Entrevista a la Muerte. (Parte ii)



—Lo que peor llevé cuando la Vida me traspasó parte de sus obligaciones fue que me obligase a ponerme ese ridículo disfraz tenebroso. Como te he comentado, la Vida se cuidó muy mucho de hacer mala propaganda de mí para resarcirse con la humanidad, de ahí esos trajes negros, la capucha, la hoz y el esqueleto con el que inspiró a los artistas para que me representasen, pero no contento con ello y, supongo que para conseguir que me involucrase más en mi papel, también me obligó a vestir de negro, a llevar la dichosa hoz, que no te puedes ni imaginar lo mucho que pesa, y lo más denigrante de todo fue la careta de calavera. Por Dios, le dije, Vida, ¿de verdad tengo que llevar esto puesto? Sí, me dijo sin contemplaciones, ni una sola palabra más. Y no te creas, por más que deseaba negarme no pude hacerlo, porque sabía a qué me exponía. No podía arriesgarme a perder mi empleo. El caso es que desde hace mucho tiempo cada vez salgo a desempeñar mi trabajo tengo que ponerme este maldito disfraz. A veces paso días enteros con él, sobre todo, cuando hay épocas de guerra, que por cierto, eso es algo que vosotros los humanos deberíais haceros ver, puesto que son una excusa perfecta para que la Vida desate su ímpetu mandatorio y las listas que me pasa son tremendamente largas. Lo digo en serio, menuda panda de estúpidos estáis hechos. Y por cierto, eso mismo es aplicable, por ejemplo a las hambrunas. En definitiva, paso temporadas tan largas con esta indumentaria que a veces llevo un espejo de mano en el bolsillo de mi túnica negra, para, en un receso que pueda tomarme, quitarme la careta y mirarme la cara para recordar cómo soy. Créeme, se hace duro muchas veces.

—Ya veo, ya. —El entrevistador ojea sus papeles—. Tengo una duda que me asalta. ¿Podría decirme qué es eso de la luz al final del túnel?

Una sonora carcajada sale de la boca de la Muerte, que toma un trago para aclararse la boca.

—Mira eso es un invento mío. Te cuento. Al principio, cuando comencé a llevarme a la gente, por aquel entonces podía vestir como me apetecía, tenía la sensación de que el paso de la vida a la muerte era demasiado, cómo decirlo, ¿aburrido? Tal vez esta palabra no es la más apropiada… Serio, eso es, me parecía muy sobrio y demasiado intrascendente para la realidad que constituía ese hecho. Luego si quieres te aclaro esto. El caso es que se me ocurrió que para que este cambio tuviese algo más de enjundia, en lugar de pasar directamente de la vida a la muerte en un santiamén, la transición se produjese a través de una especie de túnel oscuro al final del cual apareciese un potente foco de luz que deslumbrase al que se dirigiese a él de forma que tuviese consciencia real de que pasaba de estar vivo a muerto. Lo cierto es que al principio, cuando la gente moría, me preguntaba qué había pasado, dónde estaban, qué hacían allí, y cuando les intentaba explicar que habían muerto y que me los había traído porque la Vida así me lo había pedido, no terminaban de creerlo, pero desde que montamos lo del túnel con la luz al fondo, la cosa cambió. La gente comenzó a entender perfectamente qué había pasado. Algunos se lo tomaban mejor que otros, pero ya no tuve que explicar más veces que estaban muertos. El problema con esto surgió cuando la Vida, con su dudoso gusto por la arbitrariedad, comenzó a mandarme mensajes urgentes en los que me decía que tal o cual persona no moriría a pesar de estar en la lista que ella misma me había facilitado. Entonces, esas personas debían volver a la vida y, claro, como habían comenzado a recorrer el dichoso túnel con la luz al fondo, pues al regresar entre los vivos, contaban lo que habían visto. Natural. El caso es que lo que yo pretendía que fuese una sorpresa para, tal vez, hacer más liviano y agradable el tránsito de la vida a la muerte comenzó a ser conocido por todos y la gente ya no se sorprendía. Así que, y esto es primicia, estamos trabajando mi equipo y yo en algo nuevo y, aunque aún no es definitivo, ya tenemos un proyecto de tránsito para la muerte que nos convence. Seguramente lo pondremos en práctica pronto. El único inconveniente es que es más breve que el túnel, porque queremos estar seguros de que una posible decisión de última hora de la Vida, no nos fastidie la sorpresa.

—Vaya. Si no he entendido mal, has hablado de tu equipo…

—Sí, sí, claro. No pretenderás que todo el trabajo lo voy a hacer yo sola, ¿no? Es demasiado hasta para mí. Es cierto que quien debe hacer el gesto final soy yo. Quien debe tocar con el dedito soy yo, pero hay un trabajo previo y posterior que lo desarrolla mi equipo. Mira, nosotros tenemos nuestras estadísticas y hacemos nuestros estudios. Procuramos hacer un seguimiento pormenorizado de cada ser humano para que no nos pille por sorpresa la decisión de la Vida. Intentamos con esto que el dolor de los familiares se atenúe lo máximo posible. Es difícil, lo sé, pero esa es nuestra intención. Tenemos una serie de indicadores para cada hombre y mujer en el que se analizan todos los parámetros vitales, la edad, el ritmo cardiaco, la alimentación, las actividades que desarrollan, etcétera. De este modo, se van dando avisos en forma de enfermedad, o accidentes, para que, cuando llegue la hora de la verdad, el paso sea lo más amigable posible para la gente que rodea al que será muerto. Sé que esto es difícil de entender y puede incluso parecer cruel, pero créeme, todos los estudios que hemos venido haciendo desde que recibí este maldito encargo, demuestran que esta forma de obrar es la menos inhumana. Si todos murieseis de repente, sería tan grande el dolor que muchos no lo soportarían. En cualquier caso, estas muertes repentinas acontecen en muchas ocasiones. Ya te digo que la Vida trabaja con una discrecionalidad furibunda que, incluso para mí, a veces es difícil de entender. Vaya, que creo que la Vida es un tanto desalmada, pero, ya ves, ella es la que decide y yo me limito a ejecutar sus decisiones.


Imagen: www.que.es


En Mérida a 29 de mayo de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera