenombre no me agrada demasiado, pero uno
termina acostumbrándose a todo, como a los presidentes. No ha estado mal para
darme a mí mismo pie al monólogo, ¿verdad? No hace falta que aplaudan porque no
busco su alabanza, solo pretendo que piensen acerca de lo que nos rodea y
procuren, a mí no me toca esa parte, arreglar este funesto mundo, que buena
falta hace. El caso es que tenemos un presidente maravilloso. Ojo, no se engañen,
tenemos, tuvimos y desgraciadamente, salvo error inconcebible para mí ahora
mismo, tendremos un presidente maravilloso. Todos esos magníficos políticos que
nos ha ofrecido la historia, todos los que nos han gobernado, algunos antes se
hacían llamar reyes, condes, duques o el título nobiliario que con sudor de su
frente les fuera consignado, tanto da, han sido maravillosos, todos, salvo
alguna deshonrosa excepción para nuestra historia, han sabido vivir gracias al
españolismo que impregna todo nuestro ser y que nos convierte en “quijotes” o “sanchos”
según la circunstancia y, normalmente, de forma contraria a los “racionales”
intereses que cualquier hijo de vecino, de no verse implicado, fácilmente
deduciría.
»Pues bien, como les decía, tenemos un presidente maravilloso, este
con sus cosas, como los otros, pero, en definitiva, maravilloso. Ha honorificado
su cargo gracias a la pasividad, a la inacción, a la indiferencia, al silencio
y, consiguientemente, al desprecio, sin ser irreverente como yo, eso sí; lo
cual, en un cargo público español es casi más una virtud que una debilidad,
pero en este caso, el nuestro ha llevado esa probidad al paroxismo.
Sorprendente. Por cierto, ¿tenemos presidente?, ¿cómo se llamaba?, ¿dónde está?
Ah, sí, ha estado en Francia hace poco, lo han llamado para no sé qué de una
Europa de varias velocidades; y “no sé qué”, porque me preocupa más lo que
ocurre aquí. Sí, eso del paro, de la precariedad laborar, de la descomposición
del estado, de la corrupción, del maltrato de género, ¡uf!, qué pesado me pongo
hablando de las cosas malas, mucho mejor responder con la callada, o si se quiere
ser cínico con un poco de sordina, que nunca le viene mal al contrincante ni al
españolito, y a nuestro presidente se le da magníficamente. Aunque, pensándolo bien, si le preguntamos y
se digna a respondernos sin que medie la tecnología, nos dirá que es importante
lo que se decide allí, y es cierto, porque no olvidemos que aquí nuestro
presidente puede decir misa, si es que tiene vocación sacerdotal, pero el
sermón lo escriben allí. Aquí solo dulcifican el discurso, o mienten si es
necesario, para que escuchemos lo que queremos escuchar sin que caigamos en la
cuenta de que los actos posteriores no responden a los monólogos anteriores,
pero claro, eso carece de importancia porque tenemos un presidente maravilloso.
Disfrutémoslo.
Imagen: elmundo.es
En Mérida a 12 de marzo de 2017.