Hoy no se he
levantado como hacía antes: temprano, muy temprano. Nunca había necesitado
despertador porque casi nunca dormía. Las preocupaciones no le dejaban descansar,
la ansiedad no le permitía reposar, la responsabilidad no le dejaba vivir. Ayer
escribió su carta de dimisión, más bien parecía una carta de despedida. Iba
dirigida al presidente de la empresa, al que fue su mentor y a quien debía cada
una de sus noches de insomnio como contraprestación a su puesto de confianza.
Ganó mucho dinero con él, pero mucho más le hizo ganar, aunque ahora eso no
importaba porque lo que perdió a cambio de todo ese capital fue vida, su propia
vida, y sabía que eso no lo podría recuperar. Finalizaba así: «… he estado más
de veinticinco años de mi vida aquí, mañana no regresaré.» Nada más decía
porque nada más necesitaba decir.
Le despertó el
timbre de su casa.
—Soy yo, Antonio, tu
amigo —gritaban del otro lado de la puerta. Ramón se calzó las zapatillas, pero
enseguida se dio cuenta de que no las necesitaba. Se las quitó. Podía ir
descalzo y así fue hacia la puerta. Lentamente, sin prisa. Se desperezó durante
el camino. Abrió la boca para bostezar y giró el cuello suavemente. Había
dormido, había descansado, había recuperado algo de su vitalidad. Se miró en el
espejo de la entrada antes de abrir la puerta. Lo que vio le gustó. Había
desaparecido el color gris de su rostro, al menos eso pensaba.
—Buenos días
Antonio.
—Buenos días Ramón,
¿estás bien?, ¿qué te pasa?
—A mí, nada, y a ti.
—Como que nada, no
has venido a trabajar, me has mandado una carta despidiéndote de la empresa, despidiéndote
de mí, así sin más.
—Sí, así es, así,
sin más. Has venido a despertarme a mi casa. Es la primera vez que vienes en
veinticinco años, así que no sé a qué se debe este honor.
—Llevo toda la
mañana llamándote y no me contestas, he mandado gente a por ti y no les has
abierto la puerta. Ni siquiera has respondido a su llamada. Hemos llamado a los
hospitales, a los centros de salud, a la policía. Pensé que te había pasado
algo. Llevamos en esto mucho tiempo, te conozco, debe ocurrirte algo Ramón. No
entiendo tu actitud.
—No me conoces en
absoluto Antonio, siento decepcionarte, solo conoces al Ramón que se dejó la
piel para tu empresa, para hacerte más y más rico. Ese es el Ramón que conoces,
pero ese no soy yo. Nunca lo fui, me convertí en eso porque pensé que te lo
debía, por la oportunidad que me diste, pero te devolví mucho más de lo que me
prestaste. Pagué con mi vida ese anticipo que me hiciste, lo pagué así porque no
pude vivir mi vida. No te lo reprocho, pero se acabó. Ya no te entregaré mi
alma para recibir monedas a cambio. Valgo más que eso, al menos eso quiero
pensar. Creo que todavía puedo recuperar mi futuro por extraño que esto
parezca, porque mi pasado ya lo eché a perder.
—Ramón, piénsalo por
favor.
—Lo he pensado.
Prefiero la vida a la esclavitud.
—Pero, ¿y el dinero?
—No me hace falta.
No lo necesito, el tuyo al menos, no. Tengo suficiente y, además he encontrado
un nuevo empleo.
—Es eso entonces.
Tienes una oferta de alguna otra empresa. Debías habérmelo dicho. Mejoraré tu
contrato, doblaré tu sueldo.
—No has entendido
nada. No puedes mejorar la oferta. Donde empezaré a trabajar no me piden que
pague con mi vida. Contigo eso no era posible.
—Ramón, somos
amigos, pero tendré que demandarte si me traicionas, si das información a la
competencia, tendré que hacerlo. Me dolerá mucho, pero debes entender que tengo
que defender mis intereses.
—Puedes estar
tranquilo. —No puede ocultar una amplia sonrisa que finalmente le vence—. No
tengo intención de traicionarte, ya lo hiciste tú, tal vez de forma
inconsciente, al menos eso quiero pensar, pero yo no venderé tus secretos a
nadie. No los necesito, no los quiero para nada. Es algo que no me interesa. Es
más, tal vez algún día me encuentres en mi nuevo empleo. Si es así, te pido por
favor que no hagas el esfuerzo de saludarme. Sé que para ti sería un problema,
así que no te molestes. Yo no me ofenderé. No me importará lo más mínimo. Es
más, con suerte, no me reconocerás. Ahora, si no te importa, márchate por
favor.
Ramón comienza a
cerrar la puerta delante de Antonio, que se muestra atónito, en su cara, sin
despedirse mucho más. Antonio no se mueve, pero Ramón ya ha desaparecido. Ya no
está delante de él. Solo reacciona tras un largo parpadeo y un giro de cabeza
que niega lo que acaba de vivir. Se da la vuelta y se dirige a su coche. «A las
oficinas», le dice al conductor, «Ponme con mi abogado», le dice a su
secretaria. Ambos estaban esperando pacientemente en el vehículo estacionado a
unos metros de la casa de Ramón, escondido, oculto para que ninguno pudiese ver
qué hacía el jefe.
Ramón vuelve a la
cama. Se recuesta en los almohadones. Saca un libro de la mesilla. Tiene polvo.
Sonríe. Recuerda perfectamente cuándo comenzó a leerlo. Fue un regalo de su
madre. Una profunda pena le embarga. Encuentra la marca de lectura. Quince
hojas, «Quince malditas hojas», pensó. Comienza a leerlo desde el principio. Curiosamente
le suena lo que lee, a pesar de los años transcurridos. Recuerda que le gustaba
leer. Recuerda que leía mucho. Se levanta y se va al salón. Ve una estantería
llena de libros. Ahí no hay polvo. La chica que viene a limpiar lo quita. No es
el uso el que los mantiene limpios. Se prepara un café. Se sienta en el sofá y
lee. Lee durante toda la mañana. Lee durante toda la tarde. Lee hasta que cae
la noche y la oscuridad le impide proseguir si no enciende la luz. Se levanta.
Le duele el cuello y la espalda de estar sentado, tumbado, recostado,
retorcido, pero ha empezado a vivir.
Fotografía: www.conforama.com
En Plasencia a 18 de septiembre de 2016.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera