Impertérrito ante al tiempo —ante mi tiempo—, eterno a mi mirada,
catedral de mi infancia y castillo de mis sueños, el silo siempre estuvo allí,
frente a mí, imponente en su alzado, y, aunque desprotegido y olvidado patrimonialmente,
invencible a la impiedad del hombre. Cada día su visión me perturbaba, me
conmovía sin llegar a entenderlo, sin conocerlo, presente como un etéreo
espectro que se cerraba ante mi curiosidad y que me negaba su interior enclaustrándose
en sí mismo para protegerse. Fueron muchas las horas que pasé frente a él
buscando un punto en el que su guardia hubiera sido descuidada para poder
acceder a sus entrañas y contemplar lo que me escondía tras sus paredes ciegas,
tan solo ligeramente abiertas en su parte superior, allá donde nadie podía
alcanzar, cercanas al cielo que miraba. Su visera me protegió de las
inclemencias cuando lo necesité por más que alguien, extrañamente, quisiera cercarlo
para lograr su aislamiento, pero eso era imposible. Siempre sobresalía, siempre
encontraba una visión, una perspectiva, una fuga para mostrarse que le permitía
alzarse con su sobria presencia, con su austera fisionomía, fruto de una necesidad,
de un momento en que la racionalidad imperaba frente a la megalomanía por la ausencia
de recursos, por la falta de medios, deshecho él de cualquier ornato inútil
para el uso por muy artístico que pudiese llegar a ser.
El silo fue industrial en su funcionamiento según intuí cuando
comprendí el porqué de su existencia, su cercanía a las infraestructuras, su
tamaño y su forma; fue productivo cuando mi infancia dio paso a mi profesión y
descubrí que mi ilusión no se alejaba tanto de la verdad, que lo que fue para
mí una extraña catedral consagrada a una oculta religión estaba, en realidad,
destinada al culto agrícola; y fue trascendental cuando entendí por qué
encontraba, allá por donde me movía, construcciones similares, pero con su
particular idiosincrasia, todas ellas majestuosas y solemnes, todas ellas
reconocibles, pertenecientes a una misma familia, fruto de un mismo instante.
La historia administrativa de este singular bien, concebido como silo
de tránsito y reserva, es curiosa. Está llena de tomas y dames, como si se
tratase de un apestado, desde que en 1984 el monopolio estatal del trigo
finalizase para facilitar el acceso a la política comunitaria europea de
España. A partir de ese instante, este edificio que se construyó allá por los
arranques de la década de los 50 del siglo pasado fue cedido a la Comunidad
Extremeña que lo devolvió al Estado quien, finalmente, a través del Fondo
Español de Garantía Agraria —FEGA— quiere librarse de él, deshacerse de él, exonerarlo, ¿desamortizarlo?
Este silo se vende. Este silo, que siempre estuvo ahí para mí, para
todos, se entrega al mejor —o peor— postor. Su precio es de algo más de un
millón de euros, menos de doscientos millones de pesetas para que él lo pueda
entender. Lo subasta el FEGA, lo cede a quien oferte en las sucesivas pujas
—hasta cuatro están previstas en las que el precio se irá reduciendo
porcentualmente, por algo será— la cuantía que los técnicos han decidido como
su valor de tasación.
Revisando el planeamiento encuentro que no se trata de un edificio
catalogado y que está incluido dentro del paquete de dotaciones. En este
sentido, quien lo adquiera podría demolerlo para construir, por ejemplo, un
colegio. No termino de ver la operación rentable a ninguna empresa privada y,
por desgracia, no me parece que, en este nuestro país, exista la figura del
mecenas que, por amor al patrimonio, adquiera un bien y, aunque sea a costa del
tedioso entronque urbanístico, consiga para el inmueble un uso que permita su
aprovechamiento, que es, en mi opinión, la única forma de preservar y asegurar
su existencia.
De otra parte, a pesar de alguna sucinta y tardía petición de
incorporación del inmueble al conjunto de Bienes de Interés Cultural de la Comunidad,
esta construcción es innegablemente parte del patrimonio material e inmaterial
de nuestra región, solo hay que estudiarla, protegerla y difundirla, como ya he
dicho en alguna otra ocasión. La ciudad de Mérida, sin embargo, no su
ciudadanía, ha crecido —no especialmente bien, pero eso es harina, de trigo, de
otro costal— de espaldas a uno de sus edificios más emblemáticos e icónicos,
capaz de definir el perfil de la ciudad con su presencia, y, seguramente, fruto
de esa negación, el edificio ha caído en desgracia, hasta tal punto que la
administración, garante de los bienes comunes, de los bienes públicos, de los
bienes patrimoniales, como rezan las rimbombantes exposiciones de motivos de
las leyes de patrimonio estatal y autonómica, ha decidido deshacerse de él. El
edificio tiene dictada su sentencia de muerte, salvo que Mérida —sí Mérida,
pues aquí es donde se ubica y no en Madrid o Barcelona, donde este problema no
existiría así, desgracia la nuestra— se ponga en el punto de mira de alguna
multinacional —también sirve una empresa más modesta— con especial sensibilidad
por el patrimonio y decida invertir en transformar este bien quejumbroso en él
mismo, pero con un uso que le sea rentable económicamente y que sea compatible
—ruego a dios por ello— con su conservación. Posibilidades tiene, de eso no le
debe caber duda alguna a nadie, solo hay que echarle un vistazo, aunque, mejor
aún, visitarlo, estudiarlo, protegerlo y difundirlo para comprobar que estoy en
lo cierto. Solo es necesario el concurso de la sensibilidad ciudadana y la
responsabilidad administrativa que, podría, por qué no, conjugar con lo privado,
ya que lo público se ha olvidado de mi silo, ¡ay, mi silo!
Imagen: Justo Berjano en www.emeritosdelpatrimonio.blogspot.com.es
En Mérida a 25 de noviembre de 2016.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera