—Qué grande es.
—Sí, es muy grande.
—Me alegro de que
te guste.
—No he dicho que me
guste, he dicho que es muy grande, —le miró distraídamente—. Es tan grande que prácticamente
no cabe.
Los egos crecen, se
reproducen y, desgraciadamente, no mueren, sino que se siguen reproduciendo y
creciendo. Tienen la tendencia a ser grandes, a hacerse grandes. Hay que huir
de quienes te intentan convencer de que algo es sublime porque son ellos
quienes lo han hecho. Hay que huir de quienes se jactan de hacer algo mejor que
otros, o más bonito, o más hermoso. Hay que huir de ellos porque contaminan las
almas, llenan de inmundicia las mentes y confunden los espíritus. La
comparación es nuestra vara de medir —lo entiendo—. Es difícil valorar sin
establecer un paralelismo entre las cosas —sí es cierto—, pues la verdad
absoluta no existe, al menos no es contrastable o, al menos, puede ser
igualmente verdadera la opción opuesta, o ambas pueden ser falsas, o ambas
pueden ser ciertas. Aquellos que dicen estar en posesión de la verdad, incautos
ellos, yerran inconscientemente o mienten conscientemente, y aquellos que dicen
no conocerla aciertan en su desacierto, y, probablemente, puedan estar más
cerca de esa verdad, si existe, que quienes vanidosamente se la apoderan.
Lo cierto, lo
verdaderamente cierto, permítase la petulante redundancia, es que el ímpetu que
nos lleva en ocasiones a anteponernos a nuestra condición de seres humanos
creyéndonos dioses capaces de algo mejor que los demás en nuestro afán por
encontrar la belleza, —pues este es sin duda nuestro fin último—, no es más que
el reflejo de nuestro ego, de nuestra falta de humildad, de nuestra
megalomanía. Resulta complicado luchar contra esta realidad cuando permanentemente
recurrimos a ella para no caer en depresivos pozos sin fondo. Pero no conviene
confundir recursos con actitudes. Una cosa es que necesites convencerte de que
lo que haces vale, y otra muy distinta es que quieras convencer a los demás de
que lo que haces es lo mejor solo por el hecho de ser tú quien lo hace.
Ahora bien, quien
haga de esta necesidad virtud —entiéndase en sentido peyorativo— no adolece solo
de falta de humildad, que de esto, todos alguna vez fuimos pecadores, sino que confunde
superarse con superar. Indefectiblemente. Este tipo de personas es sumamente
dañina, maquinalmente absorbente, destroza aquello que se interpone en su
camino hacia su fin, sea este el que sea, y, por descontado, no le importas en absoluto,
a no ser que le adules y exaltes sus bondades hasta la infinitud.
Hay que huir de
quien se considera mejor, solo por ser él, porque intentará convencernos y si
no lo consigue por las buenas, lo procurará por las malas sin importarle causa
o efecto. No tienen talón de Aquiles, al menos, no son conscientes de tenerlos,
aunque, si en algún momento, por alguna circunstancia, su ego se quiebra, se
debilita, o sencillamente reblandece, ¡Ay, amigo!, ahí se termina todo. Tu
castillo se derrumbó y no queda nada de aquello que construiste en tu imaginación.
Tu debilidad ha aflorado. Tu debilidad eres tú mismo. Cuídate de no volver a
caer en tu propio ego. Desgraciadamente, este descaecimiento suele convertirse,
para engatusar a la patología, en un reflorar
megalómano que, quién sabe, si las circunstancias son las propias y la
coyuntura favorable, puede tener terribles consecuencias para los demás.
Imagen: fotograma
de la película “El Gran Dictador” (1940).
Mérida a 10 de
agosto de 2014 y 8 de mayo de 2016.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera