Gripe.



Y todo dolió. Músculos —algunos inexistentes hasta entonces—, huesos —de estos creo que ninguno nuevo—, e incluso la dignidad, puesto que, por todos es sabido que en procesos gripales se moquea, estornuda, tose, etc., etc., molestando, perturbando e incomodando a todos y cada uno de los que te rodean, y, además, se hace delante de gente, en reuniones, en familia, porque, seamos claros, es difícil reconocer y asumir que un minúsculo virus pueda dejarte destrozado y hecho polvo, así que aguantamos esos dolores con mayor o menor estoicidad hasta que el cuerpo dice basta. Suele anunciarlo a gritos desde el principio, pero nos negamos a escucharle, así que por iniciativa propia toma otras medidas más drásticas que llegan a su punto culminante con el delirio, que terminan sometiéndote y llevándote inexorablemente a la cama, con una previa y más que recomendable visita al médico para recibir el chute medicinal que te dejará hecho una piltrafa mientras sudas y sudas y sudas tumbado en la cama. Al menos todo esto se supera, ¿no es así?

Soy mal enfermo, lo reconozco, no me gusta que me cuiden, no tanto por el hecho en sí, que es agradable —encontrarte colmado de atenciones no puede ser ingrato para nadie y vaya mi más sincero agradecimiento para quien ejerce tan noble misión—, sino por el trabajo, siempre extra, que esto conlleva para quien ejerce las veces de cuidador. Tienen que traerte la comida, la bebida, la medicina, en ocasiones te acompañan al baño, en fin, un sinfín de actividades poco placenteras, también para el que las recibe al no poder valerse por sí mismo puesto que se encuentra doblegado a la severidad del maldito virus. En cualquier caso, ser mal enfermo, o bueno, tanto da, tiene poca importancia, puesto que, sea como fuere, resulta inevitable caer en la oscuridad del dormitorio tumbado y abrigado con escalofríos y sudores concomitantes a los dolores que te acompañan hasta que el virus, por la gracia corporal, desaparece hasta la siguiente temporada, eso sí.

Solo hay una cosa, solo una, que agradezco de este encamado, pero lo hago una vez pasado la solitaria y escalofriante nocturnidad, porque durante la enfermedad tu cerebro no piensa con claridad. Resultará sorprendente, pero en mi caso es así, se trata del recuerdo del delirio, sí, efectivamente, ese delirio que, cuando llega te lleva a la cama, y que se reproduce en infinitas formas durante las noches de dolor. Ese delirio que es, increíblemente, una suerte de mundo surreal que descubre situaciones, escenarios, mundos, pensamientos extraordinarios e irreales, fruto del cortocircuito mental que sufres, pero sumamente imaginativos y creativos. Esa reminiscencia del delirio es lo único bueno que queda tras la gripe, y, cuidado, esto no quiere decir que el proceso delirante sea en sí mismo hermoso. Durante ese tiempo pueden acontecer en tu imaginación escenas bellas, tristes, atemorizantes, alegres, etc.

Pues aquí va una de esas:

Era yo, al menos eso creo, caminando, tampoco de esto estoy muy seguro, por algo parecido al vacío, a la nada. No había color, excepto mis manos, al menos las manos que veían mis ojos, que eran de un color rosado pálido. No sentía presión en mis pies mientras me desplazaba, pero estoy seguro de que había movimiento porque lo notaba dentro de mí. De repente y sin previo aviso, todo a mi alrededor tomó forma, era una calle, una calle de una ciudad populosa, con altos edificios, rascacielos. Y había gente, mucha gente, a mi alrededor, aunque curiosamente todos eran niños, absolutamente todos, solo yo era un adulto, tal y como comprobé al mirarme en un escaparate de uno de los bajos comerciales de los altos edificios. Además, comprobé como era previsible, que era el único que sobresalía en altura. No había coches circulando, cosa obvia puesto que los niños no pueden conducir —aunque confieso que este razonamiento fue posterior—, así que la calle, no solo la acera, estaba invadida de peatones, pequeños peatones, que, extrañamente se comportaban como mayores. No correteaban, ni saltaban, ni andaban a la manera en que andan los niños, lo hacían como lo hacen los adultos. Es más, vestían como ellos, algunos con trajes de chaqueta, bien ajustados y cortados, con maletines, otros con abrigos de mayores, pantalones de mayores, etc., todo previsiblemente extraño. Incluso comprobé n la esquina de una calle como un pequeño estaba sentado y acurrucado pidiendo limosna, creo que tenía barba, sí, la tenía. Yo, sin embargo, vestía como un niño, con jersey de colores y un monstruo estampado en el centro y unos pantalones anchos, muy anchos, tanto que permitirían llevar pañales —no podría asegurar si los llevaba o no—. De repente me agaché y me puse a gatear, fue algo inexplicable, aunque me pareció lo más natural, creo que esa era la única forma en la podía desplazarme, la única. Me deslicé apoyándome sobre mis rodillas y las palmas de mis manos durante un buen trecho. Mi altura se asimiló a las de los pequeños señores y señoras que me rodeaban. Ninguno parecía mostrar interés especial en mí, aunque créanme debía ser todo un espectáculo verme así. Llegué a un edificio, alto, muy alto, no sé cuántas plantas tendría. Demasiadas para contarlas desde donde estaba. Arrojaba una larga sombra sobre un descampado cercano, de hecho, comprobé que era el único objeto o ser que proyectaba sombra, ni siquiera yo mismo tenía una. Me acerqué al vestíbulo e intenté ponerme en pie, me costó mantener el equilibrio, me tambaleé y caí de culo. Volví a incorporarme y me mantuve en un incierto equilibrio. Percibí que tenía las piernas arqueadas, tal y como las tienen los niños de escasa edad, todavía en formación. Intenté caminar erguido, pero no fui capaz, en seguida intuí que caería, así que me mantuve quieto, de pie, frente al vestíbulo de entrada de ese gran edificio. A mi alrededor pasaban niños disfrazados de señores o señores disfrazados de niños sin prestarme atención a pesar de que duplicaba con creces su altura. No parecía que mi presencia les ofreciese ningún interés.

De repente me moví, o me movieron, no estaba caminando, estaba más bien deslizándome, alejándome del vestíbulo, salvando la ancha acera y llegando al medio de la tumultuosa calle. Estaba justo en el centro de la misma, sobre una tapa de alcantarilla que hacía las veces de pedestal. Noté como algo empujaba dicha tapa con fuerza, comencé a temblar, no sé si de miedo o como consecuencia del empuje de aquello que estaba bajo mis pies. Ascendí, alto, muy alto, intenté asomarme inclinando levemente la cabeza para ver qué me estaba empujando, pero la sensación de perder el equilibrio contuvo mi interés. Subí y subí hasta que llegué a la altura de la última planta del edificio que tenía frente a mí. Era el edificio más alto de la ciudad, pero yo, al encontrarme sobre la calle tenía una posición predominante sobre él. Tuve la sensación de verlo todo, absolutamente todo. No solo lo físicamente visible, sino también aquello que escapa de nuestros ojos, pero que, a veces, intuimos está también ahí. Eso que se nos escapa a nuestro entendimiento, pero que nuestra imaginación nos ofrece. Ahí estaba yo, como un niño, de pie, en un precario equilibrio, frente al mundo, cuando aquello que me mantenía alzado se detuvo, lo sé porque el tenue sonido que provocaba desapareció. Entonces, durante un breve instante, una despótica quietud me envolvió. Fui consciente de que nada ocurría a mi alrededor, nada. Fue un momento agradable, puro, verdadero, absoluto, no podría cuantificarse en tiempo —no al menos en el tiempo de los hombres— su duración, y no creo que yo pudiera describir si mi sensación fue la de pasar mucho o poco tiempo en esa situación. El caso es que ese instante, esa eternidad desapareció cuando, de repente, sin preámbulos, comencé a caer. Era lo coherente si aquello que me había impulsado hasta esa altura había desaparecido. Entonces, como en un acto reflejo mi pierna izquierda se movió para encontrar un nuevo equilibrio que impidiese mi caída, y en ese mismo movimiento la pierna sobresalió del colchón en que reposaba mi gripe, esa maldita gripe, ahí desperté.


Imagen:  Virión del virus de la gripe. Cynthia Goldsmith.


En Mérida a 14 de enero de 2017.
Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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