Mendigos y refugiados.




Miserable. Hay una nueva moda que, deduzco por la continuidad con la que se ha producido, debe venir de antiguo, aunque se haya puesto de manifiesto tristemente en estos últimos tiempos. Tal vez se trate de una suerte de deporte para quienes lo practiquen, a pesar de que las reglas del mismo no estén escritas y solo se alcancen con los límites de la miserable imaginación de quienes lo practican.

Mezquino. Un grupo muy numeroso de animales, unidos por algún elemento común como puede ser la mezquindad, busca en algún lugar público, grande y expuesto al paso de peatones alguna terraza en la que sentarse a sorber litros de alcohol para dar rienda suelta a sus obscenas mentes que solo necesitan el acicate de alguna droga —a veces ni tan siquiera eso— para mostrarse tal y como son. Entonces, a algún cabecilla descabezado se le ocurre la genial idea: Se trata de localizar a un mendigo o grupo de mendigos y, ante el asombro de propios y extraños, comenzar a realizar sobre él, ella o ellos toda tipo de vejaciones y humillaciones con la mofa como única finalidad.

Ruin. Todo vale. Desde lanzar monedas al suelo para que las recojan agachándose, hasta obligarles a hacer genuflexiones, pedir que laman su calzado, escupirles o incluso orinarles. Eso a cambio de la promesa de algo de dinero con el que aplacar su pobreza y que, posiblemente no reciban. Menuda broma, semejante entretenimiento es indigno de seres humanos que posean precisamente esa cualidad, la humanidad. Es más bien propio de seres ruines, enfermos, incapacitados socialmente para otra cosa que no sea la más denigrante de las actividades que se pueda imaginar.   

Repugnante. No falta quien ríe la gracia aunque no participe directamente. Eso, pensará, se lo dejo a ellos; a los valientes, capaces de enfrentarse como sucia caterva a necesitados a los que chantajean su dignidad con el maldito dinero. Qué inmundo abuso del que saldrán indemnes, porque, quién es ese pobre mendigo para denunciarles, cómo se atrevería a defenderse ese infeliz, quién escuchará sus súplicas o atenderá sus reclamas. Tan solo es un maltratado por la sociedad, un indigente, un hambriento, un repudiado. Nada hará y esa impunidad hace fuerte a estos repugnantes seres que abusan de él.

Sufrimiento. No puedo imaginar mayor crueldad que hacer escarnio del sufrimiento ajeno. No existe ni el más mínimo resquicio de caridad en tamaño acto y quien lo realiza no puede por menos que ser un desalmado. Y sin embargo, aquellos que así actúan tendrán pareja, puede que hijos, incluso tal vez trabajo y seguramente se encuentren integrados en una sociedad que, paradójicamente, les ha aceptado. Me cuesta creer que sea así, pero desgraciadamente no desatinaré en mis elucubraciones para vanagloria de esos hijos de perra, con perdón para las perras que nada malo hicieron para ser partícipes lingüísticos de estos aberrantes comportamientos.

Cobardía. Si la fortuna hace que alguna patrulla policial se acerque al denigrante circo que montan estos indecentes, después de un inicial conato de enfrentamiento, se dispersarán huyendo como cobardes que son y mostrando así la misma nobleza de la que hicieron gala cuando abusaron de los mendigos. Debe ser un grupo policial numeroso porque, de ser un solitario policía, seguramente le desafiarán asentando su falso arrojo en la superioridad numérica.

Desgracia. Siguiendo con las hipótesis, si la casualidad quiere que alguno de estos malnacidos sea apresado —ojalá que reciba algún severo mamporro en el momento de ser atrapado— y trasladado a las correspondientes dependencias policiales, terminará, por desgracia, no me cabe duda, con alguna suerte de sanción administrativa menor cuando lo que merecería es pudrirse en el más tenebroso y oscuro calabozo sufriendo todas las penurias imaginables.

Refugiado. No, no nos llevemos las manos a la cabeza por el asombro que pueda producirnos este comportamiento. Tal vez con mejores formas, solo tal vez, este comportamiento no difiere demasiado del que los países occidentales, civilizados, los de la antigua Europa, esa que es cuna de la cultura y del civismo, tiene con cientos, miles de personas, que mendigan cobijo y comida a la puerta de nuestras fronteras porque huyen de una guerra injusta que se ceba, como siempre ocurre, con los más débiles, mientras otros, sentados en despachos a miles de kilómetros de las bombas y de los fusiles, ordenan matar y seguir matando para conservar u obtener un poder que les colmará de prebendas. Se les llama refugiados, pero en realidad también son mendigos que reciben el mismo trato caritativo —entiéndase el sarcasmo— que estos pobres infelices que tuvieron la mala fortuna de encontrarse en el lugar equivocado, en el momento equivocado frente a un grupo de seres inhumanos.



Fotografías: www.elespanol.com, www.elperiodico.com

Mérida a 19 de marzo de 2016.

Rubén Cabecera Soriano.


@encabecera