domingo, 8 de enero de 2017
El mandil a cuadros.
El fuego del hornillo calienta el aceite de la cazuela esmaltada. Solo
tiene un pequeño desconchón en la boca que deja a la vista el hierro, todavía
sin oxidar. Diez o doce patatas sobre la mesa de madera están peladas y
troceadas en juliana, listas para ser fritas. Un poco de ajo y cebolla se rinde
en una olla alta a la espera del apio, el puerro y el pimiento para preparar un
sofrito que dará sabor al cocido de lentejas; filetes de lomo serán el segundo
plato. La chimenea da fuego a todos los utensilios que una mujer, serena y prudente, maneja con
soltura. Prepara la comida para hijos y nietos: seis, ocho o diez, según quien
venga, según quien visite, según quien se presente. La mesa es grande y caben todos
esos y más. De pequeña se vio obligada a llevar una casa y ahora que la casa es
suya no le hace falta nadie para llevarla. Ella se basta para limpiar, para cocinar,
para lavar, y la vejez no mella su empeño, la vejez no le da descanso. Es ley
de vida, de su vida, nació trabajando y trabajando se irá. Es dura como la
piedra, disimula su amor, pero no puede evitar los besos y los abrazos a los
más pequeños cuando nadie mira, cuando nadie la observa. Coge a los que
corretean a su alrededor y los sienta en su regazo apoyados sobre su eterno
mandil a cuadros y les acaricia mientras el aceite rompe a hervir. Entonces los
deja nuevamente en el suelo para que sigan con sus juegos o los manda a por el
pan, las barras necesarias porque nunca se tira nada, dándoles una moneda.
La ventana de la cocina está abierta de par en par. Abre la puerta de
duelas de madera pintada de azul verdoso donde una gatera se mantiene cerrada
mientras ella cocina. Sale al patio, a recoger la ropa tendida y ahora ya seca,
la colada la preparó justo después del desayuno, cuando todos se fueron, unos a
trabajar, como si lo que ella hiciera no fuera trabajo, otros a jugar, eso sí
que no es lo que ella hace. La plancha y la dobla, la guarda en su sitio. Está
ya lista para que aquellos que la ensuciaron puedan mancharla de nuevo. El olor
que emana de la cocina la invita a entrar de nuevo. Nada se quema allí. Llega
justo a tiempo para terminar los preparativos. Hoy toca comida familiar. Hoy
vienen todos, se dice dejando escapar una sonrisa. El mantel de la mesa está ya
colocado y la ensalada de tomates frescos, lista. Una jarra de barro recibe el
agua fresca del botijo como un regalo.
El sol no perdona su castigo estival al mediodía y los niños entran a
la llamada de la abuela. El zaguán, con la puerta entreabierta, les recibe con
su frescor conservado entre las paredes de tapial y el suelo de barro cocido. A
comer, dice empujándose las gafas con el revés de la mano sobre su breve nariz.
No hace falta que lo diga porque ya
todos lo saben, bien les enseñó, todos los nietos, primos entre ellos, deben lavarse las manos antes de acercarse a la mesa. Primero comerán los críos, sus nietos, luego los
adultos, hijos de la mujer, cuando lleguen, que a ellos les toca traer el
dinero, a los niños, solo las risas. Sin embargo, todos tendrán la comida
caliente, sortilegios de las mujeres.
Un mandado antes de sentarse a la mesa para el mayor. Sube al doblado,
allí lo encontrarás. La puerta de acceso, al final de unas escaleras estrechas
cuyos peldaños están revestidos de una torta de barro fisurada por el tiempo,
es bajita, pero no obliga al niño a agacharse, todavía no se estiró su cuerpo
lo suficiente. La abre y un mundo secreto de fantasías se abre bajo la cubierta
de palos entre cuyas juntas se filtra algo de luz polvorienta que permite
entrever lo que allí guarda la abuela. El calor se hace presente de inmediato,
pero el niño no suda, viene de correr en la calle donde el sol atiza impune. Busca
la bolsa que le pidió la abuela y, sin saber qué contiene, la baja inmediatamente, no sin antes comprobar que los duendes y hadas siguen escondidos en su sitio.
Gracias, le dice la mujer, la abuela, cuando le entrega la bolsa. Siéntate, le indica con
tanto amor que rompería a llorar de la emoción si el entonces niño comprendiera
qué significa eso. La mesa es bulliciosa, pero no hay gritos, la de los mayores
guardará un respetuoso silencio porque ya los niños sestearán. Cómete eso, No
dejes nada, Bebe un poco de agua, No te atragantes, Ahí está la fruta, Límpiate
la boca, Coge bien el tenedor, Siéntate, Todavía no has terminado, esas son las
frases que dice, esas son las palabras con las que los controla, con las que los educa, todas ellas
dicen cuánto quiere a sus nietos por más que los nietos no coman, dejen comida
en el plato, no se beban el agua, se atraganten, dejen la fruta, no se limpien
la boca, cojan mal los cubiertos y se levanten sin terminar.
Ahora toca descansar, no siempre hay encuentro entre niños y mayores,
entre nietos e hijos, depende del retraso de la hora de salida del trabajo o
del cansancio provocado por los juegos callejeros, pero siempre, eso sí,
aguardan los colchones en el fresco suelo de la habitación oscura donde, tras
las risas y chanzas iniciales, solo se oyen profundas respiraciones infantiles.
La tarde espera y la mujer solo ha tenido un breve descanso en su hamaca, esa
que coloca en el zaguán para poder vigilar, a través de la puerta ligeramente
abierta, qué ocurre en la calle que es el mundo.
La merienda de sandía de los pequeños y el bar de los mayores es un sencillo café para la mujer. Después, aprovechando el sol eterno, vienen los juegos en la casa
abandonada del erial, o en el río, o en la plaza, o en la propia calle, donde
más le gusta a ella porque oye a sus niños y sabe si están bien. Acerca una
silla a la ventana que da a la calleja y afina su duro oído para captar las
conversaciones de los chiquillos. Sonríe, aunque nadie lo sepa. Es su ocio, su
descanso. Luego toca la cena, ya mucho dejó preparado a mediodía y es poco el esfuerzo
que le queda, aun así, son muchas las horas de cocina y fregadero que soporta
su espalda, muchos los litros de agua y lejía que pasaron por sus manos, y
muchas las horas de rodilla jabonando y restregando, pero para ella no existe
el cansancio.
Tarda la noche en refrescar porque fue mucho lo que le costó someter
al sol. Ya los niños duermen, también los mayores. Ella, sin embargo, reposa despierta
en su camastro, sola. Tiene los ojos abiertos, aunque no pretende ver. Coge su
pañuelo del bolsillo del mandil a cuadros que cada noche deja en la silla que
hace las veces de galán y se enjuga las lágrimas que surcan sus arrugas:
recuerda. Sabe que se tiene que ir. Lo sabe.
A mi abuela Isabel, que se fue el 2 de enero de 2017.
Imagen: www.anteayer.es
En Mérida a 6 de enero de 2017.
Rubén Cabecera
Soriano.
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