Salí al exterior. No hallé una luz cegadora que me
obligase a cerrar los ojos, no había un gran resplandor frente al que me viese
obligado a colocar mi mano a la altura de la cara como visera para protegerme. Y
aun así todo era blanco, apenas se intuían los contornos levemente oscurecidos
de los objetos que me comenzaban a rodear después de mis primeros pasos. Esperé
a que mis pupilas se hiciesen a esta nueva situación tras la oscuridad de la
que provenía, pero, a pesar de que se contrajeron todo lo que su naturaleza les
permitió, resultó que este nuevo mundo era así. ¿Era realmente un nuevo mundo o
era el mismo mundo del que provenía, pero visto a través de otros ojos?, los
ojos de un muerto.
Que estaba muerto era algo que no dudaba. Recordaba
perfectamente cómo aquel coche se abalanzó sobre mí y me golpeó. Sentí, y
podría jurar que también vi, cómo fui desplazado a cincuenta o sesenta metros
de donde estaba. Iba volando, literalmente, por primera vez. Por fin cumplí uno
de los sueños de mi infancia, volar, aunque el precio que iba a pagar era
excesivamente alto. Al caer me golpeé fuertemente y entonces comprendí que
había muerto. Fue instantáneo. No sé si sufrí, si sentí dolor. No lo recuerdo,
pero tengo claro que me alcanzó la muerte. Nadie puede escapar a ella y yo era
presa fácil en aquel momento.
Estaba sentado en un banco, frente a un paso de
peatones, al lado del parque que se encuentra frente a mi casa. Debo haber
cruzado esa calle miles de veces, siempre de la misma forma. Miro a derechas y
luego a izquierdas, compruebo que no viene ningún vehículo o que está lo
suficientemente lejos y la cruzo. Siempre de la misma forma, siempre siguiendo
el mismo patrón. Bien pensado, hoy que puedo hacerlo, tal vez lo coherente
habría sido mirar primero a izquierdas y luego a derechas, por aquello de que
primero llegará el vehículo por ese lado, pero nunca lo hice así, hasta ayer, o
anteayer. Tengo dudas. Eso es algo que he aprendido en el poco —o mucho— tiempo
que llevo aquí. El tiempo transcurre de forma extraña. Imagino que terminaré
por acostumbrarme, aunque resulta aterrador pensar que el resto de mi vida,
mejor dicho, de mi muerte, la voy a pasar así, con los segundos golpeando de
forma tan lenta, tan pausada, mi cerebro; es desesperante. Si esto es lo que me
espera, va a ser terrible.
Cuando recobré la conciencia y me vi en el mismo
lugar donde recordaba que había sido atropellado reconozco que me asusté. No
era solo la neblina que emblanquecía todo lo que me rodeaba que resultaba horrendamente
reconocible, es que todo lo que veía y que suponía que tenía vida, transcurría
a la misma velocidad que el tiempo: Lento, sumamente lento. Como una sofocante
tarde de verano, ardiente, eterna, que rezas porque termine y que en el fondo
sabes que terminará, pero esto no parece tener fin. Veía a la gente caminar y
podía dar cientos de vueltas alrededor de ellos antes de que completaran un
solo paso. Ellos no me veían, por muchas burlas que hiciese delante de sus
propias narices. Ni siquiera sentían mi presencia, posiblemente porque no la
tengo. Intenté golpearles, empujarles, les hablé, les grité, pero no podía. No
sé por qué, puesto que era infinitamente más rápido que ellos.
Ahora ya me he acostumbrado a esto, si es que cabe
la costumbre en mi situación. Me dedico a pasear entre la gente desde que estoy
aquí. Deben haber pasado ya meses, o tal vez solo un segundo. No tengo ni la
más remota idea. Mis pies no tocan el suelo, es una sensación extraña, es como
si flotara, no es volar, qué más quisiera yo, pero se le parece. Al menos esto
me agrada, es lo único. Camino por aquí, camino por allá. Deambulo más bien. Es
muy triste. No me he encontrado con nadie que me vea, nadie como yo, pero no
puedo creer que yo sea el único muerto que exista —menuda paradoja, ¿no?—. Vivo
—o muero— con la esperanza de que ocurra algo. Ya tengo claro que yo no puedo
hacer nada. No puedo coger cosas y, aunque esto no parezca preocupante, en
realidad lo es todo. No puedo alimentarme, es obvio que no lo necesito, pero me
encantaría poder volver a tomar algo, cualquier cosa, algo que me agradase, o
que me amargase, tanto da, solo quiero tener alguna sensación. No puedo oír ni hablar. En realidad esto sí
lo puedo hacer, pero no me sirve para nada, porque nadie hay para oírme y a
quien oír. Así que he decidido no hablar, así tampoco me oigo. No puedo sentarme, no
puedo subir ni bajar. No puedo sentir.
En ocasiones he intentado mirarme, para reconocerme,
pero ni siquiera eso consigo. No me veo. Terminaré olvidando mi propio rostro,
hasta no reconocerme. Me he colocado delante de tantos espejos, escaparates,
cristales, pero nada. No me veo reflejado en ellos, sin embargo, tengo
consciencia de mi inexistencia, es algo extraño, pero sé que estoy aquí, aunque
no esté, otra paradoja para mi posteridad, que es mi presente, que es mi futuro,
que tal vez ahora también sea mi pasado.
El otro día, el otro segundo o el otro año, recuerdo
que vi un perro atado a una correa tensada que tiraba de un señor mayor,
arrastrado, literalmente, por el animal. Supuse que el perro estaba ladrando
porque tenía la boca abierta. Para mí llevaba abierta una eternidad y, de
hecho, cuando me marché de allí seguían prácticamente en la misma posición. Sin
embargo, vi en este señor algo que me llamó la atención. El perro estaba
cruzando la calle desesperado, estaba mirando a la acera de enfrente donde se encontraba
otro perrito con bozal al lado de su dueño. Me pareció que quería acercarse a él.
Eso importa poco, el caso es que vi en los ojos del viejo algo sorprendente, vi
miedo. Reconocí ese sentimiento. En todo el tiempo —poco, sin lugar a dudas, si lo medimos en
segundos— que llevo en este mundo nunca había reconocido entre los cientos de
miles de personas con los que me he debido cruzar, una sensación así. Me parece
extraño, aunque bien pensado tampoco tendría por qué serlo, en especial si solo
ha transcurrido apenas un instante. El caso es que los ojos de este buen hombre
reflejaban pánico. No sé a qué se debía. Puede ser que viese peligrar su vida
por el tirón, vete tú a saber. Sin embargo este hecho me ha dado alguna
esperanza. Tal vez ese sea el paso previo a la muerte. Tal vez solo tenga que
encontrar a alguien que aparente tener miedo y esperar a que le ocurra eso que
le provoca esa sensación para que, si termina muriendo como consecuencia de
aquello que le produce el miedo, pase a este mundo que me ha tocado en
desgracia. Tal vez así consiga un compañero o compañera a la que explicarle qué
es esto. En realidad yo no lo sé muy bien, pero algo más de experiencia tendré.
Desde entonces busco gente en cuyo rostro pueda ver
reflejado ese miedo con la esperanza de verlos morir y encontrar un compañero.
Es difícil, aunque resulte perturbador el hecho, encontrar alguien con miedo.
Muy difícil, si lo piensas bien, todos tenemos miedo, pero es puntual, va en
nuestra idiosincrasia, faltaría más. Cómo iba a ser posible vivir eternamente
en el miedo. Sería imposible. Me he movido mucho buscando a gente con miedo. He
visitado zonas en guerra, zonas de hambruna, de pobreza. Allí debe haber miedo,
pensé y acerté. Pero aún no he sido capaz de encontrar a nadie que lo tenga, al
menos que lo tenga justo en el momento en que yo me pongo ante él o ella.
Finalmente decidí que debía mantenerme al lado de alguien, siempre, buscar una
presa, si se me permite la expresión, y esperar pacientemente a que le llegue
su hora. Lo sabré porque en sus ojos veré el miedo. Ya la encontré. Era una
niña. Creo que estaba abandonada, tal vez sus padres habían muerto. Estaba en
un país en guerra. Todo se encontraba derruido. La vi en un rincón, aterida de
frío. Con los brazos entrecruzados alrededor de las piernas. Llorando. Decidí
esperar. Ha pasado casi una eternidad para mí, pero ella sigue allí,
prácticamente inmóvil. La primera lágrima casi ha caído de su mejilla. Cuando
lo haga manchará leventemente el puño de su jersey deshilachado. Mientras, yo
sigo esperando.
Imagen: www. esquinasdecuba.com
Mérida a 7 de junio de 2008 y 9 de septiembre de
2016.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera