Soy
un moderado aficionado al cine —nótese que no aparece la palabra cinéfilo, no
me considero tal y decir “moderado cinéfilo” me parece una contradicción—. Sin
embargo, reconozco que me gusta ver una buena película que me sorprenda, que me
aporte una visión nueva acerca de cualquier aspecto de la vida real o de la
ficción, o, sencillamente, que me conmueva. En realidad no pido mucho más, el
resto suele hacerlo la compañía que ayer no faltó y fue magnífica, menos mal.
El
caso es que dedicar estas líneas semanales a describir una película
decepcionante me parece una pérdida de energía no muy recomendable. Si lo hago
es solo por desahogo y, tal vez, por ver si esta puede convertirse en una
suerte de temática en la que las letras se encuentren con otro arte, el cine.
Esa es mi esperanza.
Ayer
volví a una sala, a un teatro —como prefiero llamarlo yo y los anglosajones—,
porque en ese espacio se representa una obra, con su guion, con su puesta en
escena, con sus personajes, con su trama y desenlace, con su música, y que
aporta curiosas innovaciones con respecto al teatro clásico, ese que se
desarrolla en directo. Regresé tras dos años de sequía obligada —y querida— por
motivos familiares. Ahora toca decir si mereció la pena la espera para ver esta
película: No.
No
suelo, solía, informarme demasiado acerca de la película a visualizar
—reconozco cierto matiz cinéfilo en este término, pero no nos llevemos a
engaño—, tan solo alguna recomendación de revistas de cine o de amigos en cuyo
criterio confío. En este caso fue un consejo de un programa de radio de cuyo
nombre no quiero acordarme —intencionado guiño cervantino—. Así pues, con una
obligada limitación de horarios, decidimos elegir “10 Cloverfield Lane”,
traducida como “Calle Cloverfield 10” frente a la española “100 años de perdón”,
y cuánto me arrepiento de no haberla visto, fuera como fuese —y hablo en pasado
porque no sé si ya habrá oportunidad de verla.
Ahora
vienen las revelaciones —spoilers es el anglicismo utilizado—sobre el contenido:
La película dura algo más de una hora y media, pero le sobran, literalmente,
diez minutos, que, con un presupuesto ínfimo, ridículo, y con un guion más,
fíjense bien, usual, pasaría de ser una película pésima a una recomendable con
momentos casi memorables, pero no. Había oído hablar del giro final de la
cinta, pero nunca pensé que pudiera tomar el cariz insensato que convierte una
película psicológica con tintes claustrofóbicos, bien montada y con dignas actuaciones
—el personaje de John Goodman no está mal— en una parodia de ciencia ficción
increíble —léase el adjetivo con sus connotaciones peyorativas— y es que lo que
comienza como una historia más del final de una pareja, se va transformando,
por mor de la casualidad, en un alegato conspirativo-paranoico de manos de John
Goodman que se convierte en salvador, por la gracia de Noé, de la chica que
abandona a su novio y que rescata de un accidente de tráfico provocado por él
mismo y de un chaval de pueblo que se arrepiente de no haber salido nunca de su
localidad. Quedan encerrados en una suerte de búnker perpetuo con comida para
una eternidad —unos dos años— del que no pueden salir porque en el exterior ha
ocurrido algo desconocido para el trío, pero del que van apareciendo algunos
indicios que corroboran la teoría de Goodman sin que realmente se desvele de
qué se trata. Esta no es más que la excusa para que la recién conocida pareja
vaya descubriendo que Howard —Goodman— es un psicópata que les tiene encerrados
con, probablemente, intenciones de matarles. Los jóvenes urden un plan para
escapar que pasa por confeccionar, a partir de una cortina de ducha, una suerte
de traje con máscara que pueda protegerles del infecto aire exterior, pero
durante el proceso Howard descubre que están elucubrando algo y ante la falsa confesión
de Emmett —John Gallagher Jr.— que encubre a Michelle —Mary Elizabeth Winstead—
le mata impertérrito de un disparo a sangre fría directo a la cabeza, mostrándose
tal y como es. El miedo se apodera de Michelle que, apurada, debe consumar el
plan en solitario para huir lo antes posible. Howard la descubre y ella lucha
por escapar provocando una explosión que termina matando a Howard, mientras que
ella logra huir al límite. Hasta aquí todo más o menos bien. Ahora Michelle,
debería ser encontrada por un equipo de búsqueda que estaba peinando la zona
—lo que justificaría los ruidos que durante el período que estuvieron
encerrados fueron sonando—, despertándose en la cama de un hospital inconsciente
tras el accidente —siendo el médico que la atiende el propio Goodman para finalizar
dejando en el espectador una extraña sensación— o, si hay que dar credibilidad
al ataque químico, rescatada por un helicóptero americano —mientras hondea la
bandera de tan memorable nación con el soniquete del himno de fondo—, pero no.
Los guionistas —Josh Campbell y Matthew Stuecken—, con la connivencia del
director —Dan Trachtenberg—, dan rienda suelta a su enloquecida imaginación y
convierten el final de la película en una paranoia en la que los
extraterrestres —sí, oyen bien— han invadido el mundo utilizando unos “bichitos”
de tamaño inconmensurable salidos del más profundo averno —el de Marte,
supongo— y con un gas verde —ya podría haber sido rojo, para ofrecer al ávido
público conspiranoico una referencia
de tipo comunista— que mata a todo ser viviente, a no ser, claro está, que
lleve puesto una máscara hecha con una botella de plástico de Coca-Cola, como
es el caso de Michelle, que es capaz de enfrentarse ella solita a semejante alimaña
y acabar con ella con una botella de Vodka a la que prende fuego provocando una
explosión de proporción celestial de la que sale indemne y que la transforma en
heroína, para gloria de la tierra, decidida, ahora sí, a hacer algo con su vida
y que no es sino pelear contra el resto de extraterrestres invasores.
Ya
es mala suerte tener un accidente de automóvil el día que lo dejas con tu
pareja, peor es que quien te saque de la carretera sea un psicópata que decida
rescatarte —secuestrarte— y llevarte a un búnker para mantenerte con vida, precisamente
cuando parece que el mundo se acaba, pero que encima sean los extraterrestres
los que quieran terminar con la humanidad y te conviertas en una suerte de
heroína cuando consigues escapar de semejante agujero, traspasa los límites de
la imaginación, tanto de la sensata como de la insensata, y se convierte en un
absurdo de la misma proporción que la explosión que, de manos de la
protagonista, termina con uno de los malignos invasores. No, lo siento, pero
no, el giro final no es un giro, sino un molinete de mal gusto que clama al
cielo, de Marte.
Imagen:
www.10clovefieldlane.com
Plasencia
a 27 de marzo de 2016.
Rubén
Cabecera Soriano.
@encabecera