Demasiado calor
para las fechas que tenemos. Demasiado calor. Armados de valor los cuatro se
arremolinan en torno a una escasa tela azulada. Unos palos flexibles sirven de
soporte para que el lienzo les proteja ofreciendo su sombra al tiempo que
permite el paso de algo de aire que alivia la transpiración incipiente de los cuerpos.
De pie no caben todos, tumbados tampoco. Las camisetas se perdieron y los
pantalones dejan ver las piernas ya sudorosas. Cuerpo sobre cuerpo, es la única
solución para que puedan resguardarse.
Peine en mano, una calma
la rebelión de pelos del cuero cabelludo de la otra. No hay compasión y las
cerdas se clavan en el cráneo entre risas y grititos ahogados. El otro se lanza
sobre el vientre de quien tuvo la fortuna de tumbarse y acaparar casi todo el
espacio. Más risas, estas son golpes secos que responden a cada saltito sobre
la barriga. Besos por todos lados, abrazos revueltos, posiciones imposibles,
giros insensatos, piernas enredadas, brazos cruzados, pechos, espaldas, manos,
cabezas, resulta difícil diferenciar qué es de quién y dónde está. No paran las
carcajadas, sería una temeridad intentar detenerlas. Sería imposible.
Al atardecer, las
chinescas de los árboles que dibuja en la tela el poniente despiertan el hambre
que llama a la puerta de los cuerpos tras el intenso esfuerzo. La fruta troceada
en un inmenso plato de porcelana blanca colorea de un intenso rojo y amarillo el
verde y azul del lugar. Muerdos y bocados para aplacar el apetito que dejan churretes
en las comisuras de los labios, en las barbillas, en los cuellos, en los pechos
y hasta en las piernas. Ya habrá tiempo de limpiarse, ahora toca ser feliz. Falta
fruta y un segundo plato aparece que se engulle con prontitud, tienen que
seguir los juegos, pero ya el tiempo apremia, ese cruel e implacable
transcurrir que no respeta la dicha queriendo acortarla, y parece regodearse
con la tragedia prologándola indefinidamente.
La tarde toca a su
fin y el agua será necesaria para limpiar la suciedad, el mosto de la fruta en
las pieles y los restos de hierba y tierra en las planta de los pies que saldrán
con dificultad. Solo dos comparten el baño, los otros no cabrían, pero estos son
los que restriegan, refriegan, enjabonan, enjuagan y enjugan los cuerpecitos de
los primeros que no han querido soltar los peleles aunque mojados sean más
pesados. Ninguno de ellos quiere dar por finalizado el baño, ninguno quiere ser
el primero en salir, y el uno pide que sea el otro y el otro pide que sea el
uno. Las risas no han parado, ¿quién querría dejar de ser feliz?, pero el agua
arruga los deditos de las manos y los pies, y los reblandece como si de
garbancitos se tratase. Es necesario secarse para devolver la tersura a la piel,
y los paños absorben el agua entre quejidos y lamentos. Otros paños cubren los
cuerpecitos para guarecerlos del frescor de la noche.
La noche llama a la
puerta del día, pero no quieren olvidarlo y tras la cena, copiosa como merece
tanto esfuerzo, ninguno de los cuatro osa brindar la cama como cobijo, aunque
dos se sientan obligados a hacerlo y los otros dos rechacen el ofrecimiento. Más
juegos ahora, pero ya solo son dos los que los disfrutan pues las obligaciones
de los otros hace imposible seguir compartiendo el momento. Cuán cruel es rechazar
semejante diversión porque disponga el deber. Así son las cosas, ya dos de
ellos duermen tras los breves pataleos, pero el abrazo de los otros y el
embrujo de la almohada les arrulla y el cansancio les vence. Después, bajo una
tenue luz, velarán sus sueños hasta convencerse de que nada podrá despertarles
hasta la mañana siguiente.
Imagen: Rubén Cabecera
Soriano.
En Plasencia a 5
de junio de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera