—¿Cómo has hecho eso?
—¿A qué te refieres?
—A tu decisión. ¿127? Eso no es nada. ¿Por qué tan poco?
—Porque soy libre para decidirlo, ¿no te parece?
Desde hacía varias décadas, por ley, era absolutamente obligatorio que, una vez alcanzada la edad de retiro, cada ciudadano decidiese mediante certificado suscrito de forma manual —esto constituyó una auténtica sorpresa—, cuál sería la edad de su muerte. Debía publicarse de forma oficial y solía celebrarse con una fiesta en la que los amigos más cercanos regalaban algún detalle conmemorativo. Estadísticamente la edad mínima elegida solía ser 200 años que, de otra parte, era la edad recomendada por todos los médicos cuando se redactó la legislación. Era una cifra habitual y razonable con los medios técnicos que se disponían en el momento de redacción de dicha ley, pero los avances que se venían produciendo habían dejado obsoleta esa cifra y era más que usual encontrar edades previstas para el fallecimiento programado, que así se designó legalmente, mucho más avanzadas, rondando los 400 años.
La demografía se había convertido en una ciencia indispensable cuando la reproducción de la especie humana comenzó a disminuir hasta extremos inopinados por los gobiernos, poniendo seriamente en peligro la pervivencia de la raza humana. Si bien este fue un extremo aplaudido por muchos que consideraron que esta circunstancia, el fin de la era humana, permitiría conservar el planeta Tierra tal y como lo había conocido el hombre cuando apareció en él, ambos pronósticos fueron erróneos.
Los estudios demográficos indicaron que era absolutamente necesario preservar la vida humana incrementando la edad de defunción si se quería conservar la especie. En caso contrario estábamos abocados a la extinción. La tecnología, especialmente vinculada al control y gestión de la energía, permitió modificar genéticamente al ser humano facilitando el retraso de su muerte hasta el momento deseado. Se consiguió mejorar la calidad de vida de la raza eliminando las consecuencias del envejecimiento gracias a la regeneración activa y se suprimieron las enfermedades, lo cual, pese al rechazo inicial, constituyó la clave del éxito médico que permitió convertir a los seres humanos en eternos en términos humanos.
De otra parte, la Tierra, a pesar de los avances que se vinieron produciendo en la segunda mitad del siglo XXI, no fue capaz de superar el terrible maltrato que había venido sufriendo en los últimos siglos y las condiciones para la vida en ella se alteraron de forma radical, de manera que cualquier forma de vida desapareció, a excepción de aquellas que, gracias a la tecnología, el ser humano decidió conservar.
Se organizaron numerosas conferencias internacionales donde infinidad de expertos mostraron diversas opiniones acerca de las decisiones que debían tomarse. Se presentaron estudios, dictámenes, se promulgaron todo tipo de resoluciones. Había numerosas líneas de opinión, algunas de las cuales eran realmente interesantes y curiosas, hasta el punto de proponer la desaparición de la raza en una extinción progresiva que permitiese la recuperación de la Tierra, pero la mayor parte de la comunidad científica sabía que esto no era posible, por lo que se optó por impulsar la perpetuidad de la raza humana mediante la perpetuidad de la vida del ser humano.
—Nos equivocamos.
—¿A qué te refieres?
—No debemos vivir tanto.
—¿Por qué no? Podemos hacerlo, sabemos hacerlo y no sufrimos, ni tan siquiera el día que morimos porque nosotros mismos lo elegimos.
—La naturaleza no hizo al ser humano para ser dios. No somos dioses.
—Pues claro que no. Somos más que dioses, somos hombres. Podemos decidir sobre nosotros y sobre otros, podríamos decidir sobre dios si existiese.
—No creo que eso sea bueno.
—Ya hace mucho tiempo que podemos decidir así y no ha ocurrido nada. No te entiendo ¿A qué le tienes miedo?
—A nosotros mismos. A nuestra ambición. Si vivimos más tiempo podemos hacer más daño.
—Eso es exagerar. En realidad, ¿qué más daño podemos hacer? Hemos destrozado el planeta y, aunque intentamos arreglarlo con medidas paliativas que parecen tener un éxito moderado, los cálculos que se han hecho nos muestran que no volveremos a tener condiciones favorables para el desarrollo de la vida en forma natural hasta, al menos, dentro de un milenio. ¿No te gustaría conocerlo?
—Eso, hoy en día, es imposible.
—Puede ser, pero ¿quién sabe si mañana lo conseguiremos? Esa es mi esperanza, por eso solicité que mi fecha para el fallecimiento programado se resolviese al cumplir los 424 años. Supón que mañana se descubre un sistema alternativo al actual que nos permite vivir aún más.
—¿Sabes cuántos niños han nacido en nuestra comunidad este año? Seguramente no te interesa porque es un dato que no quiere saberse, pero no te preocupes, yo te lo diré: ninguno. ¿Y sabes cuántos nacieron el año pasado? Ninguno. Me he molestado en comprobar este dato en las 1000 comunidades protegidas que existen en la Tierra y el dato es el mismo. —Las comunidades protegidas se crearon bajo condiciones especiales para preservar la vida—. Esta no es la vida que creó la Tierra para que se salvaguardase mediante la reproducción. Prácticamente es imposible el nacimiento de niños y no porque no sea naturalmente posible, sino porque no nos interesa, ya que nos creemos eternos. No nos hace falta medicarnos frente a enfermedades porque las hemos erradicado, si sufrimos un accidente mortal, nos reviven si nos intervienen en las primeras horas tras el mismo, si nos cortamos un brazo accidentalmente, nos lo reconstituyen con nuestra propia identidad genética sin necesidad de cirugía alguna, no nos hace falta luchar para subsistir, lo tenemos todo desde que tenemos uso de razón, hemos creado un sistema artificial de vida que se ajusta a nuestra nueva realidad, pero que no es la verdadera vida. Además, lo principal es que terminamos olvidando que nacimos en algún momento, lo principal es que hemos perdido la identidad que nos hace humanos, nuestra idiosincrasia, y que nos convierte en seres vivos, que es precisamente la necesidad de eternizar la especie a través de nuestros hijos. Hemos suplido ese instinto natural gracias a la ciencia y eso nos ha transformado, nos ha hecho seres pasivos, indolentes, despreocupados, descuidados. Nos ha convertido en monstruos.
»¿Cuántas veces has leído Frankenstein de Mary Shelley?
—No sé, dos, tres veces.
—Yo lo he leído decenas de veces. Cada vez estoy más convencido de que el ser humano se ha convertido en el nuevo Prometeo, solo que, en esta ocasión, tenemos la convicción de que nuestra creación es perfecta porque, en realidad, somos nosotros mismos, pero no caemos en la cuenta de que estamos abocados a la perdición porque el fuego sagrado de la vida, ese que creemos dominar bajo nuestra tutela, no existe como tal, es una suerte de combinaciones azarosas que se congregaron en un momento determinado, en unas condiciones determinadas. Nos hemos dado cuenta, eso sí, de que necesitamos recuperar esas condiciones para poder vivir nuevamente de forma natural, pero no estamos recuperando ese instinto intrínseco que nos permitirá disfrutar de la vida si la recuperamos. Estamos equivocados y no quiero conocer ese momento, si llega, a pesar de que deseo que llegue. Es una paradoja, lo sé, pero es una realidad para mí. Si alcanzásemos el instante en que nuestras vidas volviesen a desarrollarse de forma natural, sin la protección de nuestra ciencia, seguramente nos convertiríamos en seres solitarios, más de lo que ya lo somos. No quiero estar solo, no quiero.
—Creo que exageras. Las previsiones científicas son positivas, eso es cierto, pero no creo que podamos ver ese instante en nuestra vida por mucho que la posterguemos, aunque eso no quita que tenga la esperanza de que ocurra. Así que quiero morir lo más tarde posible, si la ciencia me lo permite y puedo hacerlo con la calidad suficiente y, eso, a día de hoy puede ocurrir hasta edades cercanas al medio mileno como sabes.
—Yo tan solo te digo que esa nueva vida que tenemos gracias a la ciencia ya no es vida, no se trata de que nuestra medicina haya avanzado, ni de que los cambios genéticos que nos introducen nos hagan más resistentes al paso del tiempo. Mira, mira hacia arriba, ¿qué ves? Es un cielo artificial, ese cielo no existe, no es el cielo de la Tierra, es una proyección sobre una cúpula que nos conserva vivos, evitando que aquello que destrozamos acabe con nosotros, como si de una venganza meditada se tratase, en un instante, sin que podamos reaccionar.
—Ese es el precio que estamos pagando por el comportamiento de nuestros ancestros. Estamos haciendo grandes esfuerzos para conseguir que eso cambie.
—Sí, pero no nos damos cuenta de que nosotros también estamos cambiando. Ya no somos la raza que éramos y no estamos preparados para volver a vivir en la naturaleza, si es que conseguimos recuperarla.
—Ojalá te equivoques.
—Ojalá me equivoque, pero no quiero estar vivo si tengo razón, porque, entonces mi vida, ya no será tal vida, estaré solo.
Imagen: www.culturama.es
En Mérida 5 de marzo de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera