Reconozcámoslo: la política es necesaria. En una sociedad libre y
moderna —¿como la nuestra?— se hace imprescindible la existencia de un
instrumento que permita, en democracia, gestionarse en su gobierno para
resolver los problemas de toda índole que aparecen en la cotidiana convivencia
de sus gentes. La duda surge cuando
hablamos de quienes deben ejercerla, esto es, de los políticos. Son muchas las
cualidades que deben exigírsele a alguien que quiera dedicarse a este noble fin
y la ciudadanía no debe escatimar en requerirlas. Algunas son de sentido común
y coherente lógica —permítaseme incorporar estas dos descripciones como parte
de dicho bagaje—, y, tal vez, entre ellas la honradez sea la más importante de
las mismas ya que, si el político obra con integridad y rectitud, habremos
asegurado su buen hacer en gran medida.
Ahora bien, el problema asoma cuando analizamos los conceptos de carácter
moral y ético referentes a la integridad y a la rectitud. ¿Qué es comportarse
con integridad?, ¿cómo debemos entender la rectitud? En este orden de cosas, la
vara de medir cambia sustancialmente y con gran hipocresía dentro una sociedad
tan tolerante con la corrupción, a la vista de los acontecimientos recientes,
cuando el político desprende cierto tufo rojillo. En ese caso, más le valdría al
candidato a servidor público ser ángel o niño, puesto que solo en ellos parece
asegurarse la no existencia de mácula alguna, presente, pasada e incluso —oigan
ustedes bien— futura que acredite su íntegra moralidad y ético comportamiento de
cara a la galería mediática que, en connivencia con algunos interesados, se
encargará de difundir y proclamar su perversidad y execrable comportamiento,
cuando, en edades tempranas, pagó una factura sin IVA, se llevó bolígrafos de
la universidad, trabajó en un bar sin contrato o fumó en el servicio de un bar
público, lo cual, dicho sea de paso, está muy mal y es claramente reprochable,
pero no estoy seguro de que invalide su trabajo como político en el presente o
en el futuro. Tampoco creo que exista nadie, ni en la izquierda, ni en la
derecha, ni en el centro, que pueda presumir —de hacerlo ya habría caído en el
pecado de la soberbia— de integral virtud y absoluta probidad, sin que, para
hacerlo, tenga que recurrir a oscuras falsedades.
Es ese rasero variable el que pudre la sociedad y termina provocando
un «todo vale» y «todo es lo mismo» que redime a los corruptos y fariseos
ladrones de millones e incrimina a quienes expoliaron material de oficina. La
solución a esta ecuación es bien sencilla, el límite que sobrepasa los
comportamientos admisibles de los que no lo son lo pone la sociedad a través de
sus leyes administradas por la justicia, pero, hete aquí, que surge de nuevo un
nudo gordiano. Si la sociedad elige a sus gobernantes, depositarios del poder
ejecutivo, y estos, en gran medida, tienen la potestad de dirimir los límites
de comportamiento gracias al poder legislativo, ¿no serán —me pregunto— tan
astutos como para, intencionadamente, provocar esa paridad de acciones que iguala
estafas millonarias con hurtos de poca monta y que les permita a ellos mismos o
a sus afines prevaricar o malversar con alta dosis de impunidad? Porque,
además, recordémoslo, existe también una gran dosis de dependencia del poder
judicial terminada, de forma más o menos evidente, subordinado al ejecutivo, al
menos al más alto nivel. Vamos, que la separación de poderes es, como mínimo,
cuestionable y eso sin entrar a valorar el cuarto poder, el de los medios de
comunicación que se presta a manipulaciones de toda índole —alejada años luz
del concepto de opinión— como para que, por ejemplo, una misma noticia
desaparezca de un medio y sirva para llenar páginas y editoriales en otro, en
función del interés particular de turno y apartándose del interés social al que
deberían servir. En realidad, aplicando ese mismo sentido común y lógica
coherencia que debería exigírsele a los políticos, la respuesta sería, como
digo, aplicar la legislación de forma estricta y dejar a la justicia que juzgase
los entuertos para dirimir si algunos comportamientos son o no legales. Aunque,
debemos recordar que los políticos deben responder también desde un punto de
vista ético y moral, ya que la legislación no alcanza a cubrir de forma total
estas cuestiones, sin necesidad de recibir prebendas y privilegios por su
condición que los sitúen social, jurídica y económicamente por encima de sus
representados. Así pues, vuelta la burra al trigo, es decir, que no existe tal
solución, no al menos mientras sigamos teniendo políticos que no tengan como
primera virtud la honradez y, tal vez también, la honestidad.
Y, mientras tanto, cualquier distracción es buena para evitar
centrarnos en hacer la política necesaria para que nuestra sociedad mejore,
para combatir la desigualdad, evitar la violencia de género, que el alcohol
envenene la sangre de nuestros menores o que la educación engrandezca a las
generaciones venideras, que para las actuales la solución es más difícil.
Supongo que esta es la senda que nos toca recorrer. Cuánta paciencia señor,
cuánta paciencia.
Imagen: www.vozpopuli.com
En Mérida a 6 de noviembre de 2016.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera