Descalza, caminando por la arena, con el dobladillo de los vaqueros
arrastrando por el suelo y una camiseta tipo polo de color rojo un tanto grande
para ella que le recuelga hasta la altura de sus caderitas. Lleva un descuidado
peinado a lo garzón decorado con una coletita que corona su pequeña cabeza. Va
distraída. Pensará en sus juegos, en sus amigos, en dónde estará su madre, su
padre o sus hermanos.
Debe tener tres o cuatro años. No más. Es inocente. Camina
sonriente hasta que ve algo que le llama la atención, algo que le hace torcer
el gesto y transforma su cara pizpireta en un rictus inquieto. Ve algo que le
hace levantar las manos en señal de rendición. Lo hace tal y como lo ha debido
ver muchas veces de allá de donde viene, demasiadas. Solo tiene tres años. Tiene
la sensación de que alguien le apunta con un arma. No quiere morir, no quiere
que le disparen. Teme por su vida y llora desconsolada suplicando con su gesto
perdón por algo que no ha hecho a alguien que no conoce y que cree que la va a
matar sin llegar a entender por qué. Solo tiene tres años.
No es un playa el paraje por donde camina al compás de las
olas rodeada de altas palmeras curvadas que reverencian al poderoso mar
plateado. No. Está en el campo de refugiados sirios de Arzaq, en Jordania. No
va descalza porque le guste sentir el tenue calor de la arena en la planta de
sus pies. No. Va descalza porque no tiene zapatos y la arena es en realidad
tierra con piedras angulosas que se clavan en sus piececitos a tan temprana
edad encallecidos. No son ropas de marca lo que lleva. No. Son trapos,
desgastados, usados y sucios, seguramente entregados por caridad para ayudar a
la gente necesitada.
Tal vez no piense en juegos, en amigos o en padre, madre o
hermanos. Puede que no los tenga, puede que los haya perdido. Ha contemplado
demasiado cerca la muerte, ha visto morir y matar. Y no quiere morir, no
sabemos si en alguna ocasión matará. Quizá su pensamiento distraído fuese sencillamente
cómo aplacar el hambre que la angustia o la sed que reseca su garganta, cuando,
inopinadamente, se ha encontrado de frente con una fotógrafa que quería tomar
una instantánea de ella. Una foto de una niña bonita para reflejar el
sufrimiento de una gente olvidada, de una tierra sin interés para los ricos,
que muere hacinada tras huir de una zona de horror donde unos matan a otros en
nombre de dioses inexistentes —de existir serían sumamente crueles por permitir
tanta muerte— y por hombres que quieren atribuirse poderes que nadie les ha
concedido. Pero esa niña ha creído ver en esa cámara un arma amenazante contra
la que nada tiene que hacer, ante la que solo la muerte espera, y tiene miedo,
y ruega piedad, y se rinde. Incondicionalmente, ¿qué condiciones podría poner
una niña de tres años?
Su desesperanza se convierte en sonrisa inquieta y luego en
tranquilidad cuando descubre que no quieren matarla, que tiene un día más de
vida, que su dios, ese que no existe, le ha concedido la gracia de sufrir un
día más en ese campo yerro donde comparte suelo con decenas de miles de
personas desheredadas y desterradas de su tierra por el odio de algunos
hombres, donde se pelea constantemente con cualquiera por unas míseras migas de
pan y unas gotas de agua, mientras sus amigos, padre, madre o hermanos mueren
disparados, bombardeados, decapitados, torturados o, como ella, de hambre o
sed. Esa niña no conocerá la felicidad y si, por alguna extraña casualidad,
sobrevive, su vida, la que tenga, estará marcada por el sufrimiento que le
hicieron pasar. Entenderé su odio, lo entenderé.
Fotografía: René Schulthoff . Cruz
Roja
Plasencia, a 17 de abril de
2016.
Rubén Cabecera Soriano
@encabecera