Imbécil.



Debo ser imbécil, o idiota, tanto da, aunque no signifiquen exactamente lo mismo, pero para ciertos mandatarios —y no me refiero solo al ámbito político, sino más bien al empresarial, que ahí es donde están los verdaderos gobernantes— padezco de imbecilidad o de idiocia si me permiten la redundancia. Y, como consecuencia de una de estas enfermedades, pueden estos señores, con la connivencia, eso sí, de los máximos representantes de los abnegados votantes, cobrarnos lo que quieran a la hora del pago del consumo eléctrico que, si mis entendederas no están demasiado afectadas por uno de esos achaques a los que antes me refería, debería ser un verdadero bien de primera necesidad —al menos en este “primer mundo” en el que vivimos—.

Reconozco que no sé cuánto cuesta la electricidad que gasto, no sé cuánto cuesta producirla, no sé cuánto cuesta llevarla hasta mi casa y mi trabajo, pero deduzco que quienes me la venden no pasan demasiadas penurias o, en caso contrario, disimulan su hipotética escasez fabulosamente bien, tanto es así, que cuesta creer que puedan sufrir estigma alguno de pobreza. Nunca he visto a ningún presidente de una compañía eléctrica con un abrigo roído, con zapatos rotos o desplazándose en utilitario —no digamos ya bicicleta—. Es más, cuando se dan a conocer los sueldos que cobran —normalmente como consecuencia de alguna filtración— o, peor aún, los fichajes que hacen entre antiguos presidentes de gobierno o exministros del ramo, necesito rasgarme las vestiduras para no maldecirles a ellos y a sus familias por la inquina que me hace sentir esa información. De otra parte, y sin ser mal pensado, cosa fácil en estas circunstancias, me pregunto —es retórica la cuestión— para qué querrán entre sus empleados, denominados consejeros, a antiguos políticos si se supone que estos han legislado a favor de la ciudadanía y en contra de los intereses espurios de estas multinacionales, al margen de que cabría preguntarse también qué hay de las coherentes y razonables incompatibilidades que deberían existir para evitar eso que denominan “puertas giratorias”, tan abiertas en algunas ocasiones que el aire que entra se transforma en un auténtico vendaval pestilente que arrastra la poca dignidad y decencia que pudiera quedarles a estos señores. Y que conste que, seguramente, ante una millonaria oferta de “trabajo” de este tipo incluso yo —léase irónicamente— estaría tentado a aceptarla, aunque en mi persona no concurren las circunstancias curriculares deseables para estas empresas.

Pues bien, supongamos que la electricidad cuesta lo que dicen que cuesta, acto de fe. Supongamos que las tarifas se ajustan al mercado —permítanme que me ría al referir este término cuando nos enfrentamos a un evidente oligopolio—. Supongamos que el alquiler de nuestros contadores, que llevamos pagando en algunas ocasiones durante algún que otro decenio, aún está por cubrir, cosa extraña que alguien debería regular —ah, no, que quien tiene la obligación de hacerlo terminará trabajando para ellos, craso error para los consumidores—. Supongamos que la comercializadora debe pagar lo que dicen que debe pagar a la distribuidora para llevarnos la electricidad a casa. Supongamos que tener la posibilidad de consumir simultáneamente hasta una potencia de, digamos, seis kilovatios, cuesta eso que dicen que cuesta. Aquí merece la pena hacer una aclaración porque este concepto, denominado “término de potencia”, viene a decir que tenemos que pagar por tener la posibilidad de consumir electricidad. Para que nos entendamos, es como si el panadero, honrosa profesión donde las haya, nos cobrase una cuota por el hecho de tener la posibilidad de comprar el pan, aunque no lo compremos; extraño, ¿no? Y, supongamos, que el impuesto sobre el valor añadido —IVA para no perdernos— que se le aplica al consumo es el que dicen que es, a pesar de que, como he indicado antes, me parece que la electricidad debería ser considerada como un verdadero bien de primera necesidad. Pues bien, partiendo de que todas estas circunstancias son justas —pregúntenle a Santo Tomás de Aquino acerca del concepto de justicia—, ¿no sería razonable permitir al consumidor que se buscase la vida con medios alternativos que le produjesen cuánto más electricidad mejor y evitar adquirirla a estos monstruosos entes que monopolizan la producción y venta de electricidad? Hete aquí que la respuesta es no. Es, siguiendo con el ejemplo del panadero, como si me impidiesen hacerme mi propio pan, aun teniendo todos los ingredientes. ¿Cómo es eso posible? Pues porque eso supondría que dejaríamos de pagar ingentes cantidades de dinero a estas compañías que se verían obligadas a dejar de contratar por ingentes emolumentos a sus tan necesarios consejeros que, consecuente y egoístamente —¡cómo somos los humanos!— habrían terminado de legislar en su favor. ¿No nos recuerda esto a la pescadilla que se muerde la cola? El problema es que el afectado y el indefenso soy yo, y conmigo todos ustedes, pero claro, el fútbol es más importante, y la lluvia lo resolverá todo, dice nuestro presidente. Sigamos así.

Imagen: www.elconfidencial.com


En Mérida a 27 de enero de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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