—Don Alonso Quijano, vuesa
merced no está loco.
—No quiera convencerme, escudero mío.
»Sancho, soy consciente de mi locura.
—Don Alonso, no se confunda. Locos estamos los demás. Vuesa merced es un soñador. Cree en la
verdad, en el bien hacer y lucha contra la infamia que gobierna este nuestro
mundo. No es justo que le tomen por loco. Otra cosa, muy distinta por cierto,
es la fortuna que tenga al desfacer
agravios, que ya le digo yo que no es mucha, pero no por ello debe usted creer
que no está cuerdo. Donde usted ve gigantes, no son molinos, son gigantes;
donde usted ve doncellas, no son prostitutas, son doncellas; donde usted ve
ejércitos, no son ovejas, son ejércitos; y donde usted ve cautivos, no son
galeotes, son cautivos.
»Contados son los éxitos de sus hazañas, bien lo sé, y bien
molidos tengo los huesos por causa de tantas desavenencias, pero no
desfallezca. Si tan solo tuviera algo de malicia, si por una vez no aflorase su
torpeza, si le abandonase su desdicha, entonces, le aseguro que no sufriríamos
tantos apaleos.
—Sancho, bien sabes que mi sino es el que es. Soy yo, solo yo,
el responsable de mis actos y si carezco de malicia, si mis virtudes son torpes
o si la desdicha no renuncia a mí, es que eso es lo que soy. Le profeso
insondable fe a la utopía, amigo Sancho, esa es mi verdadera aflicción, ese es
mi auténtico desconsuelo, ese credo terminará con mi vida, antes o después,
pero su constancia imperturbable, su inhóspito desdén, su arrogante tenacidad
lograrán llevarme de este mundo sin que logre cambiarlo como es mi deseo.
—No haga usted mal agüero de sí mismo, Don Alonso. Son muchas
las obras que le quedan por hacer y grandes las labores que desempeñar. Es más,
para su tranquilidad, ya que sé que esto le angustia, no se preocupe de
concederme aquel reino que me prometió. No soy yo Gobernador de mí mismo, ¿cómo
habría serlo de otros? Le acompañaré, Don Alonso, hasta que desista, si es que
lo hace, o hasta el final, si es que llega.
—Gracias, amigo Sancho. Gracias, escudero mío, pero sabes que
esta batalla me toca librarla solo a mí. Es injusto que me acompañes hacia mi
perdición, que no es la tuya. A ti te queda toda una vida por vivir en la que
no caben, no deben caber, mis desavenencias con el destino. Debo sufrir mi
propia fatalidad luchando por lo que creo, por inverosímil que parezcan mis
designios y por fantásticos que sean mis ideales.
—No me negará vuesa
merced que mi decisión de acompañarle fue voluntaria. Bien cierto es que me
cegó la promesa de ser Gobernador de un reino, pero reconocerá que ese laurel
ya quedó olvidado y no es sino su valentía y su fe las que me llevan a seguirle
y, llegado el caso, escudarles, aunque solo sea compartiendo palos. Esa es mi
voluntad, mi buen señor, mi noble hidalgo.
—Ay Sancho, Sancho, cuánto has cambiado, cuánto mal te he
hecho. Tú que podrías estar disfrutando en tu hacienda de tu realidad y
pragmatismo, me sigues por doquier luchando por ideales que escapan a tu sesera,
buscando la belleza y la virtud donde ya no existe, y persiguiendo malhechores
que, antes de que nos acerquemos siquiera, ya nos son inalcanzables. Mi buen
escudero Sancho, qué tonto has sido por seguirme y qué egoísta fui al
entrometerme en tu vida buscando en mi locura un contrapunto sencillo y
pacífico que me librase de cuantos entuertos hallo. Te debo mucho Sancho, tanto
que no hay riqueza suficiente en todos los reinos de este putrefacto mundo para
compensarte. Siento tanto haberte convencido que no tendré vida suficiente ni
en esta ni en cien más para devolverte lo que me has entregado.
—Me ruboriza Don Alonso.
—Pues no se ruborice amigo Sancho, no falto en un ápice a la verdad.
Y ahora, si esa es tu decisión, si estás firmemente convencido de ello, si
realmente quieres seguirme allá donde vaya a defender causas perdidas y luchar
por hacer este nuestro mundo algo mejor, sígueme. No conozco el camino y mi
intuición nunca fue muy acertada como sabes, pero en voluntad y perseverancia
no me ganará ningún facineroso, y por muchas veces que caiga otras tantas me
levantaré, y si en alguna ocasión las fuerzas me faltasen, recuérdame tú, amigo
Sancho, cuántas promesas hice y ponme en pie para que prosiga con mi fatal
lucha. Mucho nos queda por hacer, grande es la encomienda a cumplir y numerosas
las dificultades que se interpondrán para evitar que triunfemos y hablen de
nosotros sublimes libros que nos harán eternos.
»No quieres mi soledad y te lo agradezco, pues todo hombre la
teme. Tu compañía ennoblece más aún, si cabe, nuestra misión, pero no será
fácil y grandes serán nuestras penurias.
—No creo que sean mayores que las que ya pasé, Don Alonso. No
le temo al hambre ni a la sed. No le temo a la pobreza ni al frío. No le temo a
nada ni a nadie, por mucho que me asuste. Entiéndame, no sé qué nos espera,
pero estoy decidido a acompañarle.
—Gracias.
—Marchemos pues, Don Alonso.
Don Alonso Quijano, el Bueno, arrea levemente al jamelgo,
mientras que Sancho Panza golpea con una vara los lomos de su borrico. Caminan
hacia el horizonte. Serios. Circunspectos por lo que puedan encontrarse, pero
nunca amedrentados. Cuando casi desaparecen en el camino apenas señalado Don
Alonso Quijano, el Bueno, gira el torso sobre la montura y mira hacia atrás.
Ahora su mirada está perdida, es la mirada de un loco. Buena suerte Don
Quijote, buena suerte.
Fotografía: Fotograma de la
película Don Kikhot (1957) de Grigori Kozintsev.
Mérida, a 22 de abril de 2016.
En el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra.
Rubén Cabecera Soriano