A hostia limpia.



Fueron los primeros en llegar y su número abrumaba, pero más aún lo hacía el atronador ruido que provocaban sus gritos, sus chillidos, aullidos llenos de insultos, burlas, desprecios. Iban escupiendo por las calles, meaban el alcohol que rebosaba en su sangre en cualquier sitio, ni siquiera conservaban el recato que a los borrachos les lleva a orinar en las esquinas, rompían todo lo que se ponía delante de ellos a pesar de la presencia policial que se limitaba a escoltarlos como si de una jauría de animales salvajes por domesticar se tratase. Se procuraban aparejos arrancados del mobiliario urbano y piedras del adoquinado del suelo con los que golpear a los adversarios, quebraban las ramas de los árboles que encontraban a su camino para proveerse de palos, que escondían entre la ropa para salvar los controles policiales, con los que, si la suerte les acompañaba, menuda suerte esa a la que se encomendaban, podrían romper cabezas, brazos, piernas, o, en su defecto, defenderse de golpes semejantes de sus contrincantes.

Frente a ellos no había nadie. Según avanzaban por las calles la gente iba desapareciendo, escondiéndose de una marabunta impía capaz de las mayores atrocidades. Tal vez algún periodista temerario y poco temeroso de su vida se atrevía a fotografiarles a escasos metros para conseguir exclusivas que se pagaban a precio de oro, aun a riesgo de recibir algún golpe o sufrir las consecuencias del denostado odio que cada uno de los miembros de semejante caterva le profesaba a quien no pertenecía a ella.

No existía justificación alguna para la violencia que ejercían. No existía justificación alguna para el odio que profesaban. No existía justificación alguna para el dolor que provocaban. Y, sin embargo, ellos encontraban justificación en sus actos. Era un comportamiento que respondía a su propia frustración interna, a su propio odio al sistema, a su malestar con el mundo, que solo conseguían aliviar golpeándose, pegándose, matándose… La sangre era su obsesión y cualquier excusa les valía para derramarla. Tanto servía el color de la piel del otro, su idioma o religión, o, como venía sucediendo últimamente, la pertenencia a un equipo deportivo distinto al suyo. En suma, se trataba de un compendio de pretextos irracionales que en sus mentes manipuladas emergía como válvula de escape que les permitía proseguir con sus vidas, liberando así algo de la mediocridad en que se ahogaban, de la que curiosamente no eran conscientes porque el propio sistema había ideado este bálsamo para ellos. Que derramasen su sangre y la de sus sosias, y así les permitiese a ellos vivir tranquilos.

Los gobiernos habían acordado, a la vista de los últimos terribles acontecimientos, que debían procurarse para sus ciudades unos recintos especiales donde albergar estas trifulcas de carácter bélico. Se meditó mucho, o tal vez poco, y surgieron muchas voces contrarias que pedían medidas de otro tipo, orientadas a detener esos actos de violencia, en lugar de fomentarlos que era, en definitiva, lo que se hacía en estos luctódromos que fue la denominación con la que se presentaron públicamente estos espacios en un sorprendente acuerdo de carácter mundial suscrito por países de todas las ideologías imaginables. La decisión se tomó tras los acontecimientos sucedidos en un evento deportivo que congregó a muchos países. No se sabe bien, transcurrido el tiempo, si fue un mundial de fútbol, que fue un deporte que terminó prohibiéndose, aunque aún hoy hay deportistas que lo practican en la clandestinidad, o algún otro tipo de acontecimiento, lo que inclinó la balanza, pero las consecuencias que las sanguinarias peleas callejeras que sucedieron entre facciones, aunque alguno intentó hacerlos pasar por seguidores, de distintos países fueron tan brutales que la propia presión ciudadana terminó inclinando la balanza y la decisión de crear los luctódromos fue tomada. El primero se inauguró meses después de los terribles acontecimientos acontecidos en el mundial en el que fallecieron varias decenas de personas, entre ellos algunos niños, aficionados de uno de los equipos que se enfrentaban en una tarde soleada, por el mero hecho de encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado. Fueron pisoteados, literalmente, por un nutrido grupo de violentos, aunque esta denominación no hace justicia al horror que llegaron a provocar, que se habían citado en una plaza de la ciudad en la que se celebraba el encuentro deportivo con seguidores del otro equipo para una pelea a muerte, tal y como se conocía en el argot. Los fallecidos tuvieron la mala fortuna de ir vestidos con los mismos colores del equipo rival y fueron asesinados de inmediato a base de golpes, pisotones, patadas, cuchilladas y palos. La sangre derramada provocó la suspensión del partido. La gente protestó, se manifestó por las calles indignada y finalmente la organización decidió suspender todo el acontecimiento. Poco después el primer luctódromo estaba listo, se construyó para otro acontecimiento deportivo de carácter internacional al que se esperaba que asistiesen energúmenos de la misma calaña que habían participado en la matanza anterior y que habían quedado impunes ante la imposibilidad de reconocerlos. La organización de dicho grupo se ocupó muy bien de evitar que nadie testificase contra sus miembros utilizando las amenazas para amedrantar a todo aquel que pretendiese identificarlos.

El primer luctódromo tenía una capacidad para unas mil personas. Eran literalmente cuatro grandes paredes de hormigón de unos diez metros de altura en las que se disponían dos puertas enfrentadas. El suelo también era de hormigón, podían verse en él, numerosos sumideros que recogerían la sangre derramada. A las entradas de dichas puertas se colocaban las fuerzas de seguridad del estado para evitar la entrada de objetos contundentes o punzantes. Se pretendía con esto que lo que ocurriese allí dentro fuese, lo más humano posible, según las palabras de los políticos que inauguraron el recinto. Esta obra se ofreció a la ciudadanía como una solución a un problema que se había resuelto finalmente de la manera más sencilla, aunque en realidad reflejaba la impotencia de los estados para poner freno a una violencia gratuita incontrolable que se desarrollaba en un entorno, las ciudades, para el que los mecanismos de defensa del estado se veían inermes. La cita tuvo lugar el mismo día en que se enfrentaban los equipos de los países que había sido la causa de la matanza que provocó la suspensión del anterior evento deportivo. Los representantes de cada una de las facciones acordaron el encuentro por la mañana, a las diez. Todos se agolparon a las puertas del luctódromo borrachos. Unos en la puerta sur, los otros en la norte, tal y como habían pactado. Habían llegado escoltados por la policía, la misma que registró y confiscó todas aquellas armas que pudo, algunas de ellas de fuego, aunque algunas consiguieron colarse. Las puertas se abrieron a la hora pactada. Cada grupo estaba formado por unos trescientos miembros. Según se vieron, identificaron los colores que estampaban las camisas de sus contrarios y salieron a correr para enfrentarse unos contra otros. Al final del día todas las camisas tenían el mismo color rojizo de la sangre. Murieron unos quinientos según el recuento oficial, los que sobrevivieron tuvieron que ser ingresados en hospitales. Se dio la curiosa circunstancias de que algunos de los que se habían estado golpeando compartieron durante parte de su convalecencia habitación de hospital, pero la gravedad de sus heridas y el estado de inconsciencia en que llegaron les impidió proseguir la pelea. Durante la batalla campal nadie, excepto ellos mismos, estuvo dentro con lo que narrar lo que allí aconteció debe dejarse a la imaginación de cada cual y, aun así seguro que no alcanza el nivel de atroz realismo que aquel día se vivió allí dentro. Los políticos se ocuparon muy mucho de no dar demasiada cobertura al evento, centrándose en el partido oficial que se disputó sin la presencia de los violentos con total normalidad.

Allí ya estaban todos y los más de cinco mil luchadores de cada facción, que así terminaron llamándose a los que competían, también esta fue la denominación final, en los luctódromos, se vieron unos a otros. La gente estaba agolpada en el graderío. La evolución de estos recintos y el interés que manifestaron algunos empresarios en estos eventos terminó provocando que estos encuentros se desarrollasen en antiguos estadios deportivos que se habilitaron a tal fin permitiendo la presencia del público. Desapareció cualquier vestigio de deporte que no fuese la lucha en los luctódromos. La gente chillaba, gritaba, no había nombres, no había ídolos, la gente solo deseaba ver sangre, la sangre de unos y de otros. Poco importaba quiénes fueran o a quiénes representaban, lo importante era verlos matarse los unos a los otros. Este era el nuevo circo que a la clase política le permitía obrar a sus anchas. En muchas ocasiones la lucha se extendía a las gradas, pero ahí las fuerzas de seguridad se mostraban implacables atajando cualquier conato de lucha, pero facilitando a los involucrados el acceso a la pista del luctódromo para dirimir, a fuerza de golpes, sus diferencias. El evento de hoy estaba a punto de terminar, de los diez mil que entraron, casi todos ellos hombres, a pelear, a luchar, debían quedar unos pocos cientos. Las gradas estaban casi vacías, ya no había demasiado interés porque era poca la sangre que quedaba por correr. Sin embargo un reducto de chavales de escasa edad atisbó a unos pocos ensangrentados ligeramente aislados, estaban evitando la lucha porque la mayoría de ellos estaban gravemente heridos. Decidieron atacar, a la carrera, para enfrentarse a hostia limpia unos a otros. Comenzaron a golpearse y defenderse como pudieron. Todos murieron. No fueron conscientes de que habían entrado por la misma puerta.


Imagen: www.elpais.com

Entre Mérida y Sevilla a 16 de junio de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.

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