—Ya ve usted, ni
siquiera visto de negro.
—Sí, reconozco que
me ha sorprendido. Esperaba…, no sé, algo diferente.
El periodista
acababa de entrar a un despacho amplio, muy luminoso con grandes cristales de
suelo a techo desde donde la vista de la ciudad era espectacular. Le había
acompañado todo el tiempo un chico joven de menos treinta años años perfectamente
trajeado en riguroso negro que le indicó dónde debía esperar sentado hasta que
la Muerte llegase. Se sentó y al ver entrar a una mujer esbelta, tan joven como
él, vestida con un falda plisada en color perla y una blusa a juego con zapatos
de tacón, ni se le ocurrió que pudiese ser la Muerte, así que no hizo ademán de
levantarse hasta que ella le interpeló, presentándose y ofreciéndole la mano como
saludo. El periodista se disculpó como buenamente pudo mientras un sudor frío
recorría su espalda y el empapaba la camisa bajo la americana.
—Pues no. —La Muerte
se acomodó en su sillón simulando una sonrisa ante la evidente inquietud del
reportero—. Cuando mi secretario me dijo que había un medio de comunicación que
se había interesado en tener una conversación conmigo con la idea de sacar un
artículo en su periódico, o algo parecido, me pareció una gran oportunidad, muy
necesaria para mejorar mi imagen. Ya sabe, tengo muy mala prensa, permítame la
broma, —el reportero se mantuvo en silencio durante algunos segundos—. Supongo
que no soy precisamente una reputada humorista, o tal vez mi presencia imponga
demasiado, pero le aseguro que son prejuicios injustificados. El caso es que le
pedí inmediatamente que concertara una fecha para el encuentro. En cualquier, antes
de empezar, si me lo permite, me gustaría hacerle una pregunta. Pudiera parecer
que es entrometerme en su trabajo y siempre podrá alegar que no puede revelar
sus fuentes, pero me gustaría saber cómo consiguió dar conmigo. Entiendo que no
ha debido ser fácil. Habitualmente no me prodigo mucho entre los vivos. Podrá
suponer que por razones obvias, y los encuentros que se producen, necesarios,
todo hay que decirlo, y previos a una relación mucho más duradera, si procede,
suelen ser breves porque si el vivo tiene la más mínima posibilidad de escapar
de mí, lo hace sin dilación y si las circunstancias le obligan a pasar más
tiempo junto a mí, reniega profundamente y con resignación termina
acompañándome por toda la eternidad, pero, la verdad, nunca hasta ahora me
había encontrado con nadie que quisiera tener conmigo un encuentro de forma
voluntaria con la intención de escribir sobre mí.
—Mire, eh…,
perdone, la verdad es que no sé muy bien cómo dirigirme a usted.
—Claro, con la
impresión del momento no nos hemos presentado. Intuyo que sabe quién soy, al
menos tendrá una imagen formada acerca de mí, así que lo lógico sería que me
llamase por mi nombre, Muerte, para qué vamos a andar con rodeos y le pediría, si
le es posible, que evite tratarme de usted. De otra parte, sé bien quién eres
tú, supongo que no hay problema en que el tuteo sea recíproco —el entrevistador
asiente—, pero no te asustes ni vayas a pensar que se trata de una amenaza o
algo así. Conozco el nombre y la vida de cualquier ser humano, va en mi
trabajo, lo sé porque sí, porque tengo que saberlo.
—Pues, efectivamente
no ha sido fácil dar contigo, a pesar de que la dirección en que vives o
trabajas, no sé bien, no está, digamos, precisamente escondida. Con respecto a
cómo la he conseguido para contactarte, debes entender que no te lo diga, tan
solo indicarte que no tuve que preguntar demasiado. En todo caso, fue en gran
medida una cuestión de suerte y algo de oportunidad.
—Lo entiendo. Te
aclaro que aquí solo trabajo, aunque en realidad me lleva todo el tiempo. Ni sé
cuánto hace que no voy a mi casa. Mi querida casa. En cualquier caso, debo
pedirte que omitas la dirección en el artículo que publiques. No quiero que
esta oficina se convierta en una especie de lugar de peregrinación. No quiero
que esto se llene de gente con ánimo de linchamiento que entienda que mi muerte
puede acabar con la Muerte. Estarían equivocados y sufrirían consecuencia
punitivas en su momento. Que conste que esto sí es un amenaza, será la única
que oigas de mi boca, pero tómatela en serio porque revelar este dato traería
consecuencias nefastas para quienes lo supieran.
—La mantendré en
secreto. Tienes mi palabra.
—Muchas gracias,
aunque no me importa demasiado tu palabra. No te lo tomes a mal. No es que no
confíe, es que si no obrases correctamente mucha gente terminaría por pagarlo y
ni siquiera sería decisión mía. De hecho, ya te confirmo que para concederte
esta entrevista tuve que pedir permiso a mi inmediato superior.
—¿Cómo? ¿Hay
alguien por encima de ti?
—Claro que sí, ¿qué
te creías? ¿Piensas que este es un trabajo agradable? Tengo que hacerlo porque
así me lo mandan. No me gusta llevarme a la gente. No va conmigo, pero tengo
que obedecer órdenes.
—¿Y puede saberse a
quién obedeces?
—Hombre, no creo
que le siente especialmente bien que lo diga, pero como titular no tendrá
precio. Suele pasar mucho más desapercibida que yo, con lo cual ya sabes también
que es mujer. Es más discreta. La verdad es que lo ha hecho muy bien. Es su
trabajo y es muy buena en ello. Su nombre es Vida.
—¿Perdona?, ¿cómo
dices que se llama?. —Había garabateado unas notas en el cuaderno, pero al
escuchar la palabra vida se quedó paralizado.
—Como lo oyes. La
Vida es mi jefe. De ella recibo las órdenes, es ella quien me dice a quién debo
llevarme. Y no te creas, lo hace sin muchos miramientos, sin contemplaciones.
No la he visto dudar nunca, y mira que llevo tiempo a su servicio, más del que
podrías imaginar. Ahora bien, reconocerás que lo hace estupendamente. No creo
que nadie en sus cabales pueda acusarla de la muerte de ningún ser humano. Y es
ella, créeme, la que lo decide. En la mente de todos está la Vida vestida de
color blanco, rodeada de naturaleza, con pajaritos cantando y patos
chapoteando, ¿verdad? Pues tendrías que verla. Va hecha un adefesio. Tiene
tanto trabajo que no le da tiempo a vestirse dignamente, con la elegancia que
merecería un cargo como el suyo. Más de una vez la he visto aparecer por la
oficina con alpargatas. Y mírame a mí, voy impecable con esta traje, hecha un
pincel. Reconozco que me gusta cuidarme, tal vez demasiado, pero lo de la Vida
es demasiado. El caso es que hace mucho tiempo, tuvo algún problema de salud,
imagino que a consecuencia del estrés provocado por el trabajo y entonces
decidió delegar en mí esta labor tan ingrata y se cuidó muy mucho de que la
mala fama que antes tenía y que era conocida por todos, pasase a mí con el
trabajo. En fin, una auténtica faena.
—Pero…, no
entiendo, quieres decir que es la Vida la que te dice a quién tienes que
llevarte.
—Eso es.
—Se me escapa algo.
¿No es ella la que da la vida?
—Sí, y también la
que la quita. Si lo piensas bien es lógico. La vida es suya. La vida es de la
Vida. Por eso es ella la que puede quitarla, pero decidió en un momento dado
que ese trabajo lo hiciese otro y me tocó a mí. Yo que vivía tan plácidamente
con muy poquitas tareas, algo de burocracia, ya sabes, cosas de poca monta,
pues me tocó cargar con la más fea.
—Ya imagino, aunque
me cuesta entenderlo.
—Te explico.
Antiguamente la Vida otorgaba este don a quien consideraba ofreciéndole cuando
la recibía una serie de virtudes, el libre albedrío, la capacidad de razonar,
el conocimiento, ya sabes, estas cuestiones. Es verdad que el paquete vital
también incorporaba cosas no tan buenas. El caso es que en poco tiempo la Vida
comprendió que si quería seguir dando vida a los seres humanos, tenía que quitársela
a otros. Digamos que era un asunto de equilibrio. Pero de repente, se le fue de
las manos. —La Muerte se levantó a por un poco de agua, se echó en un vaso y le
ofreció al periodista que negó con la cabeza—. Mira, aquí manejamos muchas
estadísticas, ¿sabes? Son muy precisas, tenemos un servicio entero dedicado al
censo. El caso es que el número de personas comenzó a crecer tanto que llegó un
momento en que la Vida decidió que tendría que empezar a retirarles ese don
para evitar que el mundo se convirtiese en un caos. Eso no le gusta nada, te lo
puedo asegurar, todo tiene siempre que estar muy bien ordenado. Y decidió
comenzar a quitarla. Por aquel entonces no se llamaba muerte, sencillamente se
quitaba la vida. La verdad es que lo hacía muy bien. Daba la vida con el dedo índice
de su mano derecha y la quitaba con el meñique de la izquierda. Era todo un
espectáculo. Muy hermoso, me gustaba mucho cómo lo hacía. Pero el trabajo era
duro, eso lo comprendo perfectamente y, sobre todo, comenzaron a llegarle
rumores de que la gente la criticaba, se metía con ella y lo que antes eran
agradecimientos y alabanzas se convirtieron en críticas y odio. Eso la Vida no
lo llevaba bien. Cogió una depresión inmensa y se le atascó el trabajo. Supongo
que era consciente de que no podía cogerse baja alguna y en seguida prosiguió
con su labor, pero se dio cuenta de que no llevaba bien los insultos que
recibía, así que pensó que lo mejor para volver a sentirse querida y conseguir
descargarse algo al mismo tiempo era encargarme a mí el trabajo de quitar la
vida y como yo me llamaba Muerte, pues ya estaba pasó a llamarse muerte al
proceso de quitar la vida. Sé que es un poco lioso y difícil de comprender,
pero así fue. Ni más ni menos. Ni que decir tiene que no tuve alternativa. Cada
vez que pienso lo bien que vivía antes. En fin, es lo que hay, era mi jefe y
tenía que obedecerle. Lo que no me gustó es la campaña que orquestó para
denigrarme y resarcirse. Ahí se pasó. Lo tengo claro. Comenzó a mostrarme
vestida de negro, con capucha, con una hoz, solo con el esqueleto, siempre en
la oscuridad, tenebrosa. Y como puedes comprobar no es cierto.
—En absoluto. Está
usted de muy buen ver. —Se produjo un instante de silencio que el entrevistador
se vio obligado a interrumpir—. Siento el comentario, sé que no es muy
apropiado, pero no he podido resistirlo. Al menos he tenido el detalle de tratarte
de usted para decirlo. Así, al menos, parece menos soez.
—No te preocupes, creo
que me ha sentado bien. Aunque te aconsejo que no te excedas en la confianza.
Nunca se sabe. —El rostro del periodista se palideció por instantes—. Es broma,
hombre. —El suspiro de alivio se oyó en todo el edificio—. Lo curioso del
asunto es que la Vida me impuso la utilización del dedo índice de la mano
derecha como forma de dar la muerte. Supongo que lo hizo como un símbolo que,
si quieres que te sea sincero, no entendí muy bien. El caso es que todos los
días a primera hora, muy temprano, recibo la lista de aquellos a los que tengo
que visitar para que me acompañen a este edificio destartalado a pasar la
eternidad conmigo. No es un plato de gusto como te puedes imaginar, pero es lo
que hay. Fíjate lo puñetera que es a veces la Vida, aunque creo que nos
llevamos bastante bien para ser mi jefe, que después de haberme pasado la lista
y recorrer el mundo buscando a mis nuevos compañeros, por decirlo de alguna
manera, cuando los encuentro y me dispongo a llevármelos, de repente me llega
un aviso, creo que no voy a explicarte la tecnología que usamos para
comunicarnos, que eso sí que no lo entenderías, que me indica que ese futuro
muerto no lo va a ser por ahora. No suelo protestar, antes, cuando era más joven
sí que lo hacía, pero ahora ya no pido explicaciones. Sencillamente pienso que
la Vida tendrá sus motivos y me salto ese nombre de la lista.
Imagen: www.twicsy.com
En algún lugar del
cielo entre Barcelona y Badajoz a 15 de mayo de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera