Tenemos gobierno… Y mientras la gente perdía su empleo, desaparecía la
educación pública, se privatizaba la sanidad y muchas familias no llegaban a
final de mes, los políticos decidieron que ya habían reposado durante bastante
tiempo su indolencia; se dieron cuenta de su propia incompetencia para
dialogar, pactar, acordar, dirimir problemas, encontrar soluciones, ceder y
condescender; consideraron que un intervalo tan largo de gobierno en funciones
era demasiado, especialmente porque el ciudadano de a pie, el que debe ganarse
cada día su sustento, el que va al parque con sus hijos o visita a sus padres,
el que toma una caña el sábado por la noche o va al cine el domingo, el que
sufre si no puede comprarle a su hijo unos buenos zapatos o se atormenta cuando
la hipoteca le deja en números rojos, no había echado en falta un gobierno
funcional —nótese el juego de palabras—, y eso, al parecer turbaba sutilmente
la mente de los políticos, no fuese a ser que su subsistencia se transformase
en prescindible y, por alguna extraña suerte de circunstancias, terminasen por esfumarse
—y con ellos su verdadera trascendencia, obviamente desdeñada— entre apesadumbrados
procedimientos burocráticos de la administración que es el auténtico monstruo.
Entre la parsimonia de unos, a los que no les ha importado descontar
un año de su —nuestra— historia reciente y disfrutar del espectáculo bochornoso
que los otros han ofrecido, mientras se ocultaban sus pecados, permitiéndoseles
el lujo de lamerse sus propias heridas; el original abisagramiento de otros, que no mostraban reparo alguno en subir
aquí y bajar allá sin saberse muy bien si su verdadera intención final era
facilitar la gobernabilidad o arañar espurias dosis del goloso poder; y la intransigencia
y obcecación del resto, despedazándose dialécticamente a muerdos como si de una
auténtica guerra cruenta se tratase, con un atroz desgarro de todos y cada uno
de ellos; entre ellos, como digo, han conseguido dividir nuevamente una incipiente
moderna sociedad arrastrándola a tiempos pretéritos, reflejo de su inmadurez y espejo
de sus políticos, pero, curiosamente, han logrado unirnos en la desafección
política y eso, en el fondo, me tranquiliza, porque asegura que la reacción, de
producirse, no será violenta, que no aparecerá la beligerancia, que todo
quedará en insultos, agravios, ultrajes y ofensas más o menos sutiles, más o
menos fanáticas, todo ello a imagen y semejanza de nuestros políticos. Y si,
por alguna circunstancia se produce un conato de alzamiento, siempre quedará la
contundente respuesta del Ministro de Interior de turno, funcional o en
funciones, que para eso está, con su amenazante perorata que acallará, decreto
en ristre, a los bisoños revolucionarios. Somos, en definitiva, un círculo
vicioso en el que parece imposible encontrar salida. Seguimos, además, siendo
de unos o de otros: es verdad que hay un sector de la población que se ha
movido —hablando en términos de votos—, pero, a la vista de la falta de
renovación de los antiguos y de la calca que de ellos han hecho los nuevos, uno
tiene la sensación de que no solo no se ha producido avance, sino que más bien
se reproducen en pequeña escala —porque el número de diputados es menor— los
mismos errores que cometen sus experimentados predecesores.
La sensación de hastío de la ciudadanía es difícilmente plasmable entre
los asientos del Hemiciclo, es apenas entendible por los políticos porque ellos
permanecen cegados con y por su propia dialéctica. No oyen más allá de los
insultos de sus compañeros —a veces contrincantes— y solo parecen reaccionar
ante ellos. Se han olvidado por completo de nosotros, los ciudadanos, sus
verdaderos adalides y a quienes deberían obedecer, incluso en la coherente y
razonable división, pero siempre sin confrontación, por una sencilla circunstancia:
no tienen cabida si no están a nuestro servicio, sobran. El problema es que
ellos parecen haber obviado este hecho y nosotros lo hemos olvidado y no lo
hacemos valer.
Me aburren los políticos, me cansa su pueril comportamiento, su bajeza
dialéctica, su incapacidad negociadora, su incompetencia resolutiva, pero, aún
peor, me frustran, carecen del carisma que requiere un puesto de semejante
responsabilidad social y no son capaces de responder convenientemente ante las
necesidades de la mayoría de la ciudadanía, perdiéndose indefectiblemente entre
“dimes y diretes”, entre “túes más
que yoes”, entre ultrajes y
desprecios, entre acusaciones y delaciones, en lugar de atender a las
necesidades reales de la sociedad. Pasan más tiempo defendiéndose de imputaciones
de sus compañeros —¿para qué sirve entonces la justicia?, me pregunto— que desempeñando
su verdadero trabajo, que no es otro que gobernar, a quienes les toque por mor
de las decisiones soberanas del pueblo, o velar por el buen gobierno, si han
sido designados para tal fin como oposición. Se desenvuelven con demasiada
soltura en un oficio que en ellos parece más bien un accidente que una decisión
vocacional, aunque se dedicasen a ella de forma profesional, como debería ser y
por la que debería luchar y formarse hasta alcanzar el grado de estadista, que constituiría
su máxima aspiración, y no la buena vida que pudiera ofrecerles alguna
multinacional para las que indefectiblemente terminan legislando —que no es
gobernar, para que quede claro—. Un ínclito político no es aquel que más veces
sale en la prensa, ese es simplemente famoso, sino el que es capaz de aportar
más a su pueblo que son todos, no solo los suyos. Reconozco que generalizar es
cruel e injusto por definición: hubo un político —política para más datos— que
dijo que habría que matar a los arquitectos, imagino que, en realidad, solo se
refería a algunos —entiéndase el sarcasmo—, esto quiere decir que, en realidad,
hay políticos que se comportan tal y como se espera de ellos, desconozco si son
muchos o pocos. Yo, personalmente, conozco a algunos que son merecedores de una
magnífica distinción y reconocimiento. A ellos les pediría que hiciesen
pedagogía entre los suyos, que trabajasen, si les dejan, en adecentar y educar
a aquellos que solo se dedican al populismo y la demagogia baratos —que es la
forma más fácil de convencer a quien quiere dejarse—, a mentir —entiendo que
por necesidad y no por enfermedad— y que están más preocupados por los enfrentamientos
y provocaciones para con sus contrincantes e incluso con sus compañeros, que en
desarrollar su labor que, tal y como se entiende la sociedad hoy en día, es
—debería ser— imprescindible.
Imagen: DANIEL OCHOA DE OLZA, AFP
En Mérida a 30 de octubre de 2016.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera