Si uno presta
suficiente atención puede comprobar que los niños miran directamente a los ojos
de quienes les hablan. Lo hacen sin prejuicios, lo hacen con naturalidad, sin
miedos, sin rencores, sin vergüenza, lo hacen así porque nada tienen que
esconder, lo hacen así porque no deben nada, ni nada les deben. Los niños miran
a los ojos porque sus ojos no mienten. Los niños miran a los ojos para poder
entender a quien les habla.
Pero, si uno se
fija más profundamente, podrá comprobar que los niños también miran justo por
encima de nuestras cabezas, allá donde se refleja nuestra alma, ese el lugar
donde solo ellos ven lo que somos, lo que escondemos o lo que realmente
pensamos. Ellos no lo pueden explicar, son niños, no tienen recursos para contarlo,
les falta el conocimiento y la experiencia, pero lo entienden perfectamente.
Saben qué queremos, quiénes somos, qué buscamos, qué sentimos, saben cómo estamos.
Detectan cada emoción que queremos ocultar por no mostrarnos débiles,
vulnerables, descubren qué parte de nosotros escondemos. No podemos mentirles,
por más que ellos no quisieran saberlo.
Los niños te
consuelan aun sin saber que lo están haciendo. Los niños te levantan aunque no
sepan que te has caído. Los niños te calman aunque desconozcan por qué estás
preocupado. Los niños te endulzan a pesar de que no comprendan tu amargor. Todo
eso lo saben porque son capaces de ver tu alma, porque descubren en tu interior
lo que tú mismo quieres ocultarte para encubrir el sufrimiento, para enterrar
la frustración, para tapar el odio, para controlar el dolor, para velar un prejuicio,
para desvanecer un complejo. Esa es una virtud que solo los niños poseen. Cuando
crecen, cuando dejan atrás su infancia, pierden esa cualidad, la naturaleza la
sustituye por otras, también importantes, cierto es, pero menos trascendentales,
y seguramente sea así para evitarnos terribles sorpresas con los demás, para
impedir que nos acerquemos unos a otros porque sabríamos del que tenemos
enfrente todo lo que realmente debemos saber. Eso sería espantoso. En el mejor
de los casos huiríamos de todos y si llegásemos a tener la valentía suficiente como
para mirarnos en el espejo terminaríamos abandonándonos a nosotros mismos. Viviríamos
nuestra vida en permanente soledad por miedo a los demás, por miedo a la
realidad.
Los niños no
comprenden los motivos, pero entienden perfectamente las emociones, las ven
como algo natural a pesar de que no saben reaccionar ante ellas. Los niños,
cuando son tus hijos, cuando les importas, cuando dependen de ti, si te ven
triste te consolarán, si estás alegre reirán contigo; si te ven enfadado te
apaciguarán; si te ven llorar querrán enjugarte las lágrimas; si te ven
nervioso te calmarán. No les importará por qué estás triste, por qué alegre,
por qué enfadado, por qué llorando, por qué nervioso, solo querrán compartir
contigo ese sentimiento si es beneficioso y reemplazarlo si es perjudicial; y
todo lo hacen por amor, por amor a ti. Es un amor necesario para ellos, interesado
por su bien, pero natural y sin prejuicios, es un amor por ti, para que no
dejes de quererles, para que no te olvides de ellos, para que les cuides y les
ames tanto como ellos, de forma incondicional.
Si un niño te mira a
los ojos, mírale tú también. Verás reflejada tu imagen, sabrás quién eres,
sabrás qué eres.
Imagen: www.yosfot.wordpress.com
En Mérida a 4 de septiembre
de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera